sábado, 11 de enero de 2014

Muere Amiri Baraka, incómoda figura de la cultura afro

El polémico escritor y activista impulsó en la década de los sesenta un movimiento para reivindicar la raza en Estados Unidos

Amiri Baraka, en una imagen reciente.
Amiri Baraka, en 1972 / Julian C. Wilson./elpais.com
Hasta los inmortales mueren. Amiri Baraka (1934-2014) era uno de ellos. Su trayectoria vital es indisociable de la historia moderna afroamericana; en ella se reconocen las luchas, los avances y el complejo pensamiento político de una comunidad que conforma como ninguna otra la raíz de la personalidad norteamericana. Cuando aún se llamaba LeRoi Jones, escribió el gran clásico de la música que define Estados Unidos: Blues People, un libro que nunca ha dejado de reeditarse desde 1963.
Fue una figura inspiradora e incómoda. Cuando el establishment contaba con él para suceder a James Baldwin como siguiente estrella de la literatura negra —había recibido becas prestigiosas, galardones por sus obras de teatro, carta blanca en los periódicos de mayor difusión—, tomó la inesperada decisión de salirse del sistema.
Tras haber asimilado las teorías sobre la colonización de Frantz Fanon, se dispuso a fundar el movimiento Black Arts, hermano espiritual del Black Power. Y se trasladó desde el bohemio Village neoyorkino, donde era compañero de los escritores Beat, a Harlem, convencido de que la toma de conciencia de los suyos no podía desarrollarse en ambientes exclusivamente intelectuales. Llamaba a los miembros de su organización poetas soldados; y no le faltaba razón: tres componentes del Black Arts de California —Huey Newton, Bobby Seale y Eldridge Cleaver— fundaron en 1966 los Black Panthers.
No tardó en abandonar “su nombre de esclavo”, rebautizarse y convertirse en compañero de viaje de los musulmanes afroamericanos a través de Ron Karenga, uno de los principales teóricos de la estética negra. Pero aún faltaba una vuelta de tuerca: a mediados de la década de 1970 renegó del nacionalismo y se declaró marxista. En 1984, de forma torrencial y autocrítica, Baraka rastreó en sus memorias (The Autobiography of LeRoi Jones) las sorprendentes transformaciones experimentadas a lo largo de media centuria.
Sobresaliente como poeta, dramaturgo, ensayista, novelista, editor, antólogo y activista, su país siempre supo que era uno de los más influyentes y prolíficos escritores del siglo XX, y fue acostumbrándose e incluso aceptando su radicalismo, hasta que en 2001 leyó públicamente su poema Somebody Blew Up America (Alguien hizo estallar América), una denuncia de la política estadounidense basada en la hipótesis de que el propio Estado había provocado el ataque a las Torres Gemelas. Como represalia, fue desposeído de su título de poeta laureado de New Jersey. Dado que abjuró sucesivamente de la carrera militar, de la vanguardia artística, del nacionalismo negro, de la militancia islámica y también de un matrimonio mixto, no es de extrañar que su primer poemario se titulara Preface to a Twenty Volume Suicide Note (Prefacio para un nota suicida en veinte volúmenes).
De cerca, Amiri Baraka era un hombre dulce, interesado por el mundo en que vivía y extremadamente atento a las nuevas generaciones de poetas, que apoyaba sin reservas, abriéndoles una vez por semana su casa de Newark, en cuyo garaje había instalado un pequeño escenario para sesiones de open mike: cualquiera podía coger el micrófono e intervenir. A veces él mismo leía un inédito o actuaba junto a su grupo Blue Ark. Allí escuché por primera vez el Spoken Word, envuelta en el aroma de una marmita con comida soul preparada por su mujer Amina.
Le conocí personalmente en 1994, en Los Ángeles, al final de un recital en el majestuoso y deprimido escenario del Park Plaza Hotel. Tras la larga conversación que mantuvimos en su hotel al día siguiente, nuestros caminos volvieron a cruzarse: en su casa de Newark, en el Nuyorican Poets Café de Nueva York —donde homenajeó a su amigo el poeta spanglish Pedro Pietri, fallecido en 2004—, en el Festival internacional de poesía de Barcelona. En 2006 le encargué una colaboración para el monográfico de la revista Matador dedicado a Nueva York. Escribió un elogio póstumo del saxofonista Jackie McLean. No me sorprendió. Su espíritu solidario le impulsaba a honrar la memoria de quienes iban dejando un hueco a su alrededor. En 1996 había reunido algunos de esos panegíricos en su libro Eulogies.
Ahora Estados Unidos escribirá muchas elegías sobre él, pues su impacto en la escena cultural y contracultural estadounidense tuvo tantas facetas como él mismo. Todo el mundo coincidirá con las palabras que el poeta Steve Cannon, amigo suyo desde la época del Village, me decía ayer mismo por teléfono: “Roy vino al mundo a hacer lo que tenía que hacer. Y lo hizo”.