domingo, 24 de junio de 2012

El cuento del domingo

James Joyce
Arcilla
La Supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.
      María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: Sí, mi niña, y No, mi niña. La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la Supervisora le dijo:
      —¡María, es usted una verdadera pacificadora!
      Y hasta la Auxiliar y dos damas del Comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.
      Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.
      A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:
      —Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.
      Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería Dublín Iluminado y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.
      Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada Víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber.
      Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.
      Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartito en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus botitas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.
      Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.
      Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápidamente por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de a penique surtidas y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:
      —Dos con cuatro, por favor.
      Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.
      Todo el mundo dijo: ¡Ah, aquí está María! cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el envoltorio de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y la señora Donnelly dijo qué buena era trayendo un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:
      —Gracias, María.
      Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido -por error, claro-, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles las tortas si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y la señora Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto, casi llora allí mismo.
      Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. La señora Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.
      Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminaría si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo la señora Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: ¡Oh, yo sé bien lo que es eso! Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.
      La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo muy pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.
      Después de eso la señora Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y la señora Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.
      Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. La señora Donnelly dijo ¡Por favor, sí, María!, de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo ¡Ahora, María!, y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó Soñé que habitaba y, en la segunda estrofa, entonó:
Soñé que habitaba salones de mármol
      Con vasallos mil y siervos por gusto,
Y de todos los allí congregados,
      Era yo la esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombre
      Ancestral y digno de sentirme vana,
Pero también soñé, y mi alegría fue enorme
      Que tú todavía me decías: «¡Mi amada!»
      Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.
James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882Zúrich, 13 de enero de 1941). Escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises (1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses (1914), así como su novela semi autobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante destacado de la corriente literaria denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens.
Aunque pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa. Más en particular, su problemática relación primera con la iglesia católica de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que asolan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo.1
La Enciclopedia Británica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una riqueza y calidez humanas incomparables.2
Jorge Luis Borges, en un texto de 1939, afirmó sobre el autor:
Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne.3
T.S. Eliot, en su ensayo "Ulysses, Order and Myth" (1923), observó sobre esta misma obra:
Considero que este libro es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.4

En 1882, James Joyce nace en Brighton Square, en Rathgar, un barrio de clase media de Dublín, en el seno de una familia católica; sus padres se llamaban John y May. James fue el mayor de los diez hermanos supervivientes, seis mujeres y cuatro varones. Uno de los hermanos fallecidos habría sido mayor que él, puesto que nació y murió en 1881.5 La madre quedó encinta en total quince veces, las mismas que la señora Dedalus, en Ulises.6
La familia de su padre, originaria de Fermoy, fue concesionaria de una explotación de sal y piedra caliza en Carrigeeny, cerca de Cork. Vendieron la explotación por quinientas libras, en 1842, aunque siguieron manteniendo una empresa como «fabricantes y vendedores de sal y caliza». Esta empresa quebró en 1852.
Joyce, como su padre, sostenía que su ascendencia familiar provenía del antiguo clan irlandés de los Galway. Para la crítica Francesca Romana Paci, el escritor rebelde e inconformista valoraba sin embargo «la respetabilidad basada en la tradición de una antigua casa»; sentía «apego por una cierta forma de aristocracia».7 Los Joyce presumían de ser descendientes del libertador irlandés Daniel O'Connell.8
Tanto su padre como su abuelo contrajeron matrimonio con mujeres de familias adineradas. En 1887 el padre de James, John Stanislaus Joyce, fue nombrado recaudador de impuestos de varios distritos por la Oficina de Recaudación del Ayuntamiento de Dublín. Esto permitió a la familia trasladarse a Bray, un pequeño pueblo de cierta categoría residencial, a diecinueve kilómetros de Dublín. En Bray vivían junto a una familia protestante, los Vance. Una hija de éstos, Eileen, fue el primer amor de James.9 El escritor la evocó en el Retrato del artista adolescente, citándola por su propio nombre. Este personaje resurgirá en varias otras obras, incluso en Finnegans Wake.10
Un día en que estaba jugando con su hermano Stanislaus junto a un río, James fue atacado por un perro,11 lo que le acarrearía una fobia de por vida hacia estos animales; también le causaban pavor las tormentas, debido a su profunda fe religiosa, que hacía que las considerase como un signo de la ira de Dios.12 Un amigo le preguntó en cierta ocasión por qué estaba asustado, y James replicó: «A ti no te criaron en la Irlanda católica».13 De estas pertinaces fobias quedaron cumplidas muestras en obras como Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake.14
Entre febrero y marzo de 1889, el Libro de Castigos del colegio de Conglowes recoge que el futuro escritor, contando siete años, recibió dos palmetazos por no llevar a clase cierto libro, seis más por tener las botas sucias y cuatro por proferir «palabras indecentes», algo a lo que Joyce fue siempre muy aficionado.15
En 1891, con nueve años, James escribe el poema titulado "Et tu, Healy", que trata de la muerte del político irlandés Charles Stewart Parnell. El padre quedó tan encantado que hizo imprimirlo, e incluso envió una copia a la Biblioteca Vaticana. En noviembre de ese mismo año, John Joyce ve su nombre registrado en la Stubbs Gazette, un boletín de impagos y quiebras, y es apartado de su trabajo.16 Dos años más tarde es despedido, coincidiendo con una severa reorganización de la Oficina de Recaudación, que comprendía una importante reducción de personal. John Joyce, con antecedentes por gestión poco cuidadosa,17 sufrió especialmente la crisis, e incluso estuvo a punto de ser despedido sin una indemnización, algo que consiguió evitar su esposa.18 Este fue el inicio de la crisis económica de la familia, debida a la incapacidad del padre para gestionar sus finanzas, y también a su alcoholismo.19 Esta tendencia, muy común en su familia, sería heredada por su hijo mayor, bastante manirroto en general;20 sólo en sus últimos años adquirió James el hábito del ahorro, especialmente debido a la grave enfermedad mental que aquejó a su hija Lucia, circunstancia que le acarreó grandes gastos.21 En una ocasión, su hermano Stanislaus le reprochó: «Puede que haya personas que no estén tan preocupadas por el dinero como tú». A lo que él replicó: «Oh, diantre, puede que las haya, pero me gustaría que uno de esos individuos me enseñara el truco en veinticinco lecciones».22
El futuro escritor se educó en el selecto Clongowes Wood College, un internado de jesuitas, cerca de Sallins, en County Kildare. Según su primer biógrafo, Herbert S. Gorman, al ingresar en este centro (1888), era «de constitución esbelta, muy nervioso, sensible como una niña y tenía la bendición o la maldición (esto depende del punto de vista) de un temperamento introspectivo».23 James, que «fue elegido para el honor de servir como monaguillo en misa»,24 no tardó en distinguirse como alumno muy aventajado, en todo menos en matemáticas.25 Destacaba incluso en materia deportiva, según declararía su hermano Stanislaus,26 pero tuvo que abandonar la institución cuatro años más tarde debido a los problemas financieros de su padre. Se matriculó entonces en el colegio de la congregación de los Christian Brothers, ubicada en North Richmond Street, Dublín. Más tarde, en 1893, se le ofreció una plaza en el Belvedere College de la misma ciudad, regentado igualmente por jesuitas. La oferta se hizo, al menos en parte, con la esperanza de que el distinguido estudiante ingresara en la orden, sin embargo éste rechazó el catolicismo ya en edad temprana; según Ellmann, a los dieciséis años.27
James siguió destacando en los estudios. Muy concienzudo en su preparación, obligaba a su madre a tomarle diariamente la lección después de la comida.28 En esta época, recibió distintos premios escolares. No sabiendo qué hacer con tanto dinero (la dotación a veces alcanzaba las veinte libras de la época), lo destinaba a la compra de regalos para sus hermanos; cosas prácticas, como zapatos y vestidos, aunque también los invitaba al teatro, en las localidades más baratas.29
Sus lecturas en la época del Belvedere son abundantes y profundas, en inglés y francés: Dickens, Walter Scott, Jonathan Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith; también le impresionó vivamente el estilo del clérigo John Henry Newman. Entre los poetas, leía con fruición a Byron, Rimbaud y Yeats. Y dedicó asimismo mucha atención a George Meredith, William Blake y Thomas Hardy.30 31
En 1898, se matriculó en el recientemente inaugurado University College de Dublín para estudiar lenguas: inglés, francés e italiano. Joyce era recordado por ser buen estudiante, aunque de trato difícil. Seguía dedicándose con ahínco a la lectura. Según uno de sus más importantes glosadores, Harry Levin, en general dedicaba sus esfuerzos a los idiomas, la filosofía, la estética y la literatura contemporánea europea.32 Algunos de sus biógrafos han destacado como su interés principal la gramática comparada.
También se sabe que tomaba parte activa en las actividades literarias y teatrales de la universidad. En 1900, como colaborador de la revista Fortnightly Review, publica su primer ensayo, "New Drama", sobre la obra del noruego Henrik Ibsen, uno de sus escritores predilectos.33 El joven crítico recibió una carta de agradecimiento de parte del propio Ibsen. En este periodo, escribió algunos artículos más, además de dos obras teatrales, hoy perdidas. Muchas de las amistades que hizo en la universidad aparecerían retratadas posteriormente en sus obras. Según Harry Levin, el escritor «no olvidaba ni perdonaba nada. Cualquier parecido con personas y situaciones reales, vivas o muertas, era cuidadosamente cultivado».34 
Joyce fue miembro activo de la Literary and Historical Society, de Dublín. Presentó su trabajo titulado "Drama and Life" a dicha sociedad en 1900. Con ocasión de la lectura pública de este ensayo, se le exigió que suprimiera varios pasajes. Joyce amenazó al presidente de la sociedad con no leerlo, y al final consiguió hacerlo sin una sola omisión. Sus palabras fueron duramente criticadas por algunos asistentes, y Joyce les replicó pacientemente durante más de cuarenta minutos, por turno, sin consultar una nota, lo que consiguió suscitar grandes aplausos entre el público.35 En esa época conoció a Lady Gregory, y en octubre de 1902, a W. B. Yeats, encuentro que sería trascendental para Joyce. Este poeta le escribió una carta en el mes de diciembre elogiando su poesía y aconsejándole que cambiase de aires. Donde el joven escritor debía estar era en Oxford.36
En 1903, tras su graduación, se instaló en París con el propósito de estudiar Medicina, pero la ruina de su familia (que se vio obligada a vender todos sus enseres e instalarse en una pensión) le hizo desistir de sus propósitos y buscar trabajo como periodista y profesor. Su situación financiera era tan precaria entonces como la de su familia, hasta el punto de que pasó verdadera hambre, lo que hacía llorar a su madre cada vez que llegaba carta de París.37 James regresó a Dublín meses después para asistir a su madre, enferma terminal de cáncer.38 La madre de Joyce, May (Mary Jane),39 pasó sus últimas horas en coma, con toda la familia arrodillada y sollozando a su alrededor. Al ver que ni Stanislaus ni James estaban arrodillados, el abuelo materno los conminó a hacerlo, pero los dos rehusaron.40 Según José María Valverde, Joyce siempre se acusó de esta dureza final.41 42 43 La muerte de su madre lo sumió en un desasosiego que lo llevó a la búsqueda de amistades por los bajos fondos dublineses; gustaba de vagabundear con una gorra de yachtman y unos ajados zapatos de tenis.44 Fueron días difíciles en los que probó algún oficio y trató de subsistir en parte gracias a los préstamos de los amigos, e incluso cantando, puesto que era un consumado tenor, llegando a lograr un premio en el festival irlandés de Feis Ceoil en 1904.45 
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: archivo