Pacheco consideró la poesía «no como creación eterna sino como trabajo humano, producto histórico y perecedero, susceptible de mejorarse». Cree, además, que «nadie trabaja aislado». El autor está en débito, como se sabe, con quienes le precedieron y con aquellos con quienes comerció y ofreció préstamos
José Emilio Pacheco ha muerto pero su obra pervivirá al tiempo y a la memoria./haroldalvaradotenorio.com |
Uno
de los más versátiles escritores de los últimos tiempos, José Emilio Pacheco (México, 1939-2014) trabajó con varia y singular fortuna
diversos géneros literarios donde combina la protesta social y un lejano
cosmopolitismo, suma, quizás, de su fascinación por las culturas de la
antigüedad clásica, los símbolos y rituales que han sobrevivido a la
historia y la paradójica continuidad del pasado en el presente, que
aprendió, sin duda, en Octavio Paz.
Nacido
en la capital azteca, hizo estudios de leyes y filosofía en la
Universidad Nacional Autónoma. Mientras estudiaba escribió teatro y
editó varios periódicos, actividad que continuaría con Diálogos, revista del Colegio de México y los suplementos culturales de Novedades y Excelsior o La cultura en México del semanario Siempre. Colaboró en la redacción de varias antologías, entre ellas, La poesía mexicana del siglo XIX (1965) y Antología del modernismo, 1824-1921 (1970). Escribió guiones para cine colaborando con Arturo Ripstein en El castillo de la pureza (1972); El santo oficio y Fox Trot (1975). Tradujo numerosos poetas, desde los griegos de la Antología hasta Rexroth, Auden, Seferis y Kavafis, reunidas en el volumen antológico Tarde o temprano (2009). Algunos de sus últimos libros de poemas son La edad de las tinieblas (2009) y Como la lluvia (2009).
Pacheco consideró la poesía «no como creación eterna sino como trabajo
humano, producto histórico y perecedero, susceptible de mejorarse».
Cree, además, que «nadie trabaja aislado». El autor está en débito, como
se sabe, con quienes le precedieron y con aquellos con quienes comerció
y ofreció préstamos. “Reescribir -dijo- es negarse a capitular ante la
avasalladora imperfección”. Profundo conocedor de la obra de Jorge Luis
Borges, en 1999 ofreció una serie de extensas conferencias sobre la obra
del genio. Entre
otros galardones que mereció figuran el Premio Cervantes (2009); el
Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009); el José Donoso
(2001); el Octavio Paz (2003); el Pablo Neruda (2004); el Ramón López
Velarde (2003); el Premio Internacional Alfonso Reyes (2004); el José
Asunción Silva (1996); el Xavier Villaurrutia (1973); el García Lorca
(2005) y el Premio Alfonso Reyes otorgado por El Colegio de México
(2011).
Lo
primero que publicó fueron narraciones, confeccionadas luego de
lecturas arquetípicas y personalísimas de Quiroga o Borges. En las de El viento distante
(1963), la engañosa simplicidad de su lenguaje permite una percepción
más concreta del mundo imaginario que Pacheco opone a la absurda
realidad. Uno de esos cuentos, Parque de diversiones, habla de
dos estudiantes cuyo comportamiento desagrada a la maestra de biología
que termina alimentando las plantas carnívoras del jardín botánico con
ellos, y el beneplácito de sus compañeros de estudio. La historia
comienza con una cita donde se compara la vida y la muerte con un
laberinto y concluye con el proyecto de un arquitecto que construyera un
parque dentro de un parque y así hasta el infinito. Las últimas frases
del cuento son idénticas a las del comienzo, recordando que hemos estado
en un laberinto de palabras. Otro de ellos, Tarde de Agosto, es
un típico relato de iniciación. Un muchacho de catorce años,
coleccionista de novelas de guerra, está enamorado de una prima. Su vida
cotidiana es monótona: va a la escuela, almuerza en casa de un tío,
regresa al hogar para cenar y se encierra a leer las aventuras bélicas.
Su prima es el único ser que le hace ser: le deja escuchar sus discos,
le lleva al cine. Pero una tarde de Agosto del vigésimo cumpleaños de
ella conoce los límites del odio y el amor. El novio la invita a pasear y
él debe presenciar, luego de la fiesta de aniversario, desde el asiento
trasero del coche los besos y caricias de los novios. Luego de
detenerse para dar un paseo por un bosque Julia ve una ardilla y quiere
llevarla a casa. Pedro, el novio, dice que será imposible atraparla y
que los guardabosques castigarán a quien lo haga. Entonces el muchacho
decide capturar el animalito, sube a un árbol y en el instante mismo que
ve llegar su triunfo aparece el guardián «prolongando así su
humillación». Al regresar quema la colección de novelas. El pasado ha
sido abolido. En su novela Morirás lejos (1967), una sorprendente
visión de pasado y futuro se hace compleja gracias a las especulaciones
sobre los sentidos de la realidad y las «cajas chinas» que utiliza como
motivos. El engañoso argumento lineal: un hombre mira desde la ventana
de su casa y ve a otro sentado en un parque, mientras el narrador ofrece
varios desarrollos y soluciones posibles, es transformado en una serie
de episodios históricos que tratan de la persecución del pueblo judío en
un contrapunteo con escenas de nuestro tiempo que tienen un misterioso
paralelo con la Alemania de Hitler. Obra abierta donde el lector debe
sacar sus propias conclusiones, que pueden ir, desde la identificación,
con el sentido común, de ciertos criminales de guerra en un mundo real,
hasta interpretaciones que declaran ilusorios y fantásticos los sucesos
del afuera. La novela marcó una nueva etapa del creciente afán de
cosmopolitismo de los narradores latinoamericanos. Nunca antes un tema
de la Roma Imperial y el moderno holocausto habían sido tratados como
asuntos de novela. La acción, que sucede en la mente de personajes que
viven en Ciudad de México, intriga porque convierte la capital del
antiguo imperio azteca en escenario de acontecimientos del Viejo Mundo.
Pacheco, al final del libro, revela su intención: es «un modesto intento
para colaborar en la confianza de que un gran crimen nunca volverá a
repetirse». Las batallas en el desierto (1981), situada en los años
cuarenta, es una memoria de sus años juveniles sobre los valores
culturales vigentes entonces, tipificados en los héroes y bienes de la
sociedad de consumo, y retoma los asuntos de los seis cuentos que
componen El principio del placer (1972), cuya virtud más notoria es el juego de variaciones de la voz del narrador.
Los elementos de la noche (1963) -su primer libro de poemas- mostró
otra faceta de su talento: su maestría en el uso de formas y
versificaciones. Cierta calmosa placidez dramática, que cubre las
turbulencias de su angustia acerca de la cíclica destrucción del mundo,
de saberse caído en el sin sentido del concepto de tiempo y el espacio,
imposibilitado, por la naturaleza misma del arte, para nombrar lo
indecible, son las máscaras y heterónomos que rigen estos poemas
íntimos y líricos donde se anuncia además, el juego, la ironía y el
humor que deciden su obra posterior. En Arbol entre dos muros la
vida no tiene salvación alguna, es savia acorralada, ave que pasa de la
noche a la noche a través de una habitación oscura. Pero si la
existencia termina siempre en la obscuridad, su fugacidad es paralela a
la vida efímera de la luz.
El reposo del fuego (1966)
es un extenso modelo de búsqueda de un equidistante fiel de la balanza,
-el poema-, entre el fuego y el hielo que ofrece la Historia. La
estructura formal, tres secciones con quince textos cada una, es opuesta
al tema recurrente de un pasado, mítico o exótico, que el presente
conserva en México. En un mundo eliotiano, baldío, yerto de espacios,
anulado por el fluir de Heraclito, Pacheco busca, -¿sin esperanza?, como
un estoico, ¿con convencimiento?-, un principio de permanencia donde el
fuego sea carnaza del cambio pero esencia del arte.
Su libro más conocido sigue siendo No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Aunque influenciado por el Comment c´est
de Samuel Beckett, que tradujo en 1966, en él, Pacheco da cuerpo entero
a su idea de que el tiempo, la fugacidad misma, por su definitoria
trasmutación es lo que entendemos como Historia. Hecho de paráfrasis y
profusión de formas, collages, variaciones que son eco de voces y
miradas reconocibles, aproximaciones y traiciones a otros textos, con
poemas largos y cortos, fábulas, un bestiario y haikús que desconciertan
al lector viciado de vanguardismo, pero satisfacen el gusto más
estrictamente post-moderno, No me preguntes cómo pasa el tiempo
es uno de los libros definitivos de los años que cambiaron la historia
del siglo e inauguraron el tercer milenio: La Plaza de las Tres
Culturas, París-Mayo del 68, La Primavera de Praga. Como un vates
medieval, Pacheco, bricoleur mexicano, anunció en, 1968, el hoy:
Un
mundo se deshace/nace un mundo/las tinieblas nos cercan/pero la luz
llamea/todo se quiebra y hunde/y todo brilla/cómo era lo que fue/cómo
está siendo/ya todo se perdió/todo se gana/no hay esperanzahay vida y/
todo es nuestro. / (1968, I)
Acumulación
de sonoridades, momento de las grandes palabras en voz alta ante las
cámaras, micrófonos, multitudes, partidos. Hora de tomar parte en la
batalla. Época heroica, edad homérica en que la vileza no borra la
grandeza. Página blanca, al fin, en que todo es posible: el futuro sin
rostro en que el doloroso paraíso redesciende a este mundo, o bien crece
el infierno, es absoluto y sube entre fragores de su inmóvil voracidad
subterránea. (1968, II)
Piensa
en la tempestad que lluviosamente lo desordena todo en jirones:tributo
para la tierra insaciable, elemental voracidad de un orbe que existe
porque cambia y se transmuta.La tempestad es imagen de la guerra entre
los elementos que le dan forma al mundo.La fluidez lucha contra la
permanencia; lo más sólido se deshace en el aire. Piensa en la tempestad
para decirte / que un lapso de la historia ha terminado. (1968, III)
El poeta como arqueólogo está presente en Irás y no volverás (1973),
un estudio de fósiles en el Gran Templo azteca o de la efímera realidad
de la existencia, sentida en lugares y ciudades norteamericanas; y en Islas a la deriva (1976) y Desde entonces
(1980), que retoman muchos de los temas caros a Pacheco como el río de
Heráclito y la civilización azteca, agregando reflexiones sobre insectos
y animales que nos sumergen de nuevo en presentes caducos. El tono es
«inteligente» pero saltos, roturas y solecismos hacen difícil su
disfrute más allá del humor que invade varios de esos textos. Uno de los
epigramas habla de un poeta orgulloso de que nadie le entienda; en Shopping Center,
somos comparados, en nuestro frenesí consumista, con hormigas que
mueren de saciedad, presas en la miel pantanosa del supermercado. Otro
de los poemas de Islas a la deriva titulado La flecha reafirma la eterna convicción en que vida y obra, como quiere Kavafis en su poema Itaca, serán perdurables si demoramos en llegar:
No
importa que la flecha no alcance el blanco/Mejor así/No capturar
ninguna presa/No hacerle daño a nadie/pues lo importante/es el vuelo la
trayectoria el impulso/el tramo de aire recorrido en su ascenso/la
oscuridad que desaloja al clavarse/vibrante/en la extensión de la nada. /