En un contexto de personajes masculinos desconcertados y vulnerables, las criaturas femeninas del novelista, con su profundo conocimiento de sí, son las que sostienen una obra que las inventa y, al mismo tiempo, las pone entre paréntesis
El registro de García Márquez es de un machismo al revés./adncultura.com |
"Soy tu madre": Gabriel García Márquez abre sus memorias, Vivir para contarla,
con la evocación de una mujer ante cuyos ojos él adquiere una identidad
fuera de toda discusión. Con ella irá a la casa donde ha sido niño,
para venderla. El hecho de que ella, a pesar de no tener mayores pistas
sobre su paradero ni una cita precisa, se abra paso sin dudar quita
dramatismo a la idea de deshacerse de una casa plena de recuerdos.
Afirmar el parentesco fundamental que los une satisface la necesidad de
saber quién es cada uno independientemente de las experiencias en un
lugar concreto.
Entera y ágil después de los desafíos
físicos de once partos, esta madre que se planta delante del hijo con
una mirada segura aunque azorada debido a sus lentes bifocales está en
el origen de los recuerdos personales y al final de una galería de
mujeres portentosas. El registro de García Márquez es de un machismo al
revés.
Úrsula, ciega, localiza objetos perdidos, Pilar Ternera
ofrece una sexualidad prolífica y gozosa y Remedios la bella disemina
mensajes amorosos y excrementales en Cien años de soledad. Esos
ojos clarividentes y cuerpos dislocados de cualquier fisiología
cotidiana nos señalan que el relato de coincidencias mágicas es también
un lugar para lo íntimo. Las mujeres hiperbólicas de García Márquez, que
incluyen a la protagonista de "Los funerales de la Mamá Grande", la
abuela de "La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su
abuela desalmada" y la muchacha de Del amor y otros demonios, son
heroínas al estilo de la historieta, recortadas del resto como
visitantes de otro planeta en un contexto de personajes masculinos
desconcertados, vulnerables, contradictorios.
Úrsula hace del distanciamiento de su ceguera una hipótesis que permite leer Cien años de soledad
desde una perspectiva que le pertenece, desdoblándose así como
personaje para dejar surgir a un autor implícito. Es ella quien da
origen a Macondo, pueblo cuya entrada en la imaginación colectiva de las
Américas da lugar a que se lo use para nombrar librerías, bares,
generaciones literarias.
Con un gesto que no puede sino acercarnos a La casa de Bernarda Alba
de García Lorca, Amaranta rechaza al cura en el momento de su muerte
pero pide que Úrsula vaya a dar testimonio de que ha muerto virgen. La
extraordinaria estatura de su capacidad de autopreservación se nos
ofrece en clave de egoísmo, ya que habiéndole quitado el novio a Rebeca,
se niega a consumar la relación con Pietro Crespi.
Amaranta es la
otra, mujer mala pero también tímida virgen. Es un personaje cuya
magnificación hiperrealista se logra en contraste con un choque con
Pietro Crespi, maestro del anacronismo en la novela. Llega a Macondo con
juguetes mecánicos, valses, poesía, instrumentos musicales. Por él
irrumpen en el texto objetos que hablan de momentos culturales distantes
de los rigores cotidianos de Macondo. Casi historia intercalada, este
interludio, escrito en tono de representación teatral, pone a prueba la
rusticidad y el carácter utópico de Macondo. Pietro muestra con orgullo
las tarjetas postales que recibe de Italia, señalando los lugares que
conoce, admirando las viñetas con corazones flechados y los paisajes
familiares. El romance cursi entre Amaranta y él está animado por la
ternura y el sentimentalismo de un personaje masculino que choca con la
determinación de una mujer que ha decidido que su destino reside en una
concepción del propio cuerpo que no admite a ningún hombre.
El
amor de Pietro Crespi tiene la superficialidad de los muñecos mecánicos
que trae de regalo en su equipaje. Irónicamente, el regalo más generoso
de Crespi es su propia persona. El mundo que representa termina
abruptamente con su suicidio, cuando el italiano simplemente para, deja
de funcionar como uno de sus juguetes. Su suicidio cierra su
participación en la novela con la eficiencia de un experimento llevado a
cabo. Por él ha podido confirmarse que Amaranta es capaz de realizar su
deseo de ser virgen y que el sentimiento que la une a Rebeca es más
fuerte que la hipotética atracción que puede haber sentido por Pietro
Crespi. El odio que une a Amaranta y Rebeca es tan sustancial, tan
profundo, que Crespi es un mero pretexto para concretarlo. Decorativo y
portátil, es la poesía de un romance que sirve para identificar la
peculiar soltería de una mujer obsesionada con otra.
Los otros
personajes no saben que el hecho que aguarda con mayor ansiedad es la
muerte de Rebeca. Sólo los lectores participan del secreto que
constituye su profundidad. En un presente perpetuo, Amaranta cose la
mortaja para Rebeca. Lo único que escapará de su control es que la
prenda, una vez terminada, le servirá a ella misma. Vigilante y
controladora, Amaranta es incapaz de ver la forma de su propia despedida
aunque termine organizándola a pesar suyo, hasta el detalle de su
atavío final.
El desmesurado amor y la indiferencia que ocultan
miedo y cobardía agigantan a Amaranta, caricatura prolija de las mujeres
que manipulan y parecen seducir pero huyen rápidamente ante la
posibilidad de abandonar el espacio natal. Novia eterna, deglutirá a
quienes a ella se acerquen pero lo hará sin dramatismos, porque su arma
más contundente es la paciencia.
El registro femenino encarnado
por Úrsula es fundamentalmente responsable y se basa en una energía que
pide una lectura de coherencia ética y psicológica. La clave
interpretativa propuesta por Remedios la bella se basa en su peligrosa
belleza. Es objeto de pasiones que culminan en la muerte, fulminadas por
el encanto de su aspecto y una atracción tan instantánea como
enigmática. Remedios tiene una relación literal con el lenguaje. Es un
personaje puro cuerpo, sin abstracción, y articula un primer nivel de
representación lingüística interpretable como lucidez o falta completa
de inteligencia. Según esta perspectiva, su lenguaje es cifra, fruto de
sabiduría, síntesis que elimina lo trivial. En lugar de ser retrasada
mental, como creen algunos, posee el don de la brevedad; en vez de
carecer de poder de abstracción y vocabulario, adquiere la elocuencia
atribuida a las religiones, la poesía, la filosofía aforística. Encarna,
así, la seducción de un camino equívoco para el conocimiento. Es
simultáneamente meta, debido a su hermosura, y vehículo por su
privilegiado uso de un lenguaje puro.
Amaranta, guardiana de su
virginidad; Fernanda, prisionera de la religión y su imaginaria
correspondencia médica; Remedios la bella, con su desembozada
fisiología; Rebeca, que vuelve a comer tierra después de una vida
diferente, y las prostitutas, fieles a su sexualidad, son personajes con
un profundo conocimiento intutivo de sí.
¿Es, entonces, ésta otra
instancia de lectores machos y lectores hembras? La pregunta misma ya
suena a acusación. Sabemos que Cien años de soledad puede sobrevivir a
la definición de realismo mágico y ser releída ahora con sus capacidades
paródicas, admirada por la delicadeza de la cursilería de sus
noviazgos, citas de lugares comunes y anestesiantes. El lector actual,
menos interesado en las dicotomías entre machos y hembras, sigue
pendiente de la inteligencia y el misterio de las hiperbólicas mujeres
que sostienen una obra capaz de inventarlas y ponerlas entre paréntesis
al mismo tiempo. Acaso García Márquez haya sentido desde siempre que su
identidad dependería de ser visto por unos ojos magnificados por lentes
bifocales, entre los espejismos de quienes son hijos y las misteriosas
certidumbres de las mujeres que imaginó. Nada mejor así para él que
comenzar a escribir sus memorias con la felicidad de que su madre lo
reconozca, aunque sugiere que para ella el parentesco fundamental era
con su propia madre, por quien guardaba un constante luto desde su
muerte.
García Márquez dejó una ventana abierta para que
contemplemos y seamos contemplados por cierto azoramiento que a veces es
efecto de bifocales y otras, de algo escurridizo, exagerado, que
siempre preserva nuestra capacidad de sorpresa.