La filósofa española Beatriz Preciado
habla de transfeminismo, teoría queer y su experiencia con la
testosterona, que terminó plasmada en un "ensayo corporal" titulado Testo Yonqui
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Beatriz Preciado estará en el Hay Festival de Cartagena./elespectador.com |
Usted estudió filosofía y luego hizo un doctorado en
teoría arquitectónica. ¿Fue por placer que estudió lo uno y luego lo
otro, o cree que hay una conexión entre ambas cosas?
Yo
siempre me sentí diferente, nunca me sentí en la norma porque los otros
me veían como alguien diferente. Desde muy pequeña fui "la lesbiana".
Luego vi la filosofía como un lugar en el que podía adquirir un conjunto
de instrumentos críticos que me permitieran redefinir las relaciones
entre lo normal y lo patológico. Yo no estaba enfermo o enferma, y por
eso sentía que había que redefinir los términos y las categorías con las
que se había pensado lo masculino y lo femenino. Aunque mi formación en
filosofía en España fue muy clásica, fue allí que leí a Marx, por
ejemplo, que luego me serviría para pensar en la redefinición de la que
te voy a hablar.
En la universidad me veían como una mujer (yo no
me defino como mujer) y como una lesbiana, así que no tenía nada que
hacer en el medio académico español del momento. Pedí una beca
Fullbright y me fui a Estados Unidos, que estaba pasando por un momento
de reconfiguración de todas las disciplinas en el que se estaba
produciendo un ataque de los saberes subalternos (el pensamiento
feminista, el lesbiano y lo que luego fue la teoría queer, el
pensamiento poscolonial o descolonial, entre otros) contra los lugares
de producción de saber que eran la universidades. Allí conocí a Jaques
Derrida, y por eso después me fui a trabajar a Francia.
Mi entrada
en la teoría de la arquitectura tuvo que ver con el hecho de que me
interesa cómo se construye y cómo se normaliza el cuerpo en la
modernidad. Empecé a pensar el cuerpo no como algo natural, sino como un
espacio de inserción de tecnologías que son, en realidad, técnicas de
gobierno que normalizan los cuerpos, ya sea para la producción
industrial, ya sea para la producción sexual o de diferencias
jerárquicas entre lo normal y lo patológico, lo heterosexual y lo
homosexual, lo biológico y lo anormal, las razas blancas y las no
blancas, etc.
Cuando llegué a la Universidad de Princeton había un
grupo de teóricos trabajando sobre una historia crítica de la
tecnología, y para mí el cuerpo es como una arquitectura de la
modernidad, o una de las tantas. Pero como esa arquitectura la vivimos
de forma encarnada, no nos damos cuenta de lo que es, pensamos que es
algo natural cuando en realidad es una construcción. Eso explica que yo
acabara haciendo un doctorado en teoría de la arquitectura y que esté
siempre en contacto con arquitectos. Me gusta pensar la realidad como un
espacio de transformación tecnológica.
Tengo
entendido que su obra Manifiesto contrasexual se ha convertido en una
referencia de la teoría queer. ¿Qué es exactamente la teoría queer?
Se
podría decir que es la teoría de los anormales, de aquellos que fueron
considerados enfermos por los discursos médicos inventados en el siglo
XIX. Es incluso la teoría de los cuerpos subalternos. Allí cabrían desde
los gays hasta las lesbianas, pero también todos los sujetos y cuerpos
que han sido pensados por el discurso colonial y disciplinario de la
modernidad como inferiores. Sin embargo, yo cuestiono el origen de esa
teoría, porque en principio queer es un insulto: quiere decir "maricón" o
"tortillera". Lo que ocurre es que a finales de los años 80, en el
momento de la crisis del sida en Estados Unidos, pequeños grupos se
apropian de esa injuria y hacen de ella un lugar de reflexión crítica y
acción política. Esto sucede dentro de la genealogía norteamericana, que
me parece que debe ser cuestionada (porque es una genealogía muy
dominante hoy) desde otras tradiciones, como la colombiana o la
española, o incluso la francesa (aquí dicen "franceses" y piensan que
son "lo europeo", pero no sé si estás al tanto de cómo está Francia
ahora en términos de género y sexualidad. ¡Está peor que Colombia!).
Volviendo
a lo que pasó en Estados Unidos, en los años 80 hay un movimiento muy
fuerte de políticas de normalización gays y lesbianas, que se traduce en
la petición del matrimonio homosexual, los derechos de adopción de los
homosexuales y en todo un conjunto de políticas de igualdad que pretende
generar cambios legislativos. Ese proceso de normalización en Colombia o
en Chile, por ejemplo (o en España y Francia, donde el debate sigue
abierto) se está dando ahora, y eso lleva a que no podamos hablar del
mismo proceso y de las mismas genealogías. Lo interesante del caso
estadounidense es que hace tres décadas surgen grupos que no quieren la
normalización, sino que cuestionan el binarismo y cómo se producen
históricamente las relaciones entre heterosexualidad y homosexualidad,
masculinidad y feminidad. Lo que se cuestiona, entonces, es la
institución matrimonial misma.
Frente al movimiento de
normalización (que se conoce como movimiento LGBTI) habría entonces otro
movimiento, el queer (al que llamamos en Europa "transfeminismo"), que
lo que cuestiona es la oposición entre masculinidad y feminidad,
heterosexualidad y homosexualidad, y también las relaciones jerárquicas
de razas blancas y no blancas, cuando es posible que haya una
multiplicidad de formaciones morfológicas y somáticas que no tienen que
pasar por el binarismo. No sé, a lo mejor existen cuatro personas que
quieren adoptar a alguien, o adoptar en grupo a tres personas que viven
en la calle. ¿Por qué lo uno o lo otro, necesariamente? ¿Por qué la
maternidad normativa o la adopción gay? Yo diría, entonces, que el queer
es el movimiento más radical y más utópico, porque afirma que las
modificaciones sociales no pueden hacerse únicamente a través de cambios
legislativos.
Son necesarias transformaciones profundas de las
definiciones de lo normal y lo patológico, y eso trasciende la
sexualidad. En una sociedad como la neoliberal, que de manera cíclica y
premeditada permite que haya un volumen de personas desempleadas que
sirve como reserva infinita de mano de obra, ¿cómo es posible que
sigamos juzgando y patologizando a una persona que no tiene trabajo? Por
lo tanto no se trata únicamente de cuestiones de sexualidad. Yo no me
creo homosexual, el que se crea homosexual o el que se defina como
heterosexual, que se siga definiendo con categorías del siglo
diecinueve, ¡yo no tengo por qué definirme de esa manera! Y no porque me
crea mejor que el resto, sino porque uno puede adoptar una posición
crítica con respecto a su propia subjetividad.
Esto es mucho más
difícil hacerlo cuando uno está en posiciones de "normalidad". Es decir,
la persona heterosexual dice: "Yo no soy heterosexual, yo soy normal".
Pero creo que hay un momento, muy necesario socialmente, que es el del
reconocimiento del privilegio: es posible que yo por ser blanco y
europeo evidentemente tenga un privilegio social y político. Luego hay
un segundo proceso, que yo llamo "de subjetivación crítica", que
consiste en decirse: "Estoy en condiciones de renunciar a mis
privilegios en beneficio de una redefinición de las relaciones sociales
de poder". Puede haber, por ejemplo, una separación de la
heterosexualidad como práctica y como régimen político. No se trata
simplemente de con quién se va uno a la cama, se trata de definir en qué
régimen político me inscribo, cómo estoy pensando las relaciones de
poder. Por eso es que puede haber personas homosexuales que tienen
posiciones totalmente normativas, o heterosexuales involucrados en el
movimiento queer. Esa diferencia, entonces, ya no sirve políticamente.
En
Colombia no ha habido un verdadero desarrollo de teorías feministas, y
en el mundo ya se está hablando de pos feminismo. ¿En qué radica la
diferencia entre una y otra corriente?
Es curioso: si yo
vengo a Colombia me dicen que no hay feminismo, pero si voy a España me
dicen lo mismo. Sí lo hay, el problema es que no está representado
mediáticamente, en los espacios de poder, en la institución académica.
Lo que ha habido es un borrado sistemático de las tradiciones críticas
del feminismo, y también del anti esclavismo y el discurso anti
colonial. Ese es un problema mundial. En una franja pequeñísima del
espectro universitario americano ha habido un esfuerzo por
institucionalizar los estudios feministas, pero eso es un logro
tremendamente frágil que está constantemente sometido a críticas.
Esta
es también la situación de muchas otras minorías, y lo que más llama la
atención es que pensemos a las mujeres como una minoría política,
aunque sean el 51% de la población. Son minoría porque en términos
hegemónicos están en una posición subalterna. Eso no quiere decir que
las mujeres sean unas víctimas, sino que hay un conjunto de estructuras
sociales que legitiman y naturalizan la opresión de las mujeres. Me
parece inadmisible. Punto. Yo por eso no me defino como mujer, pero sí
como feminista, o mejor, como transfeminista, porque no creo en las
división entre hombre y mujer. Ese es el mismo sistema binario que
existe en la lucha por el derecho al matrimonio y la adopción
homosexual. Vale: que los gays se casen, que tengan hijos, es decir, que
se integren al conjunto de relaciones que definimos como heterosexuales
para alcanzar el estatus de “normalidad” si así lo quieren.
Ese
es el movimiento tradicional, mientras que el movimiento queer, o
transfeminismo, cuestiona la producción de la norma. Su raíz
evidentemente es la crítica a la opresión histórica de las mujeres, pero
ha avanzado al cuestionar las diferencias entre hombre y mujer, para
que no se reproduzcan históricamente. ¡Luego que cada cual se pare en
donde quiera! Eso es una elección, el modo como yo me constituyo como
sujeto político. Muchas mujeres, y muchas feministas, dan por hecho la
existencia de una diferencia natural y biológica, y lo que defienden es
el restablecimiento de una especie de igualdad política entre los
hombres y las mujeres. En realidad es más complejo, y es posible que el
movimiento feminista haya fracasado precisamente por cerrarse a la
categoría de mujer. Es lo mismo que ha sucedido con movimientos
indigenistas, por ejemplo. Yo abogo por un indigenismo crítico, no por
un indigenismo naturalista. El indígena y la mujer son proyectos a
futuro, no son condiciones dadas de antemano. Por eso hablo de
transfeminismo, porque creo que hay que cuestionar la naturalidad del
binarismo sexual. No hablo de posfeminismo porque no creo que el debate
feminista se haya superado. ¡Es que estamos peor que nunca! Es muy
complejo y paradójico lo que sucede ahora.
¿Cree que
Michel Foucault, el pensador clásico que habló por primera vez de
biopolítica y de producción de subjetividades, sigue interpelándonos?
¿De qué manera? ¿Cómo lo lee usted?
Foucault cambió mi
manera de leer la historia de la sexualidad, y creo que en términos
teóricos y conceptuales yo sigo el proyecto que Foucault comenzó. Quizá
la única diferencia es que él era un historiador que miraba
retrospectivamente cómo la sexualidad se había producido como una
técnica de normalización humanística en los siglos XVIII y XIX, aunque
estuviera escribiendo en el momento de la emergencia de movimientos
homosexuales y feministas (tal vez no hablaba de ello porque seguía en
el closet, porque dejaba en suspenso su posición sexual). Él no trabajó
sobre el efecto que las políticas minoritarias podían tener sobre los
discursos dominantes, y tampoco sobre un conjunto de transformaciones en
las técnicas del cuerpo que estaban teniendo lugar precisamente durante
los años 50, 60 y 70.
Yo, siguiendo un poco el proyecto
foucaultiano, intenté hacer una genealogía crítica de las técnicas que
aparecen precisamente desde la Segunda Guerra Mundial. Desde ese
entonces muchas de las técnicas de normalización biopolítica cambiaron
por la entrada de lo que llamo “tecnologías blandas” (bioquímicas,
digitales, informáticas, audiovisuales), que transformaron por completo
cómo se estaba produciendo la división entre lo normal y lo patológico
en términos sexuales. No es una crítica a Foucault. Él inicia un
proyecto que deja inacabado (por su propia muerte), y ahora somos muchos
los que queremos reconstruirlo, pero pensando en las transformaciones
que ha habido desde los años 50, aquellas de las que Foucault no alcanzó
a hablar.
Usted dice que la academia es la que impone
la norma y es una institución cerrada, pero muchas veces la teoría nace
y permanece en la academia. ¿Cree que la teoría queer realmente
trasciende el ámbito académico? ¿Y cree que la filosofía efectivamente
sale o debería salir de las aulas? ¿Cómo lograrlo?
Yo
realmente no hago una crítica de la institución por la institución.
Trabajo en una universidad y también en el Museo de Arte Contemporáneo
de Barcelona porque me interesa mucho trabajar con artistas, con gente
que viene del ámbito académico y con los activistas, que en algunos
casos no tienen formación académica acreditada. Me interesa lo que
ocurre cuando toda esta gente trabaja en conjunto. Antes había una
división muy clara entre todas esas instancias, pero creo que la
política es un espacio de invención colectiva, y si queremos transformar
las relaciones de poder raciales, de género y sexuales, tenemos que
imaginar otro conjunto de relaciones, y tenemos que desear el cambio.
No
podemos llevar a cabo una transformación social que no deseamos, y la
mayoría de la población no la desea de verdad porque quiere mantener sus
privilegios sociales y políticos. Lo que hay que modificar es la
estructura del deseo, y eso solo se hace colectivamente. Se trata,
además, de un proyecto artístico, pues debe cambiar el modo en que
representamos los cuerpos y las relaciones de poder. El cine y la
literatura deberían ser espacios de crítica, pero en algunos casos son
espacios de normalización que perpetúan el binarismo. Por ejemplo, el
cine de Hollywood lo hace (y no hablo del cine latinoamericano, porque
sería más complejo), siendo que necesitamos imaginarios políticos
disidentes que debemos construir juntos. Los activistas no pueden estar
desligados de la crítica, pero tampoco pueden dejar de pensar el ámbito
social como un ámbito creativo. La academia no puede estar solamente en
la universidad, y los artistas tampoco pueden estar pensando en la
belleza en términos abstractos.
En vez del Hay Festival, en el que
la gente viene acá a ver conferencias de una hora, yo traería a diez
activistas, diez artistas y diez críticos y los pondría a reconstruir la
historia de Cartagena, a pensarla desde un imaginario político de
transformación social, no desde las convenciones capitalistas y
coloniales que sitúan a Cartagena donde la sitúan.
A
propósito de su libro Testo Yonqui ¿cómo concibe la relación entre vida y
filosofía? ¿En qué momento la filosofía se mezcla con la vida?
La
relación directa entre lo uno y lo otro es algo que yo aprendí tanto de
la teoría feminista como de Derrida, que practicaba el ejercicio de la
filosofía en primera persona. Con esto quiero decir que la filosofía es
siempre un ejercicio de ficción, de ficción crítica. Es por eso que digo
que Testo Yonqui es un “ensayo corporal”. Ese texto tiene algo
particular: refleja mi decisión de inventar para mí un protocolo de
administración de testosterona, que generalmente se le administra a
quienes reconocen médicamente como hombres y tienen una falta de
testosterona, o a quienes quieren un cambio de sexo. Ellos pasan a ser
“enfermos”, y la testosterona sería la terapia ante ese diagnóstico
clínico. Yo decidí tomarla no para cambiar de sexo, sino porque me
interesaba el proceso de transformación crítica y corporal, y además
decidí hacerlo con dosis mínimas (homeopáticas, por decirlo de algún
modo) y fuera de un protocolo médico. Después quise transformar ese
ejercicio en escritura, y al mismo tiempo empecé llevar a cabo, durante
los nueves meses que duró el experimento, una investigación de la
historia tanto estética como política de las hormonas. Testo Yonqui es
la mezcla de teoría y práctica, pero como cualquier texto
autobiográfico, terminó siendo también un ejercicio de ficción.
Aunque
no sea escritora de novelas, qué opina, desde el horizonte teórico en
el que se mueve, del viejo –y para mí poco fructífero– debate sobre la
“escritura femenina”. ¿Cree que hay tal? Y si la hay ¿se trataría más
bien de un constructo ideológico atravesado por un montón de discursos
anti feministas y retrógrados? ¿Hay realmente una voz, una perspectiva o
una manera de ver la realidad que sea propiamente femenina?
No…
Eso es tremendo. Me parece que considerar que hay una escritura
femenina es pensar que el cuerpo femenino, como naturaleza, produce una
escritura característicamente femenina. Lo que sí creo es que, si las
mujeres como minoría histórica y subalterna estuvieron excluidas de la
producción literaria, a partir de Virginia Woolf, y sobre todo a partir
de los años 60, empiezan a acceder a la escritura como lugar de
producción de sentido, de conocimiento, de verdad. Ese movimiento es
importantísimo, pero no corresponde con lo que se entiende por
“escritura femenina”. Es más bien el proceso en el que la mujer, como
sujeto político subalterno, se reapropia de la escritura para definir la
realidad y el proceso social.
De la misma manera me parece una
aberración hablar de escritura homosexual, o de escritura masculina.
Otra cosa aberrante, que viene con eso de la escritura femenina, es el
hecho de que las mujeres son mujeres antes de ser escritoras. Hay
conversatorios literarios en que tres escritoras que no tienen nada que
ver en la manera como escriben o en las temáticas que abordan son las
invitadas simplemente porque son mujeres. ¡Es horrible! Y sucede en
todas partes. Es terrorífico que las mujeres se presten para eso.
Definitivamente hay que hacer una crítica transfeminista de la escritura
para aprovecharla como un espacio que logre desestabilizar las
oposiciones de las que hemos estado hablando. Si la escritura no es un
arma de transformación, estamos perdidos.