sábado, 31 de marzo de 2012

Minicuentos 28


La vida de una mujer occidental en el siglo XXI

Rene Avilés Fabila

Despertar después de un tranquilo sueño estimulado por un proyector de imágenes beautyful-dreams; desayuno preparado por una cocinera mecánica, programada para utilizar extractor de jugos, cafetera y sandwichera; limpieza de la casa: una palanca pone en movimiento a los aparatos que aspiran el polvo y realizan el aseo; una máquina recoge la ropa sucia y la lleva hasta la lavadora y la planchadora automáticas; el viaje a la oficina es en un autogiro alimentado por energía solar, conducido por un robot; al regreso del trabajo la comida está lista en un horno de microondas computarizado; para distraerse en la tarde, un filme en la videocassettera; va a la cama, allí aguarda su marido inerte, le oprime un botón rojo que indica hacer el amor; finalmente pone el despertador de música electrónica para el siguiente día recomenzar la rutina.

El doble

Anthony Armstrong

El elegante señor Pelham combatía contra un doble infernal, un ser maligno que tomaba su forma, imitaba su lenguaje, adoptaba sus costumbres, lo sustituía en actos públicos, en todos los lugares, incluso en su domicilio. Deseando suprimir a ese reflejo suyo, el señor Pelham decidió un día realizar un acto anormal, que rompiera con la rutina de sus costumbres y fuera al mismo tiempo tan menor que pudiera escapar a la sagacidad sobrenatural del doble. Compró una corbata chillona, de diseño y colores atroces, se la anudó valientemente y entró en su propia casa, donde sabía que lo esperaba el doble sin esa horrible corbata de la que no podría haber otro ejemplar. Este iba a ser el triunfo del atribulado señor Pelham. La confrontación entre los dos adversarios ocurrió ante el mayordomo del señor Pelham, un hombre que lo había servido cerca de treinta años, y que, desconcertado, no acertaba a distinguir quién era el amo falso y quién el verdadero. Entonces el impostor asestó un argumento aplastante, en la forma de esta pregunta dirigida al sirviente

—¿Me has visto alguna vez, James, llevar una corbata tan vulgar?

(Versión resumida por José de la Colina)

El viudo

Juan Manuel Valero

Uno quisiera ponerse triste y agarrarse a este sentimiento como una suerte de expiación. Pero todo es inútil: soy presa de la felicidad y temo echarme a reír con cada nuevo abrazo de pésame por la muerte de mi esposa.

Breve antología de la historia universal

Faroni

Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo.


La fe y las montañas

Augusto Monterroso

Al principio la fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.

Pero cuando la fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.

Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.


Detrás de lo obvio

Idries Shah


Todos los viernes por la mañana Nasrudín llegaba al mercado del pueblo con un burro al que ofrecía en venta.
El precio que demandaba era siempre insignificante, muy inferior al valor del animal.
Un día se le acercó un rico mercader, quien se dedicaba a la compra y venta de burros.
-No puedo comprender cómo lo hace, Nasrudín. Yo vendo burros al precio más bajo posible. Mis sirvientes obligan a los campesinos a darme forraje gratis. Mis esclavos cuidan de mis animales sin que les pague retribución alguna. Y, sin embargo, no puedo igualar sus precios.
-Muy sencillo –dijo Nasrudín-. Usted roba forraje y mano de obra. Yo robo burros.