Rubem Fonseca
La carne y los huesos
Mi avión no partiría sino hasta el día
siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo,
pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo,
más aun el de mi madre.
No me
incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran
hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar
por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando
se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso
esperándome.
Caminé
el día entero respirando monóxido de carbono. Por la noche mi anfitrión me
invitó a cenar. Una mujer nos acompañaba.
Comimos
gusanos, el platillo más caro del restaurante. Al mirar a uno de ellos en la
punta del tenedor, me pareció una especie de larva o ninfa de mosca que al ser
frita hubiera perdido los pelos negros y el color lechoso. Era un gusano raro,
me explicaron, extraído de un vegetal. Si fuera una mosca el platillo sería aun
más caro, respondí, irónico, ya he tenido nidos de larva de mosca en mi cuerpo
tres veces, dos en la pierna y una en la barriga, y mis caballos y mis perros
también tuvieron, es difícil sacarla entera, de manera que pueda comerse frita,
solamente frita podría ser sabrosa, como —y me llené la boca de gusanos.
Después
fuimos a un lugar que mi anfitrión quería enseñarme.
El
amplio salón tenía al centro un pasillo por donde las mujeres desfilaban
desnudas, bailando y haciendo poses. Pasamos entre las mesas, en torno a las
cuales se sentaban hombres encorbatados. Pedimos algo al mesero, luego de que
nos instalamos. A nuestro lado una mujer con sólo un cache-sexe, a gatas,
frotaba las nalgas en el pubis de un hombre de saco y corbata sentado con las
piernas abiertas. Ella exhibía una fisonomía neutra y el hombre, un sujeto de
unos cuarenta años, parecía tranquilo como si estuviera sentado en el sillón de
un peluquero. El conjunto recordaba una instalación de arte moderno. Pocos días
antes, en otra ciudad, en otro país, había ido a un salón de arte a ver un
puerco muerto que se pudría dentro de una caja de vidrio. Como me quedé pocos
días en esa ciudad, sólo pude ver al animal ponerse verdoso, me dijeron que era
una pena que no pudiera contemplar la obra en toda su fuerza trascendente, los
gusanos devorando la carne.
Allí,
en el cabaret, aquella exhibición también me parecía metafísica como la visión
del puerco muerto en su recipiente de cristal brillante. La mujer me recordó,
por un momento, a un sapo gigantesco, porque estaba agachada y porque su
rostro, mulato o indio, tenía algo de anfibio. En la mesa había otros tres
hombres, que fingían no darse cuenta de los movimientos de la mujer.
Desde
nuestro lugar no podíamos ver todo lo que ocurría en el salón. Pero en las
mesas de nuestro alrededor había siempre una o dos mujeres prendidas a un
hombre enteramente vestido. El boleto de entrada daba derecho a que una de las
innumerables mujeres que hacían strip-tease en varios lugares del salón se
frotaran por algún tiempo en el portador del ticket de entrada. Había un patrón
coreográfico en las caricias: la mujer se ponía a gatas, rozaba las nalgas en
el pubis del hombre que permanecía sentado en la silla, después bailaba frente
a él. Algunas, más rebuscadas, se subían encima del sujeto y le sujetaban la
cara en el vértice de los muslos. Después agarraban el ticket de entrada y se
retiraban.
La
única mujer que asistía a aquel espectáculo era nuestra acompañante. Mi
anfitrión la llamaba Condesa, no sé si era su nombre o su título. Cuando era
joven conocí a una mujer que me dijo que era una condesa verdadera, pero creo
que era mentira. De todos modos yo llamaba señora Condesa a mi compañera de
mesa, como antiguamente lo hacía con la otra. Ella miraba lo que ocurría en
torno y sonreía discretamente, se comportaba como suponía que un adulto debe
comportarse en un circo.
De
todas las esquinas venía un sonido alto de dance music. Para poder hablar con
la Condesa tenía que aproximar mi boca a su oreja. Le dije alguna cosa que me
distinguía como un observador distante y fastidiado, ya olvidé lo que fue.
También con la boca casi pegada a mi oreja, la Condesa, después de comentar la
actitud de una mujer que cerca de nosotros frotaba el coño en la cara de un hombre
de corbata de moño, citó en latín la conocida frase de Terencio: las cosas
humanas no le eran ajenas, y por lo tanto no la asustaban. Y para demostrarlo
balanceó el cuerpo al ritmo del sonido retumbante y cantó la letra de una de
las piezas. Yo la acompañé, golpeando en la mesa.
En el
salón había un cancel de vidrio con regadera, fuertemente iluminado por spots
de luz, en el cual las mujeres se alternaban dándose un baño, algunas se
mojaban y se lavaban el cuerpo entero, se enjabonaban los tobillos, los pelos
del pubis, las rodillas, los codos, los cabellos. Otras hacían abluciones
estilizadas. Están diciendo estoy limpia, confía en mí, susurró la Condesa en
mi oído.
Esperamos
que se realizara la rifa. El ganador podría escoger a cualquiera de las mujeres
para pasar el resto de la noche con él, según palabras del maestro de
ceremonias.
Nosotros,
mi anfitrión y yo, no fuimos sorteados. La Condesa no había comprado boletos
para la rifa.
Entonces
permanecimos callados, sin cantar y sin golpear en la mesa al ritmo de la
música. Pagamos —el anfitrión pagó— y salimos.
Nos
despedimos en la acera frente al bar. La Condesa ofreció llevarme al hotel. El
anfitrión también. Les dije que quería caminar un poco, las ciudades grandes
son muy bonitas al amanecer.
Ya
llevaba unos diez minutos caminando, doliéndome de no tener una foto de mi
madre en el bolsillo, ni en un álbum, ni en ningún cajón, cuando el carro de la
Condesa se detuvo a mi lado.
Entra,
dijo, tengo ganas de llorar y no quiero llorar sola.
Cuando
llegamos al hotel había un recado de mi hermano. Lo llamé desde el cuarto. La
Condesa oyó nuestra conversación. Lo siento mucho, dijo, sentándose en la cama,
cubriéndose el rostro con las manos, pero no estoy llorando por ti, estoy
llorando por mí.
Me
acosté en la cama y miré el techo. Ella se acostó a mi lado. Apoyó su rostro
húmedo en el mío y dijo que coger era una manera de celebrar la vida. Cogimos
en silencio y luego nos bañamos juntos, ella imitó a una de las mujeres del
cabaret lavándose y cantando y yo la acompañe golpeando en las paredes de la
ducha. Dijo que ya se sentía mejor y yo le dije que ya me sentía mejor.
Tomé
el avión.
Nueve
horas y media después llegué al hospital.
El
cuerpo de mi madre estaba en la capilla, dentro de un cajón cubierto de flores,
sobre un catafalco. Mi hermano fumaba a un lado. No había nadie más.
Ella
preguntaba mucho por ti, dijo mi hermano, entonces me acerqué a ella y le dije
que yo era tú, agarró mi mano con fuerza, dijo tu nombre y murió.
En el
túmulo de la familia ya estaban los restos de mi padre y de mi hermano. Un
funcionario del cementerio dijo que alguien tendría que asistir a la
exhumación. Fui yo. Mi hermano parecía más cansado que yo.
Eran
cuatro sepultureros. Abrieron la losa de mármol rosa y rompieron con martillos
la placa de cemento que cerraba la sepultura. El túmulo estaba dividido en dos
por una piedra plana. Uno de los sepultureros se metió dentro del hoyo abierto,
con cuidado para no pisar los restos de mi hermano, en la parte superior. Las
ropas de mi hermano estaban en buen estado. Tenía buenos dientes, los molares
tapados con oro. Cuando retiraron la cabeza el maxilar inferior se desprendió
del resto del cráneo. El fémur y la tibia estaban más o menos enteros; las
costillas parecían de cartón.
Los
huesos fueron arrojados por el sepulturero en una caja blanca de plástico al
lado de la sepultura. Tres cucarachas y un ciempiés rojo subieron por las
paredes, el ciempiés parecía más veloz que las cucarachas, pero las cucarachas
huyeron primero. Dije en voz alta que el ciempiés era venenoso. El sepulturero,
o como se llamara, no le dio importancia a lo que yo había dicho.
Después
de que los restos de mi hermano fueron colocados en la caja de plástico, su
nombre fue escrito con letras grandes en la tapa. Uno de los hombres entró a la
sepultura y deshizo con un marro y cincel la losa que cerraba la parte inferior
donde se encontraban los restos de mi padre, que había muerto dos años antes
que mi hermano. El enterrador volvió a entrar a la sepultura. Los huesos de mi
padre estaban en peor estado que los de mi hermano, algunos tan pulverizados
que parecían tierra. Todo fue arrojado dentro de otra caja de plástico,
mezclado con los restos de telas, las ropas de mi padre no eran tan buenas como
las de mi hermano y se habían podrido tanto como los huesos. Del cráneo de mi
padre sólo quedaba la dentadura postiza; el acrílico rojo de la dentadura
brillaba más que el ciempiés.
Les
di una buena propina. Las dos cajas fueron colocadas a un lado de la sepultura.
Volví
a la capilla.
Mi
hermano fumaba mirando por la ventana el tránsito de la calle.
Un
sacerdote apareció y rezó.
El
cajón cerrado fue colocado en una camilla con ruedas. Seguimos, mi hermano y
yo, a la camilla empujada por el sepulturero hasta la fosa abierta. El cajón de
mi madre fue colocado en la parte inferior. Una losa fue sellada con cemento,
dejando la parte superior vacía, a la espera del futuro ocupante. Sobre esa
losa fueron depositadas provisionalmente las dos cajas con los restos de mi
padre y mi hermano. La loza de mármol rosa con los nombres de los dos, grabados
en bronce, cerró la sepultura.
Deben
haber robado las obturaciones de oro de los dientes de mi hermano mientras fui
a la capilla para traer a mi madre, pensé. Pero estaba muy cansado para comentar
eso. Caminamos en silencio hasta la puerta del cementerio. Mi hermano me dio un
abrazo. ¿Quieres que te lleve?, preguntó. Le dije que iba a caminar un poco.
Miré su carro que se alejaba. Me quedé allí, de pie, hasta que oscureció.