En 1972, cuando le otorgaron el Premio Nobel de Literatura a Heinrich Böll, su modesta reacción fue preguntar: “¿A mí solo? ¿Y no con Günter Grass?”. En 1998, cuando se lo otorgaron a José Saramago, la reacción que esperé de él fue que preguntase: “¿A mí solo? ¿Y no con Jorge Amado?
Jorge Amado figura en la nómina de los no Nobel. foto: Efe. fuente:elespectador.com |
Pues éramos muchos los que pensábamos que si por fin, al cabo de un
siglo, la Academia Sueca se dignaba acordarse del idioma de Camões,
debería hacerlo dividiendo el premio entre Portugal y Brasil. Y si bien
es evidente que en Portugal podían concedérselo a Augustina Bessa Luis,
Cardoso Pires, Lobo Antúnes o Miguel Torga, igual (¡o mejor!) que a
Saramago, también es evidente que en el Brasil, muertos Drummond de
Andrade y Guimarães Rosa, el único Nobel indiscutible era Jorge Amado.
Pero
no importa que no lo recibiese porque gracias a ello figura en la
nómina de los no Nobel, harto más noble que la oficial: en ella comparte
el honor con Zola, Rilke, Tolstói, Ibsen, Galdós, Joyce, Virginia
Woolf, Brecht, Lao She, Mary McCarthy, Rulfo y Borges. Baste con citar
no más esta docena.
Recuerdo las dos únicas ocasiones en que me encontré personalmente con Jorge Amado.
La
primera fue en septiembre de 1976, en la Feria del Libro de Fráncfort,
aquel año dedicada a América Latina, “un continente por descubrir”: y a
él lo descubrí, después de varias cartas que llevábamos cruzadas, parado
ante el pabellón de Guatemala. Me presenté y conversamos a la sombra
tutelar de su viejo y gran amigo, ya fallecido, Miguel Ángel Asturias.
La segunda oportunidad se presentó bastantes años más tarde, en plena
calle en París, caminando hacia la boca de metro Bastille. También ahí
platicamos un ratico, en la Rue St. Antoine, sin que mi esposa pudiera
quitarle los ojos de encima: su libro predilecto es una maravillosa
novela de Amado, Gabriela cravo e canela, cuyo ejemplar atesora dedicado
«com um abraço muito cordial».
Con Jorge Amado desapareció un día
triste de agosto de 2001 el novelista de más largo aliento de nuestra
época, autor de una obra de un sabor único, con un inimitable ritmo de
samba y el olor siempre fresco y renovado de Bahía oreando sus páginas.
En una de ellas, de sus heterodoxas memorias, Navegação de Cabotagem,
dejó dicho lo que aquí traduzco de ese “portugués con azúcar” (así lo
definía el gran Eça de Queiroz) que es el idioma del Brasil: “Inmune a
la envidia, estoy libre para la admiración y la amistad, ¡qué belleza!
Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es
esclavo de la negación y la acidez, que babea envidia, se rebaja al
despecho, un infeliz”.
Siga descansando en paz (y en Yemanyá) el más universal de los bahianos.