Tres hermanos, una finca, varios ahogados, y la incertidumbre ante la violencia y la muerte son solo algunos de los temas de La oculta, la nueva novela de Héctor Abad Faciolince que se lanzó en Colombia. ¿Qué pasó entre El olvido que seremos y este libro?
La Oculta. Foto: Simón Abad Faciolince/hectorabad.com |
La Oculta de Héctor Abad Faciolince. |
Héctor Abad Faciolince, autor colombiano de La Oculta./revistaarcadia.com |
Es muy probable que ningún escritor se plantee de
manera seria –aunque sí egomaníaca– si lo que acaba de entregar a la
editorial supondrá un cambio radical en su vida. Por mucho que abunden
leyendas sobre los presentimientos y las sensaciones que se tienen antes
de publicar el trabajo de años, hay decenas de variables que hacen que
dichas percepciones casi nunca correspondan a la esperanza. En 2006 tuve
acceso a el borrador de El olvido que seremos, el libro que Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) iba a publicar tras haber conseguido un reconocimiento en diversas lenguas por novelas como Basura o Angosta. Leí El olvido
de una sola sentada pensando que Abad había hecho algo que me rondaba
hacía mucho tiempo: convertir una experiencia personal, un puñado de
recuerdos, un dolor en el costado, en una narración literaria que el
lector decidía en qué convertir: si en una crónica literaria o una
novela, asunto que cada vez, presiento, importa menos cuando la ambición
del escritor se siente en el estilo, la estructura y el ritmo que
decide imponerse para contar una historia.
Más allá de la polémica que produjo aquel libro –insulsa por demás, pues
los presuntos versos espurios de Borges fueron, en todo caso, un juego
ideado antes por él mismo– pensé entonces, cuando el libro comenzó a
reeditarse hasta vender cientos de miles de ejemplares en Latinoamérica y
otros cientos de miles en el mundo entero, que algo le había pasado a ese hombre de maneras tranquilas, que hablaba pausado y que leía con fervor poesía y ensayo
y había, durante quince o más años, cultivado la escritura sin
demasiados alardes. Y recordé la imagen cierta de Gabriel García Márquez
cuando, en agosto de 1967, entró al Teatro Colón de Buenos Aires y
sintió cómo los reflectores lo enfocaban y los asistentes se ponían de
pie para aplaudirlo.
Lejos de las comparaciones entre uno y otro hombre, pues no se parecen
en nada, a Héctor Abad le ocurrió algo similar. De repente su mundo se
convirtió en otra cosa: supo que era el éxito. Todo, aunque parezca
hiperbólico, gracias a un libro. “No creo que el éxito paralice o
silencie tanto como una muerte violenta –me dice–. Lo que pasa es que es
mejor no publicar nada que publicar un mal libro. Por eso no quise
publicar una novela que escribí, Antepasados futuros, y aborté también otro proyecto, Tres novelitas mafiosas.
Publiqué un libro de poemas, pero la poesía no le interesa a casi
nadie, y a los que les interesa, no les interesa que un novelista se
meta en su rancho, por lo cual el libro Testamento involuntario no
fue reseñado por nadie, ni bien ni mal. Pasó inadvertido. Y algo
similar ocurrió con el libro de cuentos que publiqué después de El olvido:
tiene seis ediciones (¿cuántos libros de cuentos se reeditan en
Colombia?) y ni una sola reseña (salvo blogs y trabajos universitarios,
claro). Digamos que no había vuelto a publicar una novela. Es más, desde
Angosta no publicaba una novela, si es que El olvido no es novela también, que eso no lo sé bien, ni me importa mucho”.
Cuando abrí La Oculta, la novela que se publicó este 19 de
noviembre, pensé en una suerte de silencio que tuvo que atravesar Abad
para poder publicar otro libro. Aunque él me corrige y me dice que ese
no ha sido su verdadero silencio, y que contrario a lo que muchos creen
no hay tal alejamiento de la literatura, presiento que este, después de El olvido,
es su libro más ambicioso desde entonces. “Diría que mi silencio
verdadero como escritor lo viví entre los 27 años, cuando mataron a mi
papá, y los 32, cuando al fin escribí mi primer libro de cuentos. En
esos años yo viví en una especie de estupor. Me paralicé. Después,
durante quince años, quise olvidar escribiendo otras cosas: libros
alegres, humorísticos, incluso ligeros. Cuando pude al fin olvidar,
gracias a la escritura, entonces quise volver a recordar, y escribí El olvido.
Pero callado, lo que se dice callado, solo estuve a los 27 años.
Aunque, si soy sincero del todo, también esta vez tuve meses, y años, de
bloqueo, de odio por la literatura. Pero eso fue tan horrible que
prefiero también olvidarlo”.
“Cuando sonó el teléfono era una hora opaca de invierno en Nueva York,
muy temprano. A esa hora solo llaman borrachos que se equivocan de
número o familiares para dar malas noticias. Quise que fuera lo primero,
pero era Eva, mi hermana:
—Toño, me da pesar tener que llamarte para esto pero mi mamá amaneció muerta en La Oculta”.
Antonio, el primer hermano en aparecer en La Oculta, recibe la noticia de la muerte de su madre
y ese será entonces el motor de una novela cuya estructura es la de
tres monólogos de igual número de hermanos y su relación con La Oculta,
una hacienda que encierra, para los tres, el pasado, el presente y el
futuro. Es ese el territorio en donde han crecido, en donde maduraron
los personajes y donde después ven morir a sus antepasados. Es el
territorio, además, en donde se ha reflejado la descomposición del
campo, adonde ha llegado la torva violencia. “Tal vez escribí La Oculta
porque me pasaron dos cosas. Descubrí que era antioqueño, por algo que
te voy a contar, y encontré, nadando bajo el agua, el cuerpo de un
ahogado en el fondo de un lago. La novela viene de esas dos vivencias.
La primera: en el año 2008, cuando por primera vez recibí algún dinero
de verdad por un libro (El olvido había vendido más de cien mil ejemplares, que para Colombia es mucho),
hice lo mismo que hacen todos los antioqueños (los industriales, los
contrabandistas, los mafiosos, los mineros, los comerciantes, los
profesores, los jubilados): me compré una finca. Pude haberme comprado
un apartamentico en una gran ciudad, por ejemplo en Madrid o en Berlín
(ciudades que me encantan), pero no, me compré una cabaña con algo de
tierra alrededor, en las montañas de La Ceja. Así me di cuenta de que yo
tenía la misma locura que tenemos casi todos los antioqueños: creemos
que lo único que debemos hacer es, como se dice, conseguirnos un sitio
donde caernos muertos. Si no, no estamos tranquilos. Eso lo sienten los
pobres, los ricos, la clase media. Entonces me di cuenta de que debía
escribir una novela sobre el apego a la tierra. Por muy anacrónica que
fuera: una novela rural”.
La sensación que comienza a invadir al lector es la de estar
inmiscuyéndose en una historia privada, algo bucólica, es cierto, que
quizás evade asumir el conflicto y se concentra en lo que cada
conciencia tiene por decir acerca de La Oculta, de su propia
vida, y de sus propios sueños. Los personajes no se encuentran, no
hablan entre sí más que por la interposición de los diálogos que
aparecen en sus propios recuerdos. Cada uno debe enfrentarse a su propia
preocupación. Los tres hablan –o escriben, quizá– en un tono
antioqueño, casi coloquial, que, como dice Abad, puede sonar, a ratos,
anacrónico. “Algunos dicen que la novela tiene que ser urbana; y algo
peor: que las novelas urbanas de Antioquia son malas porque huelen a
boñiga. Pues bien, ese es el riesgo: no solo el riesgo formal de los
tres monólogos sino el riesgo de escribir sobre algo que –en buena
medida– ocurre en el campo, en una finca que está en las manos de la
misma familia desde finales del siglo XIX”.
Le pregunto a Abad si no le da miedo que lo tilden de costumbrista. “Hay
algo que nunca puede sentir un escritor: miedo. Sobre todo miedo a lo
que van a decir los críticos o a la etiqueta que te pongan los
académicos. Miedo a que te digan costumbrista, por ejemplo. En La Oculta hago
que un personaje completamente urbano (de hecho vive en Nueva York),
visite con la memoria y con una fingida investigación histórica su
terruño. El sitio de donde salieron su padre, sus abuelos.
Antonio está suficientemente hastiado de todo lo que es el mundo
contemporáneo, hipertecnológico, frenético, como para poder sentir
nostalgia y apego por lo más apartado, por lo más sencillo y genuino: un
paisaje lejano, escondido, oculto en las montañas de Antioquia, unos
olores, unos colores, unas comidas. Y creo que este no es un sentimiento
que tenga solo él. Nos parece extraño que algunos peces y pájaros
vuelvan a morir al sitio donde nacieron, después de hacer viajes de
miles y miles de kilómetros. Muchos humanos somos también así. Y para
contar la historia no me monté en una lengua literaria sino en la lengua
coloquial que exige el monólogo de tres personas comunes y corrientes,
no particularmente cultas, no muy dadas a la literatura ni al lirismo.
Uso un lenguaje corriente y familiar, natural, como dice usted. Esta es
una novela apegada a la naturaleza y con la mínima dosis de artificio
literario. El único artificio, en realidad, es la búsqueda de una voz
normal, de una voz que parezca –así no lo sea– un reflejo del habla, de
la oralidad”.
Personaje a personaje se entabla un diálogo entre hermanos: primero
Pilar, que se supone es la conciencia, la organización, la disciplina…
lo predeterminado. Segundo, Toño, que es la diferencia, el exilio, lo
excéntrico en un sentido literal del término. Y luego Eva, que podría
ser la laxitud, pero con cierta desazón, cierto desespero de habitar ese
territorio. “Quise que hubiera tres hermanos que hablaran en primera
persona. Quise que hubiera tres yoes, pero que ninguno de esos yoes
fuera yo. Por eso escogí dos hermanas –para obligarme a ser mujer– y un
hermano homosexual –para obligarme a ser sexualmente lo que no soy–.
Ninguno es un verdadero campesino, ni finquero, ni ganadero o
agricultor. Cada uno siente, a su manera, el apego a La Oculta. El apego
y el odio, porque por mantener esa finca en manos de la familia han
tenido que padecer buena parte de las violencias colombianas. Y quise
pintar dos mujeres muy distintas, pero ambas bastante corrientes en el
mundo de hoy: la mujer más tradicional, más parecida a nuestras madres o
abuelas, y la mujer contemporánea, que vive su vida laboral, sexual,
profesional, marital, de un modo mucho más libre. Lo que pasa es que al
ser una generación que está estrenando la libertad, lo vive de un modo
complicado: a veces sereno, a veces retador, a veces culposo. Al hermano
hombre le asigno además la tarea de contar la historia del pueblo y de
la colonización antioqueña del suroccidente, que fue un episodio sui
generis y muy interesante de nuestra historia. Antioquia era uno de los
sitios más pobres y atrasados de Colombia; pero la colonización del sur
creó una inmensa cantidad de pequeños y medianos propietarios y es de
ahí de donde viene la riqueza material y cultural de esa región
colombiana”.
Uno siempre tiene la tentación de hacer exégesis, de interpretar el
sentido oculto de algo. Quizá como lector me equivoco al plantearle algo
que me rondó durante las 347 páginas. Hay algo asfixiante en La Oculta, algo que puede ser una metáfora del campo, del destino de quienes fuimos y quienes somos;
de negar, desde la ciudad, la porción más luminosa; de olvidar, como
nación, que decidimos crecer de espaldas al país. Abad me corrige: “Esta
no es una novela etnográfica sobre el campo antioqueño; ni una novela
sociológica sobre la situación del campesino colombiano. Ni una novela
comprometida que denuncie el despojo de la tierra o el abuso de los
terratenientes. Esta es una novela en la que unos hijos de la ciudad
descubren, atónitos, que siguen apegados a la tierra de sus abuelos, así
ya no vivan en ella ni de ella. Yo no sé si esto ocurra en otras
partes. No es un novela de terratenientes, de grandes propietarios, ni
de campesinos sin tierra: es una novela de una pequeña o mediana
propiedad rural que no produce casi nada; o que produce algo muy
importante: una gran sensación de apego al sitio, y de paz espiritual
por estar ahí, metidos en un paisaje. Eso es todo. Colombia se volvió un
país urbano, sí: pero vivimos todos apeñuscados en los Andes. Más del
70 % del país está casi despoblado: la mayor extensión de Colombia
consiste en selvas y latifundios. Hay unas partes de Antioquia donde eso
es una excepción: no el minifundio ni el latifundio, sino el mesofundio
antioqueño”.