Gabo que estás en los cielos
Esta fue la entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda le hizo a Gabriel García Márquez, publicada el 28 de abril de 1981, donde el Nobel recuerda sus inicios como escritor
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| "Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas amarillas" Cien años de soledad./cromos.com.co | 
El
 lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco 
apartamento enclavado en los cerros, desde los cuales se divisa todo 
Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el 
presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones
 con Cuba.
Luego,
 en la sala, tomó café, leyó poemas inéditos de su amigo Álvaro Mutis y 
lanzó, una vez más, delirantes declaraciones de entusiasmo ante al 
autorretrato, previamente abaleado, que le había regalado el maestro 
Alejandro Obregón. Sólo entonces fuimos capaces ambos de sacar fuerzas 
de flaqueza y meternos en su estudio, "a trabajar".
Se
 trataba de un viejo proyecto sobre el cual siempre hacíamos chistes 
–"la entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho"– y que consistía,
 simplemente, en que Gabo ya estaba harto de tantas entrevistas como le 
hacían, y en las cuales sólo le preguntaban de política, casi nunca de 
literatura y menos aún de poesía. Así que ahora, hundidos en 
confortables sillones de cuero, él, maniático de los aparatos –su 
verdadera pasión es la música–, desenfundó su diminuta grabadora 
japonesa –"no tanto para que no me adultere, sino porque esta charla me 
va a servir para mis memorias"– y yo la mía, un voluminoso armatoste que
 al parecer me habían enseñado a manejar el día anterior, y nos lanzamos
 a un comadreo literario de cuatro horas. Él atento a todo, se 
preocupaba de si mi grabadora grababa y, al final, extenuado, me rogaba 
que por amor a Dios desgrabara esa vaina en compañía de alguien que 
supiera, porque de otro modo iba a borrar todo. Yo, atortolado ante los 
misterios de la técnica, apenas si alcanzaba a introducir preguntas 
superfluas ante ese cuento perfecto que él iba deshilvanando delante de 
mí, y que no era otro que el de su formación literaria. Ya que esta, 
ustedes perdonen, era la primera entrevista con grabadora que yo hacía 
en mi vida.

Foto: Archivo Cromos
"Costeño corroncho", a veces se encorbataba como todo un "cachaco sapo"
Con el brazo caliente
¿Cuál era el cuento de Dickens que el doctor Galindo y su mujer leen en La mala hora?
El
 cuento de Navidad. Las referencias literarias que hay en mis libros, y 
que son muchas, son siempre de las cosas que estoy leyendo en el momento
 en que escribo.
La
 hojarasca parte de la imagen de un niño sentado en una silla; El 
coronel, de un hombre que espera, en un muelle de Barranquilla; El otoño
 del patriarca, de un anciano que deambula por un palacio lleno de 
vacas. Tu nueva novela, Crónica de una muerte anunciada, ¿de dónde 
proviene?
De
 un hecho real. De la muerte de un amigo. Es, sencillamente, un 
reportaje sobre un crimen, no presenciado directamente por mí, pero 
sobre el cual estaba recibiendo una avalancha de información permanente.
 El episodio que sirvió de base –una noticia de periódico– ya está muy 
lejos. No sólo han pasado 28 años, sino que se ha transformado por el 
tratamiento literario a que lo sometí.
¿Cómo
 hiciste, entonces, para desarmar toda esa compleja arquitectura 
literaria de El otoño y llegar a la aparente sencillez de esa crónica?
Entre
 cada una de mis novelas siempre hay un libro de cuentos. Cuando 
escribía, en París, La mala hora, esta se trabó y no salía nada. El 
coronel estaba adentro, estorbando. Después de La mala hora, igual me 
pasó con Los funerales. La cándida Eréndira es el libro de cuentos de 
después del Otoño y antes de embarcarme en mis falsas memorias. Yo ya 
llevó 5 años haciendo periodismo político, como una forma de no perder 
contacto con la realidad. Reportajes sobre Cuba, Angola, Viet Nam, y por
 ello mismo, cuando terminé esta Crónica, como quedé con el brazo 
caliente, seguí con mi columna periodística. Allí uso, si te fijas bien,
 el mismo estilo de la novela: testimonios de la gente, recuerdos míos.
Los cachacos también ven bien.
Siempre
 me he preguntado qué significó para ti la lectura de Cuatro años a 
bordo de mí mismo, la novela de Eduardo Zalamea; una novela cuyo tema 
–La Guajira– es un tema tan tuyo.
Mira,
 yo conocí a Eduardo antes de leer Cuatro años, que era, alrededor del 
50, una gran referencia literaria en Colombia, pero que resultaba 
inconseguible. Luego, cuando lo conseguí, descubrir La Guajira allí fue 
una maravilla.
Pero es una Guajira vista por un cachaco.
Pero
 si los cachacos también ven bien. Yo tengo la impresión de que Eduardo 
tenía una Guajira imaginaria cuando se fue; llegó y contrastó dicha 
imagen con La Guajira real, y sacó un promedio: una Guajira a la vez muy
 lírica y muy cruda. Pero ya antes de mí, La Guajira había entrado en la
 literatura colombiana: acuérdate de Luna de arena, de Arturo Camacho. 
Lo que sí creo es que esta experiencia de La Guajira cambió totalmente a
 Eduardo: el Eduardo que regresó de allí traía una noción de la vida 
completamente diferente. Dejó atrás una bohemia desatada y tormentosa 
–tú sabes que en su viaje a La Guajira se pegó un tiro en el Café Roma, 
de Barranquilla, el café de los refugiados españoles, queriendo 
suicidarse, y falló– y cuando trabajaba en El Espectador era un hombre 
con un sentido de la puntualidad y de la responsabilidad tan estricto, 
que no se necesitaba reloj: uno podía saber la hora por el momento que 
Eduardo subía las escaleras del periódico. Además, era un mecanógrafo de
 primera. Escribía con diez dedos, a gran velocidad, y el texto salía 
como si fuera un tercer o cuarto borrador. De una perfección absoluta. 
Yo pienso, también, que Eduardo estuvo tanteando, y buscando, una novela
 que nunca pudo encontrar. Esa que él llamaba la 4ª batería, y que quizá
 su asombrosa capacidad para estar al día en materia literaria frustró, 
creándole perplejidades y desconciertos en el proyecto que llevaba 
adelante, y que a juzgar por los capítulos aparecidos nunca se concretó.

Foto: Archivo Cromos
De sonrisa tan alegre como su camisa, mamó literatura desde la cuna. Su abuela no decía llorar sino requebrar.
El escándalo descomunal
Creo que nos estamos adelantando. Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?
Yo
 llagué a Bogotá en 1943, cuando tenía 13 años. Bogotá era entonces una 
ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente 
desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio 
oficial de Zipaquirá. Para mí, la literatura es la poesía, y ya 
entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas
 clásicos españoles. No sólo me los sabía y recitaba, sino que los 
cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior
 a "Piedra y Cielo". Yo debía estar en tercer año cuando me llegó la 
noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una 
poesía que no se entendía. El alboroto se armó en este país por alguien 
que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo 
Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de 
la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda.
Para
 mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en cuenta de que
 con los románticos, parnasianos y neoclásicos me habían engañado por 
completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las 
presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado,
 hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era 
Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que yo siempre tuve (quizá porque 
nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) fue la de que estos 
muchachos de "Piedra y Cielo", Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a
 mediados de los años cuarenta, eran mejores que él. En medio de la 
emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la 
noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de 
rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros 
fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea, y La
 experiencia literaria, de Alfonso Reyes.
¿Pero tú ya escribías?
Claro,
 hacía pastiches piedracielistas. Pero como tarea de clase. La verdad es
 que si no hubiera sido por "Piedra y Cielo", no estoy muy seguro de 
haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás 
una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años 
después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura 
completamente inflada, una vergüenza pública de la cual no se salva ni 
un solo verso.
¿Así que gracias a "Piedra y Cielo" descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?
Cierto,
 porque fíjate, más tarde, cuando yo empecé a estudiar literatura en 
serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, 
también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el 
tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy 
válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar; y 
cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Yo 
creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y 
por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en
 que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de 
Rubén Darío, éste aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue
 simplemente exaltado por "Piedra y Cielo" como su gran capitán. Así no 
es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el 
primer repaso esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: 
todavía quedan.
Creo
 que la importancia histórica de "Piedra y Cielo" es muy grande y no 
suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no sólo 
aprendí un sistema de metaforizar, sino lo que es más decisivo, un 
entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me
 produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos 
loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces la 
agitación que había con la poesía es la misma que hay hoy con el M-19.
Las lecturas del internado
¿Y Aurelio Arturo?
Yo
 conocí a Aurelio a través de "Piedra y Cielo", pero nunca lo consideré 
como del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya 
ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de "Piedra y 
Cielo". Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una 
filtración de poesía a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él
 ya había dado el salto que los piedracielistas no dieron nunca. 
Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba 
volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.
¿Y Álvaro Mutis?
Soy
 amigo suyo hace treinta años y nunca he hablado de su poesía. Pero yo 
también recuerdo esas experiencias de Mutis como si yo las hubiese 
vivido. Yo también he pasado vacaciones en Coello; también he sentido el
 estruendo del río sobre las piedras, he oído esos pájaros extraños y 
sufrido idéntica desolación. Creo que el tono suyo es el tono de la 
poesía. Gracias a él yo también he vivido lo mismo.
Así
 que con "Piedra y Cielo" se da en cierto modo tu ingreso a la poesía, y
 a la vez al límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasas de ahí al 
cuento?
En
 ese mismo internado, en Zipaquirá, se tenía la costumbre de leer un 
libro en voz alta antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los 
libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui 
apoderando de la función de sugerir qué libros deberían leerse, con lo 
cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no 
alcanzaba a leer por mi cuenta, en clase. Allí se leyó, íntegra, La 
montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura 
hasta que acabáramos el capítulo y había luego unas discusiones eternas 
para saber si Hans Castorp se acostaba con Claudia Chauchat o no. Y, 
claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo
 lo había leído antes) y El jorobado de Nuestra Señora, Nostradamus, 
Cruz diablo: un montón de cosas.
Pero
 yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi 
bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más 
salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco 
centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida 
Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar
 una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que 
hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y
 versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra 
de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia 
eterna y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en 
busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre 
los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba 
alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada 
la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que
 nosotros mismos habíamos consumido y hablando de versos y versos y 
versos mientras el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
Los costeños: la gente mas triste del mundo
Parece un poco triste, ¿no?
Sí,
 pero no te olvides que los costeños somos la gente más triste del 
mundo. Había, además, unos bailes de costeños del carajo en aquella 
época, y yo recuerdo que en medio de la rumba abandonábamos a la novia y
 nos sentábamos en un rincón a soltarle a un tipo cualquiera el rollo 
infinito de la literatura, para acabar, taca-taca-taca-taca, recitando 
poesía. Eso no se cura nunca, es un vicio.
      
Como ahora, ¿no?
Como ahora, ¿no?
Ahí
 seguimos. Además, tú sabes: se luce uno mucho en las visitas. Pero en 
serio: lo que yo quería entonces hacer en poesía es lo que he hecho en 
novela. Encontrar una solución poética.
¿Y cómo seguiste manteniendo el vicio?
Yo
 nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos 
que me los prestaban. Uno de ellos, Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, 
hoy asesor económico de grandes empresas, y que no tenía nada que ver 
con el mundo intelectual, poseía una de las culturas literarias más 
grandes que yo conozco. El me prestó La metamorfosis, de Kafka. Yo 
llegué a la pensión de estudiante en que entonces vivía, me quité el 
saco, los zapatos, me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: 
"Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, 
encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto". Cerré el 
libro y dije: Ahhh carajo, yo no sabía que eso se podía. Si la vaina es 
así, yo también puedo. Al día siguiente escribí mi primer cuento. Esas 
cosas que están en Ojos de perro azul y que son kafkianas.
No hacer quedar mal a Zalamea
¿Los que aparecieron en el suplemento Fin de semana de El Espectador?
Sí,
 porque fíjate cómo son las cosas: en esos mismos días Eduardo Zalamea 
Borda, quien dirigía ese suplemento, quien hablaba allí de Faulkner, de 
Hemingway, de Caldwell, quien era la persona mejor formada del mundo –el
 libro que por la mañana aparecía reseñado en Time, por la tarde ya 
estaba sobre su escritorio– y quien años más tarde cuando volví a Bogotá
 y entré a trabajar en El Espectador, sería mi jefe y uno de mis mejores
 amigos, en verdad un excelente compañero de tragos, había escrito la 
eterna nota de respuesta a la eterna nota de protesta a nuestro joven de
 entonces que mandaba la eterna queja de siempre: que a los jóvenes no 
los publicaban. Entonces Eduardo dijo que la joven generación literaria 
no parecía muy convincente pero que de todos modos las puertas estaban 
abiertas. Yo, por solidaridad generacional. mandé mi cuento y al domingo
 siguiente apareció nada menos que con una nota de Eduardo rectificando 
su anterior juicio pesimista y diciendo que sí había promesas valiosas, 
como este García Márquez. Cuando leí esto, me dije: Ahora sí me jodí. No
 me queda más remedio que volverme un buen escritor, para no hacer 
quedar mal a Eduardo Zalamea.
Griegos y latines
Luego del 9 de abril del 48, en que se te quemaron los pocos libros que tenías y, según dicen, algún manuscrito, ¿qué pasó?
Me
 fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba,
 escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y nos 
íbamos otra vez, a hablar mierda y a recitar poesía con Héctor Rojas 
Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano. Este último un ser 
adorable y hoy gran abogado de aduanas, llegó un día y me dijo: "Todas 
esas cosas que lees están muy bien, pero no tienen piso. Te hace falta 
una base", y durante dos años me dio una mano de griegos y de latines 
por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a 
Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me 
hacía examen. Y como él era un filósofo católico, me hizo leer a 
Kierkegaard y el teatro de Paul Claudel… Es que a mí siempre me tocó ir 
de monstruo en monstruo.
Y los amigos de Barranquilla, los que aparecen al final de Cien años de soledad: Álvaro (Cepeda Samudio), Germán (Vargas) y Alfonso (Fuenmayor), ¿cuándo los conociste?
Estando
 en Cartagena supe, a través de los periódicos, que en Barranquilla la 
cosa estaba más movida literariamente, más sabrosona. Y ahora, cuando te
 digo esto y cuento por primera vez todas estas cosas, soy consciente 
que lo que yo andaba era detrás del desorden literario. Ellos ya habían 
escrito sobre mis cuentos; esa cosa mafiosa de meterlo a uno en un 
grupo: costeños versus cachacos. Y allá me fui y empezaron las grandes 
borracheras y, dele, a hablar de literatura. Alguno de ellos donde las 
putas hacía una cita de un libro que yo no conocía y al día siguiente me
 lo prestaba, y yo lo leía, todavía borracho, y por la tarde ya podía 
hablar de él: era el cuento de nunca acabar. Con Gustavo había estudiado
 tres tipos claves: Hawthorne, Melville y Poe, pero Álvaro Cepeda, que 
se conocía muy bien sus clásicos, me dijo: "Todo eso es una mierda. Lo 
que tienes es que leer a los ingleses y a los norteamericanos". Jorge 
Rondón, de la librería Mundo en Barranquilla, nos pedía que le 
ayudáramos a marcar los catálogos y, claro, pedíamos lo que a nosotros 
nos interesaba. Así, cada vez que llegaba una caja, hacíamos fiesta. 
Eran los libros de Sudamericana, de Lozada, de SUR, aquellas cosas 
magníficas que traducía el grupo de Borges. Y estaban también esos 
libros que traducía Lino Novas Calvo –Contrapunto, Faulkner–, que era 
jefe de redacción de Bohemia, en La Habana, y que aparecían editados en 
la Argentina. Pero estando en Cartagena me dio pulmonía y los médicos me
 aconsejaron que me fuera para la casa de mis padres, en Sucre. Tenía 
que quedarme tres meses y entonces yo le mandé un papelito a la gente de
 Barranquilla pidiéndoles algo que leer. Llegaron tres cajas. Allí 
estaba todo. Faulkner, Virginia Woolf, Sherwood Anderson, Dos Passos, 
Teodoro Dreisser. A los tres meses, cuando les devolví los libros, tenía
 el problema de la novela resuelto.
Historia de La hojarasca
Pero no habías escrito ninguna todavía.
Ahhh,
 esa es otra historia: la historia de cuando mi madre volvió a Aracataca
 desde Barranquilla a vender la vieja casa de los abuelos, ya en ruinas,
 y yo la acompañé. Yo había salido de Aracataca a la edad de 8 años y no
 había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor 
terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una 
señora estaba cosiendo a máquina; mi madre le dijo: "Comadre", ella hizo
 un gesto así, se levantó, la abrazó, le dijo: "Comadre" y estuvieron 
llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar en el 
tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia 
de mi abuelo, de la familia de donde habían venido, y sentí que todo eso
 era un material literario que yo tenía allí dentro y que no sabía muy 
bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a 
escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método 
completamente woolfiano: su técnica es la de la Señora Dalloway, aunque 
los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.
Y a Hemingway, ¿cuándo lo leíste?
Cuando
 salí del periódico El Heraldo, de Barranquilla, me fui por La Guajira 
un tiempo, con maletín, a vender libros de medicina y la enciclopedia 
UTEHA. Así andaba por los pueblos, Aracataca, Fundación, El Copey, 
Valledupar, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Fonseca, Barranca, 
Riohacha, La Guajira adentro, no vendiendo nada y leyendo de noche la 
enciclopedia. Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en 
un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de 
Barranquilla. Allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de 
dinamita. Porque lo que pasa, Cobo, es que los novelistas son unos 
lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo 
están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para
 desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro. Yo siempre he 
pensado que Hemingway, al cual le debo varias de las recetas técnicas 
para escribir, no tenía suficiente aliento para la novela. Su aliento le
 alcanzaba apenas para el cuento. El viejo y el mar está alargado y se 
le nota el relleno: todas esas reflexiones sobre Di Maggio y la pelota. 
Pero lo curioso es que lo más bello de Hemingway es esa novela 
frustrada, Al otro lado del río y entre los árboles, donde tú, que ya lo
 sabes leer, saltas por encima de esos diálogos artificiales, donde dice
 cosas extraordinarias y captas lo que el viejo te quiere contar. Pero 
esta también es un cuento alargado.
El
 mejor cuento de Hemingway es La corta y feliz vida de Francis Macomber,
 y es quizás uno de los mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que
 tiene un error imperdonable en un principiante: Hemingway nos dice qué 
piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el 
león, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no 
sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente. La literatura 
es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el 
comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no 
se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso.

Foto: Archivo Cromos
Su casa de México, donde no puede disfrutar el olor a guayaba o la llovizna bogotana.
Estrellas de la muerte, en húngaro
¿Fue en Bogotá, o en Barranquilla, donde conociste a Hernando Téllez?
Lo
 conocí en Barranquilla, y lo leía, siempre, todos los domingos, en su 
columna. Pero donde más lo disfruté, porque era un ser entrañable, fue 
luego en Bogotá. Aquí nos pasábamos domingos enteros recitando versitos 
pendejos, hasta cuando la mujer de Téllez se encabronaba y se iba 
diciendo: ya no soporto más versitos pendejos. Versos como aquel de los 
fieros caballos.
¿Cuál?
"Había una vez un rey muy ducho
Que maltrataba a sus vasallos,
Los hacía montar fieros caballos
Y los caballos los tumbaban mucho".
Que maltrataba a sus vasallos,
Los hacía montar fieros caballos
Y los caballos los tumbaban mucho".
Y después de Barranquilla, ¿qué pasó?
Que
 llegó Álvaro Mutis a vaciarme, y a decirme que me estaba oxidando en la
 provincia. Entonces me vine a trabajar a El Espectador en Bogotá, y a 
leer a Conrad, ambas vainas por culpa de Mutis. Yo creo que Conrad es el
 autor que leo con más placer: hay unas ganas de irse para esos libros, y
 de vivir en esas páginas, que no siento ningún otro autor. Así que ya 
están dados los elementos de mi formación literaria. Lo que importaba, 
de ahí en adelante, era mantener el motor caliente, y andando. Pero creo
 que nunca, como entonces, se leía con tanto fervor y se vivía, tan 
furiosamente, lo que era la verdad; es decir: la literatura.
Una
 última pregunta: ¿qué significa Halacsillag, el nombre que le das al 
buque fantasma, en uno de los cuentos de La cándida Eréndira?
Estrella
 de la muerte, en húngaro. Yo quería ponerle a ese barco el nombre en un
 idioma que no tuviese mar. Estaba en Barcelona, pensando en eso, cuando
 llegó mi traductor al húngaro, y se lo pregunté.
Nunca
 había visto a García Márquez tan sereno, tan cálido; tan centrado en su
 mundo; tan feliz de volver a vivir en Colombia; incluso, lo cual ya era
 el colmo, disfrutando la llovizna gris de Bogotá. Ahora, desgrabando 
los malditos casetes, pienso que el resumen de esta charla ya lo había 
hecho Faulkner, años antes, en su entrevista de Paris Review: "yo soy un
 poeta fallido", decía Faulkner. "Tal vez todo novelista quiere escribir
 poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el 
cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al 
fracasar también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir 
novelas". Lo grave de García Márquez es que fundió los tres, y acertó.
 



 
