Gabo que estás en los cielos
García Márquez, quien en palabras de Ignacio Padilla, sufrió la muerte de cada uno de sus personajes./elespectador.com |
Diecisiete años decía García Márquez que tenía cuando decidió
escribir una novela que pensaba llamar La casa, cuyo arranque iba a
tomarle diecisiete años más. Diecisiete como los hijos del coronel
Aureliano Buendía, marcados para sus diecisiete muertes con sendas
cruces de ceniza, recordados luego con diecisiete pececitos fundidos en
oro ante el espectro vigilante de Melquíades, gitano grande de la
estirpe del moro Cide Hamete Benengeli.
En ese lapso el colombiano
se dedicó seguramente a soñar el sueño de las páginas infinitas, un
laberinto de historias donde buscó la voz que le permitiese contar como
su abuela lo que nunca le contó su abuela. Llegaba tal vez a la
redacción de un diario bogotano o a su precaria casa mexicana, se
sentaba frente a su máquina de escribir, redactaba una frase que en
diecisiete años no acabó de convencerlo y pasaba a otra página que
tampoco lo convencía y que acompañaba a su antecesora en el cesto de
basura. Hubo hambre, hubo frío y quinientas hojas en blanco cada día. Y
cada día la bifurcación de quinientos arranques frustrados. Le gustaba
sin embargo aquel juego que había leído soñar también a Borges, le
gustaba probarse y contarse como en un carnaval de espejos paralelos.
Entraba en ellos hasta que Cervantes o Quevedo le tocaban el hombro.
Entonces remontaba página tras página, recorriendo la ruta inversa, y
encontraba a Cervantes o a Quevedo en su biblioteca real. Pero una
mañana, después de un sueño intranquilo, la frase inicial de la
Metamorfosis de Kafka le tocó el hombro en mitad del recuerdo del día en
que su padre lo llevó a conocer el hielo, y él entonces se quedó allí y
comenzó a escribir lo que venía pensando desde hacía diecisiete años.
En
la tempestad de esos recuerdos dio vida García Márquez a los seres que
llevaba incardinados desde que comenzó a ser el hijo mayor de un
telegrafista de Aracataca. En esa página gestó y dio muerte, entre
tantos, a José Arcadio Buendía, que consoló su propia soledad también
jugando al sueño de los cuartos infinitos, donde soñaba que se levantaba
de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, cuya puerta
abría para pasar a otro exactamente igual. También a él le gustaba ese
juego que se bifurcaba en adjetivos jurásicos y oraciones subordinadas
como ballenas y senderos que llevaban a más historias para acabar todos
en una borrasca escrita nada menos que por el gitano Melquíades. Pero un
día (escribió García Márquez que escribió el gitano cervantino)
Prudencio Aguilar tocó el hombro a José Arcadio en un cuarto intermedio,
y éste se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real.
No
lloró García Márquez cuando escribió esta muerte para José Arcadio
Buendía. Lo hizo, en cambio, cuando tuvo que matar al bueno de
Aureliano. Puede que llorase las muchas veces que los gemelos Pedro y
Pablo Vicario mataron por honor y sin justicia a Santiago Nasar. Nadie
duda que fue dichoso con las dos muertes infames de su otoñal patriarca,
y cuando Ulises y Eréndira asesinaron a la abuela desalmada. Ignoramos
de todo punto qué pensó el colombiano cuando Bolívar se le murió en los
brazos en la salida al mar del río Magdalena, pero podríamos jurar que
fue dichoso cuando supo arrebatar del cólera a Fermina Daza y Florentino
Ariza. Cualquiera juraría que no hubo un nacimiento ni una muerte ni un
desamor en su literatura que no le doliera ni le importara: porque los
quiso a todos y los sufrió de veras consiguió que los habitantes del
mundo de acá, más pobres que los de sus libros, aprendiésemos a quererlo
para siempre.
Muchas otras noches Gabriel García Márquez habrá
soñado también el sueño de los cuartos infinitos que había soñado José
Arcadio. Habrá creído que se levantaba de la cama, abría uno de sus
libros y pasaba a otro libro igual de grande aunque distinto, cuyas
páginas abría para pasar a otro exactamente igual de grande y no menos
distinto. Se habría ido así de libro en libro, como en un universo
construido sólo por él y para todos, hasta que José Arcadio Buendía o
Isabel o el ahogado más hermoso del mundo le habrán tocado el hombro.
Entonces él habrá regresado, despertando hacia atrás, recorriendo el
camino inverso, y habrá encontrado a todos sus lectores en el mundo
real. Pero ayer, mientras soplaba el viento de la desgracia, José
Arcadio Buendía le tocó en el hombro en un cuarto intermedio, y él se ha
quedado allí para siempre, escribiendo para que entendamos que hay
mundos mejores más allá de lo que creemos que es el mundo de verdad.