lunes, 2 de diciembre de 2013

En casa de Mr. Wolfe

Tom Wolfe vuelve a la carga con una novela que radiografía la ciudad de Miami

 Para Wolfe, su novela es una fotografía sobre la vida de los inmigrantes. / Mark Seliger./elpais.com
El tweed de seda blanco que había elegido resultó ser demasiado caluroso para el verano de 1962, pero en lugar de aparcar el nuevo traje en el armario, Tom Wolfe (Virginia, 1931) optó por usarlo en invierno. Aquello tuvo un efecto no calculado que deleitó al inquieto reportero: a la gente le molestaba. Descubrió que esa indumentaria era una “maravillosa e inofensiva forma de agresión” y de repente vestirse por las mañanas pasó a ser algo divertido. Medio siglo después cabría pensar que quizá ya no lo sea tanto, pero fiel a su sello, una tarde de finales de octubre, al abrirse las puertas del ascensor que comunica directamente con su apartamento, Wolfe recibe con amplia sonrisa, vestido con un icónico sastre claro —en esta ocasión blanco perla, a juego con su cabellera, camisa azul con gemelos blancos, corbata del mismo tono, estampada con pequeñas raquetas de tenis, calcetines de algodón de rombos y zapatos de cordones blancos y negros—. Un pequeño peine de plástico asoma por el bolsillo interior de la chaqueta. Hay un inconfundible aire humorístico, llamativo y juguetón, inherente a este autor y a su obra. A Wolfe le gusta subvertir las reglas, siempre, claro, a su manera.
Fue también en 1962 cuando se encontró un reportaje sobre el boxeador Joe Loie de Gay Talese en Esquire y se convenció de que había otra forma mucho más atractiva de contar la realidad, que él no se quería perder. El desarrollo de personajes, la descripción detallada de escenas o el empleo de la tercera persona eran fórmulas tan válidas para un artículo como para una novela. Wolfe logró un encargo de esa misma publicación y viajó al sur para preparar una historia sobre coches tuneados. Cuando ya tenía todo el material, estaba bloqueado. Finalmente, el editor le pidió que mandara simplemente un memorando de sus notas, y otra persona escribiría la pieza. Resultó que aquellos mordaces y desenfadados apuntes acabaron por constituir el primer artículo del nuevo Wolfe, una vez tachado el encabezamiento epistolar de “Querido Byron”. En su libro El Nuevo Periodismo sentó las bases del género, identificó a sus protagonistas y emancipó de una vez las noticias.

Hay muchos libros sobre cómo llegan los inmigrantes, pero muy pocos sobre lo que pasa cuando están asentados
Si en los sesenta se adentró en la cultura juvenil con ojos de un antropólogo que disecciona las modas contraculturales y lo popular, en los setenta usó su sardónica mirada para analizar el delirante y pretencioso mundo del arte y la arquitectura, o simplemente reflejar el absurdo delirio de autorreferencia que guiaba las terapias psicológicas experimentales, de pronto convertidas en un fenómeno de masas. Wolfe, brillante observador, sacaba un jugo inesperado a su doctorado en Estudios Americanos de la Universidad de Yale, alzaba el espejo ante la farsa y se convertía en el rey del pop. “Me molestaba que me calificaran de periodista pop, sociólogo pop, experto en arte pop, y esto básicamente significa que lo que dices no tiene importancia”, recuerda sentado en un sofá en el piso 14 de un edificio del Upper East Side, con una espectacular vista sobre Central Park. Su elegante salón clásico tiene tres sofás, una chimenea de mármol negro, un piano de cola y un arco que se abre a un despacho pintado de azul. Estatus sigue siendo una de sus palabras favoritas, y los detalles han sido la piedra rosetta de Wolfe. Se muestra crítico con la falta de adrenalina y competitividad entre los reporteros hoy en día, cínico ante las nuevas tecnologías que ayudan a matar el tiempo, pero nunca producen una bufanda como antaño cuando la gente hacía punto para no aburrirse, y escéptico ante la política. “Mucha gente me considera conservador porque determinados aspectos como el mundo del arte, la superioridad moral de la izquierda o lo políticamente correcto me hacen reír”, cuenta.
En los ochenta, Wolfe dio un giro inesperado y se lanzó directamente a la ficción, eso sí, cuidadosamente reportajeada y publicada por entregas, algo que fue fundamental para terminar las más de 700 páginas de La hoguera de las vanidades, la novela de la que vendió en EE UU más de dos millones de ejemplares y lo consagró. Y de aquel tapiz neoyorquino pasó a los campus universitarios en Yo soy Charlotte Simons. Ahora ha vuelto su mirada a la ciudad más latina de EE UU con Bloody Miami y para ello cuenta con un potente reparto, que incluye desde al musculoso policía cubano Néstor Camacho hasta al doctor Norman que trata a obsesos sexuales, pasando por un pretencioso profesor haitiano, y también, claro está, un joven periodista, John Smith.
La idea de la novela surgió mientras preparaba su anterior libro. Quería escribir sobre el tema de la inmigración y aunque en principio se fijó en California y la comunidad vietnamita, rápidamente comprendió que aquello no iba a funcionar. “Hay muchos libros sobre cómo llegan los inmigrantes, pero muy pocos sobre lo que pasa cuando están aquí asentados. Empecé a oír historias sobre Miami, la única ciudad que está dominada políticamente por gente de otro país que habla otro idioma que no es el inglés y tiene una cultura distinta, algo que lograron en las urnas no mediante un ataque”, explica. Describe su novela como una fotografía que retrata cómo América cambia las vidas y ambiciones de los inmigrantes. “Hay algo único en toda persona, pero esto, que yo imagino como una línea vertical, intersecciona con la sociedad, porque nunca puedes ser solo tú mismo”, explica.

Su punto de partida esta vez fueron precisamente unos periodistas que conocía. “Siempre empiezo con una persona, en este caso, Óscar Corral, que me presentó a su suegra, y ella, una agente inmobiliaria, me llevó a Hialeah, un lugar famoso por sus flamencos y por un hipódromo. Hoy hay allí miles de casitas, es el corazón de la comunidad cubana, aunque los turistas sigan yendo a la Pequeña Habana para ver a los ancianos jugar al dominó en el Café Versalles”, dice Wolfe. En total hizo 13 viajes a Miami, recorrió las calles y se subió a las lanchas policiales. Para ello contó con la inestimable ayuda del jefe de policía, viejo amigo de sus tiempos de reportero en Nueva York. “Coincidimos una vez en una cena. Él tenía esta cara de irlandés y le pregunté si seguían contratando a muchos agentes de origen irlandés. Dijo que sí, aunque los irlandeses se habían mudado a los suburbios y ya no conocían las calles. Concluyó afirmando que lo cierto es que si querías un policía irlandés lo mejor era contratar a un puertorriqueño. Tan pronto como escuché eso comprendí que seríamos amigos. Es un tipo literalmente duro y bastante inteligente, que llamó mucho la atención al formar un club de lectura entre agentes policiales que leían a Zola y Balzac. Ahora está en Baréin. Un destino que me parece imposible”, comenta.
Aunque su escritura viene cargada de gestos, la conversación del autor está desprovista de su característica histriónica puntuación. Wolfe tiene un suave tono de voz y las exclamaciones se traducen en un alzamiento de cejas, a modo de carcajada. Tiene una querencia narrativa sureña, esa que le lleva a enlazar una historia con otra en sus respuestas, salpicadas de anécdotas y coloristas detalles. Así, habla de su viaje a Cuba como reportero de The Washington Post. “Estaba muy celoso de Castro, que era solo tres años mayor que yo y a quien todo el mundo ya conocía. Fue un viaje maravilloso, en EEUU tardaron casi un año en comprender que el líder revolucionario no era José Martí y en la redacción buscaron a un chaval que hablara español. Yo lo había estudiado en la universidad y, aunque podía leerlo, no lo hablaba. No fue un problema porque muchos cubanos hablaban inglés y además mi mejor fuente eran los periódicos comunistas donde informaban puntualmente de las manifestaciones. Esa prensa fue un regalo”, afirma. Un colega inglés llegó a la isla con un telegrama en el que le pedían que investigara una historia sobre la vida sexual de Castro, puesto que el público estaba aburrido de tanta política. Acabó por ser expulsado y Wolfe terminó con tres policías en la habitación de su hotel. “Mientras uno me hacía preguntas los otros dos estaban fascinados con un bidé y las puertas correderas de la habitación”, cuenta.
Wolfe vuelve en Bloody Miami a mofarse del mundo del coleccionismo del arte, esta vez vía un millonario ruso y un acaudalado americano adicto al onanismo. “Podría volver a escribir mi libro sobre el arte La palabra pintada. Está el arte sin manos, ese que hace Jeff Koons y que se vende por más de un millón de dólares, y luego está el arte de las plazas universitarias, esas que acaban ocupando artistas que hacen trucos inteligentes que llaman la atención de la prensa y los museos y que les garantiza un puesto académico”, comenta.
Siempre ha dicho que aterrizaba ante los sujetos de sus historias como un marciano, no comprendía lo que hacían, pero les decía que le resultaba interesante. “Esa es una aproximación maravillosa porque lo cierto es que la gente tiene una auténtica compulsión de dar información, una idea que creo que es mi mayor contribución al campo de la psicología”, señala. “Empiezan a hablar y ya no hay quien les calle, te cuentan lo que sea porque a todos nos encanta hablar de cosas que los otros no conocen y esto es una ventaja para detectives y periodistas”.
Lo cierto es que más que de otro planeta, este irreverente crítico es un caballero del sur. “El sur está subestimado, allí la gente tiene una maravillosa técnica para ocultar lo que realmente quieren decir bajo una felicidad aparente. Es terrible decirle a la gente lo que realmente piensas”, dice. ¿Qué conserva de esa cultura? “Aún tengo la compulsión de levantarme para ceder el asiento a una señora y soy absolutamente incapaz de regatear, es algo tan poco educado”.

Apariencias manidas

José Luis de Juan
Tom Wolfe vuelve a la carga con una novela “racial”, otra radiografía del melting pot americano, y para ello escoge la ciudad de Estados Unidos que tiene más inmigración reciente. Sudamericanos, haitianos, rusos, pero sobre todo cubanos asedian en Miami al wasp, el ciudadano blanco, anglosajón y protestante. Al principio parece que Wolfe quiere hacer un análisis sociológico de la ciudad tomando como referentes la policía, la prensa y la oligarquía del capital (como hizo antes con Nueva York y Atlanta), pero luego, una vez puestas las fichas en el tablero, el satírico cronista se relaja y deja que sus personajes le diviertan. Wolfe sabe bien que se trata de eso, de un divertimento. No va a escribir a estas alturas de su carrera la “gran novela americana” ni una obra maestra de la literatura posmoderna, que no le interesa nada. Y el pacto con el lector está claro: levantaré para ti una ciudad con una prosa musculosa y chispeante, y te diré que es Miami, te trasmitiré ciertas emociones y cerrarás el libro sin asomo de dolor de cabeza.
Y lo cumple, a su manera, llenando su prosa de exclamaciones, con un estilo brioso y directo. El protagonista de Bloody Miami (cuyo título original es Back to blood, “vuelta a la sangre”, que subraya el carácter “racial” del conflicto que pretende ilustrar la novela), Néstor Camacho, un joven agente de policía, integrado y musculoso, vástago de balseros, es un personaje impecable para los propósitos de Wolfe. Vive en el barrio cubano aunque apenas habla español, tiene una novia de bandera, Magdalena, y su jefe le pide que suba por el alto mástil de un velero para arrestar a un pobre cubano mojado que ansía la libertad. El Herald, el periódico de la minoría “blanca”, lo convierte en el héroe que toda la comunidad habanera denigra y margina. Un wasp, el reportero Smith, adopta a Camacho, mientras su familia le rechaza, su novia le abandona y empieza a tener problemas con sus compañeros y jefes. Metidos ya en harina, el narrador nos presenta al jefe y nuevo novio de Magdalena, un psiquiatra wasp adicto al porno y a esquilmar a sus pacientes con el pretexto de curar su afición malsana al sexo virtual. Este desencajado personaje, así como un millonario al que trata, sirven a Wolfe para mostrar de manera histérica, al modo de alguien que fuese incapaz de dejar de reír de la ridiculez ajena (eso que se llama schadenfreude), la insania de un mundo inmoral y decadente, el de los blancos. De hecho, todos los personajes de ese mundo, desde el director del Herald hasta los magnates rusos Flebetnikov y Korolyov, excepto quizá el reportero Smith, son señalados como patéticos peleles de una herencia maldita. ¿Pero acaso los “otros” son diferentes?
La novela, que tiene un buen ritmo en su primera parte, languidece en la segunda. Lo mejor es la manera directa que tiene Wolfe de hacer entrar al lector en situación, sea en una regata sexual o en la casa art déco de un profesor haitiano, quintaesencia de la “energía funcional” a la que aspira Wolfe al narrar. Cuando nos pasea por la redacción del Herald, parece que estamos en una película de Billy Wilder. También en una cena de rusos hay un maestro de ajedrez que resulta desternillante. Pero a la hora de mostrarnos la verdadera individualidad de Camacho o Magdalena, el escritor de Richmond se pierde en las manidas apariencias y los estereotipos, como ese Sergei que recuerda a Putin. Él, el campeón del “realismo”, se empeña en crear un hiperactivo, artificioso Miami donde “todo el mundo odia a todo el mundo”, donde el dinero, el poder y la lascivia aparecen como el único norte de los desarticulados personajes. Personajes, la mayoría, acerca de los cuales apenas vamos a descubrir nada más allá de sus cómicos acentos y sus vidas intercambiables, impostadas. Al final, tras tantos músculos y exclamaciones, la supuesta “energía funcional” de la “blanca” prosa narcisista de Wolfe acaba por dejarnos fatigados.
Bloody Miami. Tom Wolfe. Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama. Barcelona, 2013. 617 páginas. 16,99 euros