Se inauguró la nueva Casa de la Cultura de El Salado, diseñada por Simón
Hosie, con un concierto de artistas locales junto a Carlos Vives.
Crónica de cómo la cultura transformó la cara de una comunidad devastada
Hace un año la comunidad en pleno lavó con agua y con cepillo el terreno, y convinieron que sería desde ahora un lugar para la memoria de lo que allí pasó y que nunca debió pasar. |
La Casa está ubicada donde años atrás fue la matanza. |
Los niños, la comunidad más afectada por la matanza, empieza a recuperar su habitat de juegos y lecturas en La Casa del Pueblo como se denomina la casa de la cultura. |
Carlos Vives preparó, junto a los niños de la comunidad, un repertorio que unió la tradición con la modernidad de la música colombiana. |
Reconstruir la Casa de la Cultura.
Ese era el sueño que tenían hace tres años los habitantes de El Salado y
así se lo manifestaron a Claudia García, la directora de la Fundación
Semana, cuando les preguntó qué proyecto les parecía prioritario para
que este pequeño caserío de los Montes de María volviera a ser lo que un
día, antes de las matanzas y el éxodo, había sido.
A
pesar de que en ese momento era urgente arreglar la carretera -en donde
los carros patinaban como si el barro fuera mantequilla-, de que no
había alcantarillado, ni médico, ni teléfono, ni estaba completo el
cuerpo de maestros, los niños estaban sin vacunas y nadie tenía tierra o
empleo, la Casa de la Cultura era una prioridad. Primero porque esta
comunidad, que había iniciado un tortuoso retorno en 2002 pero que a
cuentagotas ya sumaba 900 habitantes, necesitaba, más que nada,
reunirse, hablar, volver a confiar unos en otros, a creer que tenían un
futuro. Y para eso necesitaban un espacio de solaz.
En segundo lugar porque a un pueblo caribeño, que lleva la música y el baile en la sangre, le habían profanado su más sentido ritual: la fiesta. En febrero de 2000 los paramilitares se tomaron durante tres días el pueblo y convirtieron la Casa de la Cultura en su cuartel general. Tocaron tambores, acordeones y gaitas mientras mataban a sus seres queridos. En la cancha de fútbol, frente a la iglesia, dejaron tendidos 38 cuerpos y, a lo largo de las veredas, otros 28. Los saladeros que sobrevivieron huyeron por los montes, salieron sin mirar atrás y durante dos años se convirtieron en desplazados arrumados, como tantos otros, en los cinturones de miseria de las ciudades. El Salado estaba vacío y la fiesta, que había sido la marca de identidad y resistencia de este pueblo, se había perdido.
Construir aquella Casa de la Cultura no era solo un problema de ingeniería, sino de restauración del orden social que había roto la guerra. Así lo entendió Simón Hosie, el arquitecto y artista que de inmediato asumió el proyecto ad honorem. La única condición que puso Hosie fue que la obra se haría a su manera. Es decir, a la manera que quisieran los propios saladeros, con su participación directa, de manera que la Casa se insertara en sus vidas casi sin que lo notaran.
No era la primera vez que Hosie lo hacía así. En 2004 ganó el Premio Nacional de Arquitectura con la biblioteca pública de Guanacas, en el Cauca, que se construyó a partir del acervo de sabiduría de este pueblo de Tierradentro. Esta experiencia le había dejado una metodología de trabajo que fue la que aplicó en El Salado.
Durante los primeros meses, Hosie y su investigador en terreno, Omar Durango, se instalaron en El Salado. Conocieron cada casa, entrevistaron y conversaron con cada habitante, indagaron los oficios y las historias en cada rincón, realizaron talleres y reuniones hasta que fueron decantando una idea: el rancho es el lugar más importante de las casas de El Salado, como en casi todos los Montes de María y el Caribe. Es la parte de atrás, del patio, donde usualmente está la cocina, pero que en realidad es el lugar de la reunión, de la charla y de la siesta. Estaba claro que la Casa de la Cultura, que ahora se llama Casa del Pueblo -palabra con una mayor carga de soberanía- tendría la inspiración del rancho. Es así como se hicieron los primeros diseños que se fueron puliendo y aprobando con la propia comunidad. El centro sería una biblioteca de techos altos con un juego de pequeñas ventanas que le dieran suficiente luz natural a las salas de lectura y un gran balcón abierto donde habría muchas 'hamadoras'. Hosie, apoyado en el ingenio de los artesanos del pueblo, se inventó una silla que mezcla la hamaca y la mecedora, dos muebles infaltables en la vida de estas cálidas tierras. El resultado fue un objeto ideal para hacer la siesta que arrulla sin dejarte caer y que se convirtió, además, en una alternativa económica para muchos saladeros.
Hosie también tomó de la estética popular las colchas de retazos y propuso que la Casa estuviera rodeada de cortinas hechas con fragmentos de telas, que evocan esa ancestral costura de las mujeres colombianas. A eso se sumó la fabricación de individuales, que para el caso de El Salado se llaman 'comunitarios', y así el taller de costura se convirtió en otra actividad para las mujeres.
Al lado de la biblioteca también habría tres ranchos: uno para los niños, otro para los talleres de trabajo y una cocina. La Casa estaría justo allí, donde años atrás habían cometido la matanza. Por eso parte de la propuesta de Hosie era que la cancha de fútbol, que había sido bañada de sangre, se convirtiera en un lugar sagrado, en un camposanto. Hace un año la comunidad en pleno lavó con agua y con cepillo las placas de concreto, retiraron los arcos y convinieron en que la cancha sería desde ahora un lugar para la memoria de lo que allí pasó y que nunca debió pasar. El pasado 16 de junio la Casa del Pueblo se hizo realidad.
El resurgimiento
Desde temprano una caravana de carros remontó la carretera de El Salado. Había llovido y como de costumbre los trayectos más difíciles se habían convertido en lodazales imposibles de transitar. Solo los yipaos, ese símbolo del atraso rural sin el que, sin embargo, no existiría agricultura en Colombia, podían lidiar el camino sin problemas.
Hacia el mediodía El Salado se había llenado de lino. Directivos de las más importantes empresas que se han vinculado a la reconstrucción de El Salado, en una alianza liderada por la Fundación Semana, y funcionarios del gobierno recorrían las casas, guiados cada uno por uno de los habitantes del pueblo.
Enclavado en un sistema montañoso bastante seco, El Salado ha sido un lugar de aguas abundantes que fue fundado hace dos siglos por familias venidas de Europa. Según cuentan sus habitantes, el agua rica en minerales hizo que crecieran allí ganaderías de renombre en los Montes de María. Hoy esa herencia puede verse en los tres pozos que se elevan en la mitad del pueblo. A eso se sumó una próspera industria de tabaco. Luego vino la lucha por la tierra, los pistoleros enviados por terratenientes, la llegada de la guerrilla primero y, con ella, el estigma. Los paramilitares le pusieron fin a todo. El pueblo que llegó a tener 10.000 habitantes, corralejas, y donde cuentan con orgullo que se mataban tres o cuatro vacas cada día y se vendía toda la carne, quedó convertido en un rastrojo cuando comenzaba el siglo. Quienes conocen esta historia se asombran de que El Salado esté resurgiendo de las cenizas. "Es para que entiendan que nosotros también podemos", dice Rafael Urueta, uno de los líderes del pueblo.
Durante tres años, la reconstrucción de El Salado ha sido una tarea enorme. La alianza de las empresas con el Estado logró, por ejemplo, la construcción del alcantarillado, un servicio con el que no cuentan los pueblos de los Montes de María. Hoy hay un centro de salud con médico, enfermera, ambulancia y odontólogo; el colegio ya graduó su primera promoción de bachilleres y una docena de negocios, que han sido posibles gracias a programas de crédito, le han dado una supervivencia a la gente. La Casa del Pueblo fue financiada por Coltabaco y el Ministerio de Cultura se ha comprometido con la dotación de la biblioteca; se han apalancado proyectos para adquirir tierras con el fin de diversificar cultivos, incluso entre los jóvenes, y se ha revitalizado el cultivo de tabaco, que sigue siendo la base de la economía de los campesinos y cuyo olor cerrero se siente por todas partes.
Pero el problema de la tierra sigue allí. Los campesinos no tienen tierra. Sin tierra no hay economía ni proyecto de vida para muchos de ellos. Hace casi un año, el 7 de julio de 2011, el presidente Juan Manuel Santos estuvo en El Salado para entregar los títulos a cerca de 67 familias campesinas beneficiadas con un proyecto del Incoder. Santos anunció que El Salado sería el plan piloto de la restitución de tierras, que había sido aprobada por aquellos días. Durante varios meses de obstáculos burocráticos, ahora por fin el proyecto está arrancando en serio.
La carretera, a pesar de los tramos que tiene en muy mal estado, tiene buena parte del trayecto pavimentado con una placa huella y se espera una nueva inversión ya aprobada de 3.000 millones para la misma. Carretera y tierras son claves para la economía de los saladeros.
El concierto
Un sol abrasador iluminaba esa tarde tanto la Casa del Pueblo como la cancha convertida en un gran escenario de concierto. Una melancólica procesión de mujeres irrumpió de repente entre el público. Silenciosa y solemne, seguida por una banda de vientos que tocaba Tristezas del alma del maestro Pedro Laza, era el sencillo y sentido homenaje a las víctimas de la masacre ocurrida 12 años atrás justo en el mismo lugar.
Luego un sonido electrónico que provenía de la tarima anunciaba la llegada de los artistas. Samuel Torres, agricultor, narrador popular y viejo luchador por la tierra, vestido con un sobrio traje caqui y con su sombrero alón, saludó al público con las décimas: "Bienvenidos a El Salado, todo el que le guste la paz y que quiera cantar pues que se venga conmigo, yo quiero que sea mi amigo, que algo le quiero enseñar…". Y siguió: "yo tengo una fama buena y en El Salado se me conoce porque cuando tiro el lazo el ganado no se me esconde". Al instante saltó a la tarima Dalgis Cárdenas con un quejido sostenido, un canto de vaquería a capela. Para entonces las maracas, los tambores y las gaitas empezaron a resonar con la canción de apertura: "tabaquera, tabaquera, tabaquera dónde está tu tabaco…".
En la tarima estaban unidos en un solo canto los niños del grupo de Batuta de El Salado -la voz recia de Gabrielito; la grácil figura de Carlitos Colón, un maraquero de 12 años, y Lily, una niña con síndrome de Down que hace parte de la banda- con los músicos de La Provincia de Carlos Vives y los músicos de la Big Band de la Orquesta Grande del Magdalena, en un espectáculo que unía la tradición con la modernidad. Fueron tres horas de homenaje a los cantantes que ha dado esa tierra: Alejo Durán y Lucho Bermúdez, entre otros. Detrás de ese concierto había muchas semanas de trabajo entre Vives y los niños, tanto en la costa como en Bogotá. Arreglos, ensayos y mutuo aprendizaje. "Me ratifica que mi decisión es trabajar con la música colombiana. Esta es mi tierra, la tierra del olvido", dice Vives.
En medio de la fiesta, Simón Hosie dijo unas palabras. "Cuán limitada es la arquitectura cuando se dedica únicamente a modelar los espacios (...). No podemos revivir a los que se fueron para siempre, pero podemos revivir lo que querían en la vida, lo que amaban de su pueblo". La Casa del Pueblo queda como un legado para que los jóvenes le den sentido a su pasado, para que se reinventen un futuro y para que, seguramente, encuentren en los libros las claves de lo que ha pasado en su tierra en estos años.
El concierto, el encuentro en El Salado y la propia Casa del Pueblo, tanto como la reconstrucción, simplemente muestran un camino posible para la reconciliación. Esa palabra tan escasa en el lenguaje colombiano.
En segundo lugar porque a un pueblo caribeño, que lleva la música y el baile en la sangre, le habían profanado su más sentido ritual: la fiesta. En febrero de 2000 los paramilitares se tomaron durante tres días el pueblo y convirtieron la Casa de la Cultura en su cuartel general. Tocaron tambores, acordeones y gaitas mientras mataban a sus seres queridos. En la cancha de fútbol, frente a la iglesia, dejaron tendidos 38 cuerpos y, a lo largo de las veredas, otros 28. Los saladeros que sobrevivieron huyeron por los montes, salieron sin mirar atrás y durante dos años se convirtieron en desplazados arrumados, como tantos otros, en los cinturones de miseria de las ciudades. El Salado estaba vacío y la fiesta, que había sido la marca de identidad y resistencia de este pueblo, se había perdido.
Construir aquella Casa de la Cultura no era solo un problema de ingeniería, sino de restauración del orden social que había roto la guerra. Así lo entendió Simón Hosie, el arquitecto y artista que de inmediato asumió el proyecto ad honorem. La única condición que puso Hosie fue que la obra se haría a su manera. Es decir, a la manera que quisieran los propios saladeros, con su participación directa, de manera que la Casa se insertara en sus vidas casi sin que lo notaran.
No era la primera vez que Hosie lo hacía así. En 2004 ganó el Premio Nacional de Arquitectura con la biblioteca pública de Guanacas, en el Cauca, que se construyó a partir del acervo de sabiduría de este pueblo de Tierradentro. Esta experiencia le había dejado una metodología de trabajo que fue la que aplicó en El Salado.
Durante los primeros meses, Hosie y su investigador en terreno, Omar Durango, se instalaron en El Salado. Conocieron cada casa, entrevistaron y conversaron con cada habitante, indagaron los oficios y las historias en cada rincón, realizaron talleres y reuniones hasta que fueron decantando una idea: el rancho es el lugar más importante de las casas de El Salado, como en casi todos los Montes de María y el Caribe. Es la parte de atrás, del patio, donde usualmente está la cocina, pero que en realidad es el lugar de la reunión, de la charla y de la siesta. Estaba claro que la Casa de la Cultura, que ahora se llama Casa del Pueblo -palabra con una mayor carga de soberanía- tendría la inspiración del rancho. Es así como se hicieron los primeros diseños que se fueron puliendo y aprobando con la propia comunidad. El centro sería una biblioteca de techos altos con un juego de pequeñas ventanas que le dieran suficiente luz natural a las salas de lectura y un gran balcón abierto donde habría muchas 'hamadoras'. Hosie, apoyado en el ingenio de los artesanos del pueblo, se inventó una silla que mezcla la hamaca y la mecedora, dos muebles infaltables en la vida de estas cálidas tierras. El resultado fue un objeto ideal para hacer la siesta que arrulla sin dejarte caer y que se convirtió, además, en una alternativa económica para muchos saladeros.
Hosie también tomó de la estética popular las colchas de retazos y propuso que la Casa estuviera rodeada de cortinas hechas con fragmentos de telas, que evocan esa ancestral costura de las mujeres colombianas. A eso se sumó la fabricación de individuales, que para el caso de El Salado se llaman 'comunitarios', y así el taller de costura se convirtió en otra actividad para las mujeres.
Al lado de la biblioteca también habría tres ranchos: uno para los niños, otro para los talleres de trabajo y una cocina. La Casa estaría justo allí, donde años atrás habían cometido la matanza. Por eso parte de la propuesta de Hosie era que la cancha de fútbol, que había sido bañada de sangre, se convirtiera en un lugar sagrado, en un camposanto. Hace un año la comunidad en pleno lavó con agua y con cepillo las placas de concreto, retiraron los arcos y convinieron en que la cancha sería desde ahora un lugar para la memoria de lo que allí pasó y que nunca debió pasar. El pasado 16 de junio la Casa del Pueblo se hizo realidad.
El resurgimiento
Desde temprano una caravana de carros remontó la carretera de El Salado. Había llovido y como de costumbre los trayectos más difíciles se habían convertido en lodazales imposibles de transitar. Solo los yipaos, ese símbolo del atraso rural sin el que, sin embargo, no existiría agricultura en Colombia, podían lidiar el camino sin problemas.
Hacia el mediodía El Salado se había llenado de lino. Directivos de las más importantes empresas que se han vinculado a la reconstrucción de El Salado, en una alianza liderada por la Fundación Semana, y funcionarios del gobierno recorrían las casas, guiados cada uno por uno de los habitantes del pueblo.
Enclavado en un sistema montañoso bastante seco, El Salado ha sido un lugar de aguas abundantes que fue fundado hace dos siglos por familias venidas de Europa. Según cuentan sus habitantes, el agua rica en minerales hizo que crecieran allí ganaderías de renombre en los Montes de María. Hoy esa herencia puede verse en los tres pozos que se elevan en la mitad del pueblo. A eso se sumó una próspera industria de tabaco. Luego vino la lucha por la tierra, los pistoleros enviados por terratenientes, la llegada de la guerrilla primero y, con ella, el estigma. Los paramilitares le pusieron fin a todo. El pueblo que llegó a tener 10.000 habitantes, corralejas, y donde cuentan con orgullo que se mataban tres o cuatro vacas cada día y se vendía toda la carne, quedó convertido en un rastrojo cuando comenzaba el siglo. Quienes conocen esta historia se asombran de que El Salado esté resurgiendo de las cenizas. "Es para que entiendan que nosotros también podemos", dice Rafael Urueta, uno de los líderes del pueblo.
Durante tres años, la reconstrucción de El Salado ha sido una tarea enorme. La alianza de las empresas con el Estado logró, por ejemplo, la construcción del alcantarillado, un servicio con el que no cuentan los pueblos de los Montes de María. Hoy hay un centro de salud con médico, enfermera, ambulancia y odontólogo; el colegio ya graduó su primera promoción de bachilleres y una docena de negocios, que han sido posibles gracias a programas de crédito, le han dado una supervivencia a la gente. La Casa del Pueblo fue financiada por Coltabaco y el Ministerio de Cultura se ha comprometido con la dotación de la biblioteca; se han apalancado proyectos para adquirir tierras con el fin de diversificar cultivos, incluso entre los jóvenes, y se ha revitalizado el cultivo de tabaco, que sigue siendo la base de la economía de los campesinos y cuyo olor cerrero se siente por todas partes.
Pero el problema de la tierra sigue allí. Los campesinos no tienen tierra. Sin tierra no hay economía ni proyecto de vida para muchos de ellos. Hace casi un año, el 7 de julio de 2011, el presidente Juan Manuel Santos estuvo en El Salado para entregar los títulos a cerca de 67 familias campesinas beneficiadas con un proyecto del Incoder. Santos anunció que El Salado sería el plan piloto de la restitución de tierras, que había sido aprobada por aquellos días. Durante varios meses de obstáculos burocráticos, ahora por fin el proyecto está arrancando en serio.
La carretera, a pesar de los tramos que tiene en muy mal estado, tiene buena parte del trayecto pavimentado con una placa huella y se espera una nueva inversión ya aprobada de 3.000 millones para la misma. Carretera y tierras son claves para la economía de los saladeros.
El concierto
Un sol abrasador iluminaba esa tarde tanto la Casa del Pueblo como la cancha convertida en un gran escenario de concierto. Una melancólica procesión de mujeres irrumpió de repente entre el público. Silenciosa y solemne, seguida por una banda de vientos que tocaba Tristezas del alma del maestro Pedro Laza, era el sencillo y sentido homenaje a las víctimas de la masacre ocurrida 12 años atrás justo en el mismo lugar.
Luego un sonido electrónico que provenía de la tarima anunciaba la llegada de los artistas. Samuel Torres, agricultor, narrador popular y viejo luchador por la tierra, vestido con un sobrio traje caqui y con su sombrero alón, saludó al público con las décimas: "Bienvenidos a El Salado, todo el que le guste la paz y que quiera cantar pues que se venga conmigo, yo quiero que sea mi amigo, que algo le quiero enseñar…". Y siguió: "yo tengo una fama buena y en El Salado se me conoce porque cuando tiro el lazo el ganado no se me esconde". Al instante saltó a la tarima Dalgis Cárdenas con un quejido sostenido, un canto de vaquería a capela. Para entonces las maracas, los tambores y las gaitas empezaron a resonar con la canción de apertura: "tabaquera, tabaquera, tabaquera dónde está tu tabaco…".
En la tarima estaban unidos en un solo canto los niños del grupo de Batuta de El Salado -la voz recia de Gabrielito; la grácil figura de Carlitos Colón, un maraquero de 12 años, y Lily, una niña con síndrome de Down que hace parte de la banda- con los músicos de La Provincia de Carlos Vives y los músicos de la Big Band de la Orquesta Grande del Magdalena, en un espectáculo que unía la tradición con la modernidad. Fueron tres horas de homenaje a los cantantes que ha dado esa tierra: Alejo Durán y Lucho Bermúdez, entre otros. Detrás de ese concierto había muchas semanas de trabajo entre Vives y los niños, tanto en la costa como en Bogotá. Arreglos, ensayos y mutuo aprendizaje. "Me ratifica que mi decisión es trabajar con la música colombiana. Esta es mi tierra, la tierra del olvido", dice Vives.
En medio de la fiesta, Simón Hosie dijo unas palabras. "Cuán limitada es la arquitectura cuando se dedica únicamente a modelar los espacios (...). No podemos revivir a los que se fueron para siempre, pero podemos revivir lo que querían en la vida, lo que amaban de su pueblo". La Casa del Pueblo queda como un legado para que los jóvenes le den sentido a su pasado, para que se reinventen un futuro y para que, seguramente, encuentren en los libros las claves de lo que ha pasado en su tierra en estos años.
El concierto, el encuentro en El Salado y la propia Casa del Pueblo, tanto como la reconstrucción, simplemente muestran un camino posible para la reconciliación. Esa palabra tan escasa en el lenguaje colombiano.