Gabriel García Márquez. Homenaje: 85.45.30*
La historia inédita detrás de la nominación que hizo el director de cine estadounidense para que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012 le fuera concedido al Nobel colombiano
La clásica postal del director de cine Woody Allen y su clarinete, durante los conciertos de jazz de los lunes en Nueva York. foto:Efe. fuente:elespectador.com |
Un lamento persistente de Gabriel García Márquez es que los
estadounidenses “perdieron el sentido del misterio” instaurado por Edgar
Allan Poe. Sin embargo, entre aquellos que conoce, Woody Allen y Bill
Clinton rescatan ese espíritu, en parte porque “con cualquier gringo no
se puede hablar en una misma noche de literatura, cine, música y
mujeres”.
El apunte me lo hizo en enero de 1999, en la revista
Cambio, mientras planeaba el famoso reportaje sobre Clinton, El amante
inconcluso, sin pasar por alto que los dos lo conmovieron con su talento
musical, el político con el saxofón y el cineasta con el clarinete. Sus
encuentros con el expresidente de EE. UU. son conocidos, no su historia
con Allen, apenas reseñada en Una vida, la biografía escrita por el
británico Gerald Martin: Gabo “movió todas las teclas a su alcance para
trabar relación con cineastas norteamericanos progresistas como Francis
Ford Coppola, Robert Redford y Woody Allen”.
La primera vez que oí
hablar de la noche de julio de 1991 en que se conocieron el hijo del
telegrafista de Aracataca y el hijo de un joyero de Brooklyn que
fabricaba pececitos de oro y llegó a ser taxista, fue de boca de Eligio
García Márquez, Yiyo, el hermano autor de Tras las claves de Melquíades,
quien a mediados de los 90, también en la revista Cambio, me comentó
detalles del preámbulo, del día en que el Nobel y el múltiple ganador
del Óscar se conocieron.
De la velada luego me contó en Cartagena
Jaime García Márquez, directivo de la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, con quien esta semana volví sobre el tema, a propósito
de que Allen nominó a Gabo al Premio Príncipe de Asturias de las Letras,
concedido el miércoles al estadounidense Philip Roth.
Hay dos
días inolvidables en la vida de Jaime: “Cuando a los 9 años llegué a
Magangué y cuando fui a Nueva York a conocer a Woody Allen por
invitación de Gabito”. Según la versión de Yiyo, ya fallecido, los
contactos en Nueva York del escritor y su hijo Rodrigo, entonces
cineasta en potencia con 32 años de edad y hoy reconocido director en
Hollywood, prepararon el cruce de caminos con semanas de antelación y
con anuencia de los dos personajes. El uno había visto casi todas las
películas del otro y el otro había leído casi todos los libros del uno.
Jaime
se enteró quince días antes, cuando su hermano lo llamó desde México a
Cartagena para decirle que tenía un remedio infalible para “tu miedo
atávico a volar en avión”. “¡Te invito con tu mujer a que conozcas Nueva
York y a Woody Allen!”. Los dos hermanos son amantes de las películas y
del humor sarcástico del pequeño hombre de la gran pantalla, al que
Gabo le encontró cierto parecido con Sartre -“ese hombrecillo tímido y
feo, con cara de niño precoz”- y al que admira por sus guiones certeros.
“Gabito es un experto —asegura Jaime—. Yo no soy experto en nada, pero
sí un hincha furibundo de Woody”.
Se tomó unos tragos para inhibir
la cobardía y volaron a la Gran Manzana sin novedad. Se hospedaron en
el hotel preferido del novelista, el francés Plaza Athénée. Jaime y su
esposa Margarita estaban preocupados por la etiqueta, pero les avisaron
que podían ir con ropa de verano. Los hombres fueron de guayabera
blanca. En el Michael’s Pub, en el 21 de la avenida 55, imperó la
amabilidad del anfitrión, que los recibió en mangas de camiseta en medio
de turistas de todo el mundo que asistían a sus conciertos de jazz de
los lunes. Ahora los hace en el café del Hotel Carlyle.
“Woody
Allen en persona, tal y como uno lo ve en las películas, nos esperaba en
la mejor mesa reservada. Llegamos Gabito, su esposa Mercedes, su hijo
Rodrigo, quien esa noche hizo de traductor, y nosotros. Nos saludó muy
contento y anunció a la gente del lugar que había llegado el colombiano
Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura. Todo mundo
aplaudió”.
A Margarita le gustó la informalidad de Allen, que los
hizo acomodar, luego corrió una silla y se sentó entre Gabo y Rodrigo.
Empezó hablando del calor y la humedad insoportables de julio en Nueva
York —es propicio uno de sus chistes clásicos: “Si me dan a escoger
entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire”—. En cambio
Gabo no podría vivir en Nueva York porque más que el clima, la ciudad le
resulta “abrumadora”. Allen había decidido no escapar de allí porque le
tiene miedo a los aviones. Todos rieron y los García Márquez lo
pusieron al tanto de que sufren con el mismo resabio.
“Aunque no
pude captarlo directamente, porque no hablo inglés -dice Jaime-, los
temas de conversación fueron películas y libros. Era evidente que
conocían sus obras mutuas”. Llamé a Rodrigo García Barcha para tener su
versión de aquella velada también trascendental para él -como lo fue una
cena con Coppola y su papá luego del Festival de Cine de Moscú, en
Leningrado, preparada por él cuando sólo era un chef graduado en París-,
pero no lo encontré y por correo electrónico tampoco ha respondido. Él,
formado en el American Film Institute de Los Ángeles, debió recorrer la
filmografía de Allen. ¿Hablaron de Todo lo que siempre quiso saber
sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar? ¿De por qué representó a
un espermatozoide? ¿Del orgasmatrón? ¿Melquíades y el último Aureliano
de Cien años de soledad, con cola de cerdo, bien podrían ser personajes
suyos? ¿De Fidel Castro, a quien Gabo llama “el cineasta menos conocido
del mundo”? En Bananas Allen hace una sátira de su dictadura, se vale de
una parodia de El acorazado Potemkin y la revolución se impone. ¿De
Alvie Singer, el personaje que encarnó en Annie Hall, el filme con el
que ganó cuatro Óscares en 1977? “Los humanos nos dividimos en los
miserables y los horribles”, dice en la cinta. Allen se burla de su
propia obra: “¡Ustedes no se dan cuenta de la idea maravillosa que tenía
y de cómo la arruiné!”.
Jaime recuerda Manhattan, como la
recordaba Yiyo, una de las películas que más los impactaron. Como era de
esperarse, la formación de García Márquez y la de Allen son
coincidentes desde la infancia. Uno yendo de la mano de su abuelo
Nicolás al cine en Aracataca, luego al matiné de los domingos en
Barranquilla por 35 centavos; el otro viendo dos películas al día por 25
centavos, 12 o 14 a la semana, en Brooklyn; los dos descubriendo el
gran cine gracias a Chaplin, a Welles, a Bergman, a Fellini, a De Sica,
sobre todo gracias a Bergman; aprendiendo a “manipular la realidad”, al
decir de Allen. Uno obnubilado por El ciudadano Kane, el otro por Ladrón
de bicicletas. Luego confluyen en “la astucia narrativa” de Hitchcock,
en Antonioni. Buñuel, amigo y maestro de Gabo, resultó ser un intenso
punto de encuentro; Kurosawa también. -Rodrigo sumaría a esta lista a
Truffaut-. Se identifican más con el cine europeo y son críticos del
afán comercial de Hollywood, por algo los dos han sido jurados del
Festival de Cannes y declarados amigos de Barcelona y de los cines de
Sarrià.
Creyendo que iba a ser director, García Márquez estudió en
Roma en Cinecittá y regresó a Colombia como pionero de la crítica de
cine. En las páginas de El Espectador publicó 75 de ellas entre 1954 y
1955. Pero no fue la moviola la que lo realizó sino una máquina de
escribir. Como se sabe, su vida de cinéfilo le ha deparado más
frustraciones que alegrías.
En literatura las sorpresas son
mayores: Allen cita a Borges y pronuncia el apellido como si supiera
español. Lo admira tanto como a Shakespeare, hasta el punto de hacer
parte de fundaciones que promueven la obra y honran la memoria del
argentino. Concuerdan en valorar la obra del poeta y cantante uruguayo
Alfredo Zitarrosa, del que el estadounidense tiene varios discos. Woody
tiene talento literario: como Gabo, ha escrito en las páginas de The New
Yorker. Pura anarquía se llama su libro de ensayos irónicos, cínicos,
humorísticos. The Insanity Defense (En defensa de la demencia) recoge
toda su prosa.
Jaime recuerda que “Gabito entendía lo que Woody le
decía, pero le respondía en español y Rodrigo le explicaba en inglés.
Mercedes también participaba feliz. Nosotros estábamos ensimismados
viéndolo, nos parecía mentira”.
También busqué al escritor y
periodista español Juan Cruz para que él, como jurado del Premio
Príncipe de Asturias, me diera los términos en los que Allen nominó a
Gabo y su opinión de ese gesto, pero no ha respondido. En Oviedo se
rumora que Allen dijo en privado que le parece una injusticia que él
haya ganado el mismo premio a las Artes en 2002 y que el de Letras no se
lo hayan dado a su admirado amigo, tal vez porque una vez firmó una
carta pública de protesta contra España. Por eso insistirá en la
nominación mientras Gabo y él estén vivos.
Año 91: llegaron las
bebidas frías y el momento culminante del encuentro. Allen sacó el
clarinete y se fue a tocar con sus amigos de banda, los mismos con los
que ahora se arriesga a recorrer Europa. Los García quedaron
impresionados con su talento y propiedad de interpretación: “Cierra los
ojos, cruza la pierna y se roba el show, pero su gozo es tal que parece
que está tocando sólo para él”. Margarita se fijó en el estuche del
instrumento que dejó sobre la silla: “Estaba mandado a recoger”. Jaime
codeó a su hermano y se lo mostró: “Deberíamos regalarle uno nuevo”.
Gabo le respondió tajante: “¡Él prefiere ése!”. “Me hizo comprender
—admite Jaime— que Woody tenía todo el dinero del mundo y no quería
renovarlo. Haberle insinuado eso habría sido un insulto”.
Como el
acordeón, el clarinete no le resultaba extraño al melómano García
Márquez. Tampoco el jazz, porque fue influido por otro melómano llamado
Julio Cortázar, el trompetista que escribió Rayuela al ritmo de la
improvisación musical de Jelly Roll, que toca el piano y marca el compás
con el zapato.
La fascinación de aquella noche resultó comparable
a la que generaba ese instrumento entre los pueblerinos en La mala
hora. “El clarinete de Pastor sonaba todos los días a las cinco, después
de las cinco campanadas de las cinco; después del primer toque para
misa, purificando con notas diáfanas y articuladas el aire cargado de
porquería de palomas”. En El coronel no tiene quien le escriba el
coronel se burla de su vejez diciendo “me estoy cuidando para
venderme... ya estoy encargado por una fábrica de clarinetes”. En
Memoria de mis putas tristes el anciano se refugia en la rapsodia para
clarinete y orquesta de Wagner. El cubano Silvio Rodríguez le dedicó a
Gabo una canción inspirada en un cuento de Pushkin titulada San
Petersburgo, con un bello contrapunto de clarinete. Allen interpretó
cuatro o cinco piezas y volvió a la mesa.
Recobró vigencia la
frase del Nobel: “Lo único mejor que la música es hablar de ella”. Jaime
superó la timidez y le dijo que lo admiraba mucho. “El tipo me dio las
gracias. También es muy tímido, pero yo creo que es un genio”. Él
rechaza el calificativo de genio: “Tal vez tengo algo de talento para
divertir a la gente” —otro de sus chistes: “Más que vivir en los
corazones de la gente, prefiero vivir en mi apartamento”—. Tampoco se
considera un intelectual y menos a la altura de “genios como García
Márquez”. Para la coreógrafa argentina Graciela Daniele los dos ya son
inmortales y agradece haber trabajado en dos películas de Allen y llevar
a escena, como musical, Crónica de una muerte anunciada, en el Teatro
Lincoln de Nueva York.
En Broadway se cruzan los caminos de Allen y
Gabo como en Michael’s Pub en 1991. Después de una hora de divertida
charla con el cineasta, Jaime cayó en cuenta de que no habían tomado una
fotografía para el recuerdo. Le pidió la cámara a Margarita, pero ella
lo hizo caer en cuenta de un letrero que prohibía su uso. Pensó en
preguntarle a su hermano si le pedían la foto o al menos un autógrafo,
pero en tertulia de tímidos disciplinados ganó la prudencia. “Cuando nos
despedimos y salimos, le dije a Gabito lo de la foto: ‘No me hubieras
perdonado si la tomo, ¿cierto?’”. “Tienes razón”, le dijo. “Con el
tiempo me decía lo contrario: que no me perdonaba no haberla tomado. No
importa. Me fascinó ese judío, es un tipo fuera de serie. Viví una
historia muy bella”. El acontecimiento se cerró con una frase de
Rodrigo, con la que estuvieron de acuerdo sus papás y su tío: “Woody
Allen es igualito a sí mismo”.
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de literatura. Café Literario Bibliófilos desde Julio a Diciembre 2012.