sábado, 3 de marzo de 2012

Ciclo: Una imagen necesita más de mil palabras


Literatura y cine colombianos


Cóndores no entierran todos los días

Gustavo Álvarez Gardeazábal



Gustavo Álvarez Gardeazábal narra en esta novela la tragedia de León María Lozano, modesto empleado de una librería, un católico ferviente y un buen ciudadano, quien termina convirtiéndose en asesino como resultado del bipartidismo político. La lucha entre liberales y conservadores en Colombia en 1948, genera el contexto para este drama de un simple hombre que crece hasta alcanzar una posición con mucho poder local como jefe de un grupo de asesinos.

"Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio. Quizás tampoco vaya a tener conciencia exacta de lo que va a vivir, porque lleva tantos días y tantas noches acercándose cada vez más al final que mañana, cuando se produzca oficialmente la muerte de su angustia, volverá a sentir por sus calles, por sus entrañas, el mismo terror que sintió la noche del veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y nueve, al oír los cinco balazos que acabaron con la vida de don Rosendo Zapata y le notificaron que los muertos que habían estado encontrando todas las mañanas en las calles, sin papeles de identificación y sin más seña de tortura que un tiro en la nuca, eran también de Tuluá y no de las montañas y veredas, como inútilmente habían querido mostrarlo. Fue el primer muerto oficial, como el de mañana será el último, y aun cuando muchos han querido mostrarlo como el del comienzo de este transitar incierto de Tuluá, sus gentes saben muy bien que no es así porque la noción de muerte que ha llenado sus casas empezó antes de que el nueve de abril la chusma liberal colgara de las cuerdas del campanario a Martín Mejía, quemara el teatro Ángel, saqueara la ferretería de don Lucio y repartiera en el parque Boyacá las cincuenta y seis cajas de aguardiente que había en el estanco. Martín Mejía fue el único muerto de ese día y el único muerto conservador de muchos meses. Aunque jamás se metió en política y la -única vez que supieron de su conservatismo fue el día que llegó Ospina Pérez y él prestó su carro negro para entrarlo desde Los Chancos hasta el parque; Tuluá no pudo olvidar en ese día que él era quien desde hacia doce años venia vendiéndoles con recargo cereales, abarrotes y paños. Por eso quizás lo colgaron del campanario y le vaciaron íntegramente su cadena de almacenes. Pero si ese nueve de abril, Tuluá sintió terror y vio arder las casas y esquinas que más le significaban en su historia de ciudad antigua, no lo tomó en serio, y una semana después construyó, por colecta, un mausoleo especial para Martín Mejía y contrató arquitectos para que las esquinas tradicionales volvieran a ser lo que habían sido por siglos. De ese viernes nueve de abril, Tuluá no quiso grabarse ningún acto de depravación ni las caras de quienes encabezaban la turba, pero si elogió y convirtió en una leyenda la descabellada acción de León Maria Lozano cuando se opuso, con tres hombres armados con carabinas sin munición, un taco de dinamita que llevaba en la mano y una noción de poder que nunca más la volvió a perder, a que la turba incendiara el colegio de los salesianos e hiciera con los curas lo mismo que en las otras ciudades y poblados hicieron ese día: que los colgaran de sus partes nobles, les echaran candela a sus sotanas o los hiciesen salir desnudos por las calles. León Maria Lozano, vendedor de quesos en la galería, lo impidió. Nadie, ni siquiera él, llegó a saber nunca cómo fue capaz de atajar la turba, y si Tuluá y él se preciaron por mucho tiempo de esa acción, fue más bien por el resultado obtenido en comparación con las otras partes donde alcanzó a hacer efectos la rebelión frustrada, y no por lo que en si ella significó como acción valerosa y dramática.

La turba había llegado hasta la esquina de misiá Mercedes Sarmiento. Allí había hecho la última parada antes de decidirse a atacar el colegio. Cuando llegó a ese punto, ya no era la escuálida fila india de desarrapados que había quemado muy a la una y media de la tarde, apenas si media hora después de que la radio gritó que habían matado a Gaitán, el depósito de telas de don Anibal Lozano y el almacén de imágenes de don Antonio Candamil. Cuando misiá Mercedes Sarmiento, amparada acaso en su prestigio de liberal, se asomó por la ventana de su balcón y vio casi toda la cuadra llena de liberales conocidos, desarrapados anónimos, teas encendidas, machetes sin afilar, y olió el fuerte anís del aguardiente, supo que la rebelión había tomado forma y que aunque se interpusiera ante la masa energúmena haciéndola valer sus contribuciones al directorio liberal municipal, a la campaña de Gaitán y a la de Turbay, ella ya no podía atajar el fin del colegio donde no solamente se habían educado sus tres hijos mayores sino donde en los osarios de la capilla guardaban los restos de su marido. Cerró el balcón y como no había teléfono que funcionara porque Chepita cerró la central apenas le olió a candela de butaca de teatro, prendió el ramo bendito, el cirio de San Blas y las espermas de Tierra Santa, regó el agua de Lourdes disimuladamente sobre la calle y entonó un trisagio en todo el centro del patio de su casa.

León Maria Lozano no hizo lo mismo. Apenas vio desde la puerta la turba arrasadora de todo lo que valía en su pueblo aproximándose al colegio, adivinó la intención. Llamó a su cuñado, al que no le hablaba desde cuando se supo en Tuluá que él era padre de dos hijas con doña Maria Luisa de La Espada mientras que no tenia ninguna con su hermana Agripina, le tocó la puerta a su vecino el cabo Rojas y le gritó por el solar a don Diomedes Sanclemente. Sacó de su armario la escopeta de fisto que le habían dejado empeñada los Torrente de Barragán por la caja de pastillas de cuajo, le gritó a su cuñado que sacara las dos carabinas de cacería y se valió de don Diomedes para que trajera uno de los tacos de dinamita que le habían sobrado de su última guaquearía. Con ellos tres y sus anticuadas armas y él llevando en la mano el taco de dinamita y un pucho encendido en la boca, se midió a la turba en la esquina de la casa de doña Midita de Acosta, en donde empezaba la construcción del colegio. Doña Midita recuerda tan bien esos momentos que cada que le da el ataque, porque oye otra vez el quejido misterioso que le anunció la muerte de su marido en uno de los tantos días de muerte vividos por Tuluá, empieza a recitar, detalle por detalle, las palabras que se cruzaron entre el sacristán de San Bartolomé y el zapatero de la cárcel por un lado y León Maria y don Diomedes por el otro. León Maria y su cuñado estaban en el andén del colegio, don Diomedes en el centro de la calle y el cabo Rojas en el andén de doña Midita. Hasta aquí llegaron, tronó León Maria por encima del pucho humeante. Compañero, le contestó el zapatero cuando lo vio en arrastraderas, con la correa sin abrochar y la cabeza mostrando que le hacia falta un sombrero. Godo marica, le gritó borracho el sacristán que después de haber servido durante casi un cuarto de siglo al padre Ocampo apareció liberal. Nada más se dijeron, aunque doña Midita recite cada día más cosas en sus caminos de extravió. El padre González, que estaba asomado en una de las ventanas, también asegura que nadie dijo nada más, el zapatero se perdió en las filas interiores de la turba, pero el sacristán alzó la botella, gritó incoherencias incitando al asalto y terminó tirando la botella a los pies a León Maria. Don Diomedes cargó la escopeta de fisto y el cabo Rojas hizo sonar el clic de la carabina. León Maria los vio venirse entonces -con una tranquilidad que Tuluá hoy seguramente está recordando-, se sacó el pucho de la boca y encendió la mecha del taco. Ahí les va, chusma atea. Y salió corriendo para su casa con sus tres compañeros. A misiá Midita, por taparse los oídos, se le olvidaron sus porcelanas de Baviera y al padre González los anteojos. La chusma frenó en seco, los que pudieron devolverse lo hicieron, los que no, salieron despavoridos por las calles laterales. Cuando el taco estalló ya León Maria estaba muy lejos y los últimos de la turba habían vuelto a la esquina de misiá Mercedes. Se le rompieron las porcelanas de Baviera a doña Midita, los anteojos al padre González y se abrió tal boquete en todo el medio de la calle que por allí, meses después, muchos creyeron que era por donde brotaban los cadáveres que aparecían tirados en las calles de Tuluá todas las madrugadas, puesto que no hubo poder humano capaz de hacerles ver a los trabajadores del municipio que ese hueco existía aunque por allí pasaba todos los días Pedro Bejarano, el chofer del alcalde. Fue algo así como una condecoración no otorgada a León Maria Lozano y que sirvió para alentar la leyenda y entonces empezar a decir que un solo hombre, armado con un tabaco y sentado encima de una caja de dinamita, había ido tirando uno a uno los tacos, devolviendo una chusma de casi cinco cuadras que ya había sembrado el pánico y la destrucción. Doña Midita fue la encargada de empezar a divulgar su versión y a aumentar a cada visita el diálogo que terminó recitando solamente en sus días de desvarió. León Maria, sin embargo, no fue consciente en los primeros días de lo que había hecho, y aun cuando siguió madrugando para ir a vender en su puesto de la galería, poco a poco se fue dando cuenta que no solamente le compraban más quesos, en algo así como el premio por su labor católica, sino que los muchachitos de las escuelas pasaban por su puesto del costado sur del patio de los plátanos como quien va a mirar las vistas de tipos de la película del teatro.

Eso cambió totalmente su modo de actuar. Desde cuando don Marcial Gardeazábal lo contrató como mensajero de su librería hasta cuando Gertrúdiz Potes le consiguió su puesto de quesos en la galería, él no había dejado de ser el mismo hijo de misiá Obdulia, la esposa de don Benito Lozano, el contador de los ferrocarriles. No pasó del cuarto de primaria porque los ferrocarriles no sólo no pagaban bien el trabajo de su padre, sino que le apuntaron una infección en el ojo por un sucio del tren que le cayó un día, y que finalmente le pasó al otro hasta dejarlo ciego, obligándolo a retirarse de la contaduría y a vivir de lo que su mujer alcanzaba a coser en la Singer vieja que compró a plazos donde don Godofredo Gómez. Por eso fue que se colocó en la librería de don Marcial como mensajero.

Todavía los liberales colocaban conservadores y los conservadores trabajaban con liberales. Primero empezó haciendo mandados, después cobrando las cuentas de la tipografía que don Marcial tuvo que poner porque en Tuluá nunca, ni siquiera en los días de violencia en que todos tenían que encerrarse en sus casas a las seis de la tarde, se han vendido libros en demasía. Años más tarde, León Maria, que ya iba llegando a los quince, terminó de dependiente principal de la librería y aunque no sabia leer mucho le correspondía abrirla los domingos mientras don Marcial iba con su mujer y sus nueve hijos a la misa de once en San Bartolomé. Fue por esos días que le correspondió ser testigo de la llegada de Yolanda Arbeláez, la hija de los de La Esmeralda.

No aria diez minutos que Agobardo Potes había repicado por última vez desde San Bartolomé para la misa de once cuando León Maria alcanzó a oír, en el silencio profundo que los pueblos escogen como decoración todos los domingos, el trote acelerado de una bestia. Primero se imaginó que era un borracho y hasta alcanzó a pensar, cuando se dio cuenta de la soledad del pueblo, que podría ser uno de los jinetes del apocalipsis que desde hacia días dizque andaba perdido por las montañas de Barragán, pero cuando salió a la puerta a ver por qué calle venia y miró para la entrada de La Rivera y vio una tea encendida sobre una bestia que galopaba hacia el parque, se santiguó dos veces, miró el cielo -esperando síntoma de lo que hablaba la escritura- y entró a protegerse entre los libros. Sólo cuando como una exhalación pasó la llama sobre la mula y en vez de la guadaña del jinete del apocalipsis se oyó un quejido de muerte, él salió otra vez a la puerta y vio lo que podía ser una niña entre las formas de las llamas que ya la consumían totalmente mientras la mula trataba de botarla, parada en el andén del atrio de San Bartolomé. Cogió uno de los cartones viejos en que llegaba el papel del Canadá y abandonando su puesto se abalanzó a tratar de apagarle la muerte a la que resultó ser la hija de los Arbeláez de La Esmeralda, los únicos conservadores que quedaban en la montaña de La Rivera.

Cuando cayó sobre ella ya el padre Ocampo había interrumpido la misa y con la botija del agua bendita trataba de hacer lo mismo que León Maria pretendía con los cartones viejos. Al fin ninguno de los dos pudo hacer algo porque don Carlos Materón, más previsivo, había roto el hidrante que le pusieron en la esquina y todos los de la misa que habían salido atraídos por el quejido lastimero aventaron el agua con las manos al achicharrado cuerpo de Yolanda Arbeláez.

El padre Ocampo le dio las últimas bendiciones y en una de las bancas de la iglesia, envuelta en las sábanas de la casa cural, acabó de gemir la última victima de la matanza de La Esmeralda, donde murieron no solamente sus padres y sus tres hermanos mayores, sino cinco de los peones, cuarenta y nueve gallinas, dos vacas y un perro. León Maria se quedó mirándola morir y cuando vio que ella ya no gemía y que de su carne y de su pelo sólo quedaba una masa informe y que de la mula apenas si se veían pedazos de carne viva, volvió a la librería, se sentó en la silla de don Marcial y esperó el momento en que el ataque de asma le empezara. así era siempre que tenia una dificultad. Comenzaba a silbar con sus pulmones, a caminar enloquecido por la casa, a abrir desproporcionadamente la boca y a esperar el momento en que ese desafío de la vida terminara.

La mañana del domingo de la muerte de Yolanda Arbeláez le duró más de lo previsto porque cuando don Marcial volvió y lo encontró con los brazos en cruz caminando por entre pasadizos de libros, él todavía silbaba sin querer, espantando hasta las polillas de sus más recónditos escondrijos entre las pastas de los libros de la colección Bruguera. Fue después de ese ataque que él empezó a usar el fuelle de cuero para cada ocasión que lo necesitaba. Se lo regaló don Marcial, conmovido del espectáculo que su empleado le representaba con los brazos abiertos buscando un aire que no parecía llegarle desde muchas generaciones anteriores. Sin embargo, no lo cargó nunca entre sus cosas, sino que lo mantuvo encima de la repisa de su casa, primero donde misiá Obdulia, donde vivió hasta que conoció a Maria Luisa de La Espada y después en la que tenia en la entrada de su casa en seguida de los salesianos. Como el ataque no le daba sin antes anunciarse con una depresión en lo profundo del pecho, un vacío de vida y un deseo de muerte, no tuvo necesidad ni de cargarlo ni de tenerlo en su puesto de quesos de las galerías, a donde llegó por los días en que misiá Obdulia se quedó viuda y él tuvo no sólo que ayudar a enterrar a su ciego, sino tomarse la responsabilidad que aun desde su silla de impedido para la visión siempre llevó el contador de los ferrocarriles.

No alcanzó a trabajar siete años con don Marcial, mucho menos a leerse cuatro libros en todo ese tiempo porque a don Benito también le llegó la hora. Una mañana llegó a su casa antes de las doce (hora exacta en que siempre iba llegando con el periódico bajo el brazo a sentarse en la silla al lado de su padre para leerle en voz alta lo que el viejo ya no podía), sintiendo el vacío de muerte que le anunciaba el próximo ataque de asma. Fue la primera y única vez que lo confundió. Cuando llegó dispuesto a pararse en medio del patio a echarse viento con el fuelle, se encontró con que el vacío de muerte que había sentido era el mismo que su padre vivía. Misiá Obdulia no había llegado todavía de coser en casa de una de sus clientas y aun cuando ya la habían mandado llamar, su marido ciego boqueaba solo en la silla donde, ajeno quizás al transcurrir de la vida, había pasado sus últimos seis años de redención terrena. León Maria lo pasó como pudo hasta la cama, mandó llamar al padre González y él mismo empezó a recitar en el oído de su padre las oraciones de la buena muerte. Su voz gangosa que retumbó en Tuluá por muchísimos años desde el puesto fijo del Happy Bar que tomó como cuartel general de sus andanzas, se oyó ese mediodía en toda la casa de don Benito Lozano. Cuando mis ojos oscurecidos y aterrados por la cercanía de la muerte dirijan a Vos sus miradas lánguidas y moribundas, Jesús misericordioso, tened piedad de mi. Misiá Obdulia rezaba los mil Jesuses y Josefina Jaramillo quemaba ramos benditos en el patio. A las dos de la tarde sin emitir un quejido en su agonía y apenas tratando de abrir inútilmente sus ojos cerrados desde mucho atrás, Benito Lozano, ex-contador de los ferrocarriles, hablando en un murmullo, dejó de sufrir."

Gustavo Álvarez Gardeazábal (Tuluá, 31 de octubre de 1945), escritor, columnista y político colombianoDoctorHonoris Causa en Literatura de la Universidad del Valle.1.con la tesis La novelística de la violencia en Colombia (1970). Álvarez Gardeazábal es abiertamente homosexual.
Reconocido ampliamente por su faceta de escritor, ha publicado 19 libros y más de mil artículos y/o ensayos. Actualmente es comentarista del programa radial La Luciérnaga. Su novela más reconocida es Cóndores no entierran todos los días (1971), en la cual describe la violencia del país en mitad del siglo XX. Ganadora del Premio Manacor, fue llevada al cine por Francisco Norden.

Obras.Piedra Pintada (1965). El Gringo del Cascajero (1968). La Boba y el Buda (1972, Ganadora del Premio Ciudad de Salamanca). Dabeiba (1973). El Bazar de los Idiotas (1974). Los Míos. El Titiritero. Pepe Botellas. El Divino (1986). El Último Gamonal (1987). Los Sordos ya no Hablan (1991). El Prisionero de la Esperanza. Entre la Verdad y la Mentira. Comandante Paraíso. Las Mujeres de la Muerte. Cóndores no entierran todos los días (1971). Manual de critica literaria. La resurrección de los malditos (2007, publicada inicialmente en Internet)

Su obra está referida a los temas de la violencia en Colombia, el fetichismo de la religión, la corrupción de los gamonales o caciques y en general al conflicto social. La estructura moderna de la novela y el lenguaje depurado le han ganado amplia aceptación

Su obra está referida a los temas de la violencia en Colombia, el fetichismo de la religión, la corrupción de los gamonales o caciques y en general al conflicto social. La estructura moderna de la novela y el lenguaje depurado le han ganado amplia aceptación. En 1988 alcanzó la alcaldía popular de su pueblo natal Tuluá con apoyo de todos los partidos y fuerzas sociales. En 1997 fue elegido gobernador del departamento del Valle del Cauca con amplio respaldo popular.

En el año de 1978 incursionó en el ámbito político siendo elegido Concejal de Cali y posteriormente Diputado a la Asamblea del Valle. En 1988 es elegido como primer alcalde popular de Tuluá, cargo que ejerció hasta 1990 cuando se presentó como candidato a la Asamblea Nacional Constituyente, pero no fue elegido. Posteriormente, en 1992 fue elegido nuevamente Alcalde de Tuluá, desde donde creó gran controversia al manifestar su desacuerdo a la ocupación por parte de la armada estadounidense del muelle de Juanchaco, en el municipio de Buenaventura.

En 1997 fue elegido Gobernador del Valle del Cauca para el periodo 1998-2000, con una amplia ventaja sobre su más cercano contendor, el ex Gobernador Carlos Holguín Sardi.

En el año de 1999 fue acusado de enriquecimiento ilícito por haber vendido en el año de 1992 una escultura por el valor de siete millones de pesos a quien resultó ser un testaferro de un narcotraficante. Fue hallado culpable y condenado a seis años y seis meses de prisión, lo que lo obligó a dimitir como Gobernador y pagar la condena. Álvarez Gardeazábal se refirió a su caso como "Orquestado por la campaña presidencial de Horacio Serpa y la Embajada Estadounidense".2 3

Tras cumplir la pena de prisión, Gardeazábal continuó escribiendo artículos y ensayos, a la vez que escribe columnas en diferentes periódicos y participa en el programa radial La Luciérnaga de Caracol Radio.

El 23 de abril de 2009 alrededor del medio día, fue asaltado en su vivienda por un grupo de seis personas armadas, quienes lo intimidaron y sólo se llevaron sus dos computadores personales. Alrededor del hecho se desató una gran controversia por la presunta participación del ejército nacional, al ser descubierto un vehículo de esta entidad parqueado cerca de la residencia al momento del asalto.4 Estas sindicaciones cobran importancia, debido al papel de crítica y opinión que ejerce el escritor a través del espacio radial de La Luciérnaga.

Como Licenciado en Letras de la Universidad del Valle su alma máter le concedió el título de DoctorHonoris Causa en Literatura, el 14 de mayo de 2011, en una ceremonia llevada a cabo en la ciudad de Buga.5

Foto: Internet. Semblanza biográfica: Wikipedia.Fragmento:quedelibros.com