Hay novelas
que se leen como si se escucharan. Es decir: la escucha no está dada
por el manejo que el escritor haga sobre la oralidad (¿qué es la
oralidad en la literatura?), tampoco sobre la llamada musicalidad de las
palabras, o bien, la intención de un escritor de hacer juegos poéticos
con sus frases (eso que todos conocen como prosa poética). Hay novelas
que son puro ruido. Y en ese caos sonoro está dada su particularidad; su
musicalidad atonal. En Encuentros secretos, tercer libro de Kobo Abe
editado por Eterna Cadencia, el gran renovador de la narrativa japonesa
de posguerra hace de la textura un caos de sonidos, ruidos metálicos, un
laberinto sonoro hacia donde lanza al personaje principal en la
búsqueda frenética por recuperar a su esposa, quien ha sido abducida por
las fuerzas misántropas de un hospital.
El símil procesal con Kafka resulta inevitable: un día caen unos
tipos vestidos de blanco en la casa del hombre con la obligación legal
de llevarse a su esposa. El hombre sigue los pasos de los enfermeros y
termina enredado en los pasillos y vericuetos de un hospital; un tour de
force clínico. Abe parecía bastante obsesionado por el placer sexual,
por las relaciones amorosas, y sobre todo por eso que distancia a un
hombre de una mujer en una sociedad como la japonesa, de posguerra, y
después de que Occidente (más que nada EE.UU.) sentó sus bases
culturales en las grandes urbes niponas. Como en La mujer en la arena,
donde un buscador de insectos terminaba atrapado en una casa de duna
prisionero de una mujer blanquísima y misteriosa, y de un montón de
trabajadores de arena, Encuentros secretos es también una metáfora sobre
la pareja, y otra muestra de la obsesión de Abe por las mujeres; toda
la novela se puede leer en clave psicoanalítica. De ahí que encuentre en
los “lugares” secretos de ese hospital un gerente que vende su esperma
para hacer un dinero extra y una adolescente que se entrega a los
placeres sexuales ajenos sin satisfacer su propio deseo.
El relato se apoya sobre una dualidad; el hombre transcribe en
tercera persona los eventos que le sucedieron en el pasado (¿remoto?
¿reciente?), que mantiene grabados, como una historia clínica lisérgica,
en distintas cintas, y que le son narrados por un caballo (o lo que él
cree ver como caballo), como una suerte de gurú sexual avalado por el
tamaño de su humanidad. El hombre decide transcribirlas en tercera
persona para mantener cierto rigor objetivo, pero no puede evitar
confundir en diferentes ocasiones la primera por la tercera y a la
inversa, confundiendo al mismo tiempo los diversos tiempos de
enunciación: se habla de un presente que se remite al pasado, o de un
pasado en tiempo presente. El relato de la transcripción se construye en
la disolución de la búsqueda del personaje; la mujer (el objeto de
deseo) termina siendo apenas una excusa para que el personaje sea
testigo (no partícipe) de diversos y complicados experimentos sexuales
que son llevados a cabo en las esquinas oscuras de las salas médicas.
Lo que en Kafka terminó derivado en un adjetivo parece tener un
mismo destino para Kobo Abe (sobre todo en los días que nos tocan vivir
hoy día), como si el mundo de las leyes que tanto pesaban en los hombros
del joven Franz hubiera encontrado una sucursal japonesa, pero en el
régimen médico. Y, del mismo modo que hoy leemos a Kafka atravesados por
su risa mordaz hacia las instituciones que moldearon el futuro del
siglo XX, en Abe esa risa se hace ostensible en el juego de la trama:
los pasos de comedia guían las peripecias que el hombre tiene que
atravesar para (no) encontrarse con su objeto de deseo. El mundo que se
abre en Encuentros secretos poco y nada tiene que ver con la historia de
la clínica médica: la normativa del cuerpo mediante el control del
lenguaje no encuentra lugar en Encuentros secretos, pero tampoco se
trata de soltar el lenguaje para narrar su delirio, sino que la
disfuncionalidad del personaje principal en su búsqueda se convierte en
un juego de duplicidades, una suerte de videojuego cerebral dispuesto en
un paisaje asfixiante de fluidos, ruidos y jadeos; la idea de un
hospital donde los cuerpos son liberados hacia una desviación del
placer.