viernes, 11 de abril de 2014

Ese loco juego de escribir

Paul Auster, invitado a la Feria del Libro de Buenos Aires que se realizará en mayo

Paul Auster, autor estadounidense de La invención de la soledad./elespectador.com

Quería ser beisbolista. Sentir en la piel y dentro de un campo el suspenso-miedo-angustia-esperanza de lanzar un strike en el último inning del último juego de una Serie Mundial. Quería oír su nombre coreado por 50 mil o más fanáticos en el Yankee Stadium mientras él los saludaba con una gorra en la mano y una sonrisa de ¿vieron que podía?, después de haber humillado a Joe Dimaggio y Mickey Mantle, por ejemplo. O batear un home run con las bases llenas.

Sin embargo, se quedó en el asfalto, y desde allí inventó personajes desolados que querían acabar con el mundo, detectives por azar, asesinos por convicción, magos por necesidad, tramas que lo envolvían desde su humor, álter egos y niños fantásticos que aprendieron a volar. Desde allí y con un lápiz, siempre con un lápiz, creó un juego de mesa de béisbol para sobrevivir, una novela policíaca estructurada por innings, outs, bolas y strikes a la que tituló Squeeze Play, y un pitcher de los St. Louis Cardinals a quien intentó suicidar.

Pero él quería ser beisbolista. Amaba a los jugadores. Podía morir por ellos.

Una tarde de 1955 se encontró de frente con Willie Mays en el estadio de los Gigantes, que por aquellos tiempos eran de Nueva York. Paul Auster era apenas un niño de 8 años. Vio a Mays recostado contra una barda. Lo vio inmenso, negro, sobrepoderoso, un hombre que era mucho más que un hombre. Le pidió un autógrafo. Mays le preguntó si tenía un lápiz para firmarle.

Él buscó, pero no encontró entre sus ropas nada. Indagó con su padre, con los adultos que estaban por ahí. Nada. Nadie tenía ni lápiz ni pluma. Mays aguardó 20, 30 segundos. Un minuto. Miró a lo lejos. Observó al niño. Se encogió de hombros. Por fin, le dijo “Lo siento, niño”. “Si no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo”. Y entonces —escribiría con los años Auster— se fue caminando, fuera del campo, hacia la noche.

“Después de esa noche, comencé a cargar un lápiz conmigo a cualquier sitio que iba. Se convirtió en mi hábito nunca dejar la casa sin estar seguro de llevar mi lápiz en mi bolsillo (…). Si algo me han enseñado los años ha sido esto: si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Como me gusta decirle a mis niños, así fue como me convertí en un escritor”.

Y fue escritor antes de haber escrito siquiera un par de cuentos. Fue escritor porque una tarde, tendría 14 años, en un campo de verano cerca de Nueva York, una tormenta lo agarró en pleno bosque con algunos de sus compañeros. La única salida era pasar por debajo de una cerca de alambre. Todos se turnaron. Auster iba detrás de un niño silencioso y retraído llamado Ralph, pero Ralph jamás atravesó porque un rayo le cayó encima. “Sólo tenía 14 años, después de todo, ¿qué podía saber? Nunca había visto un cadáver (…) No pensé en que había estado justo al lado de él cuando ocurrió. No pensé “uno o dos segundos y hubiera sido yo” (…) 34 años después todavía lo recuerdo. Y sus ojos mitad abiertos, mitad cerrados. También recuerdo eso”.

Fue escritor cuando se negó a asistir a su propia ceremonia de graduación en 1964 porque se fue a viajar por Europa, y se pasmó en y con Dublín. Allí estaban las calles y plazas y casas que James Joyce había caminado y descrito. Lloró. Devolvió el tiempo muy a su manera. Fue Joyce, y como Joyce (Retrato de un artista adolescente), sintió que el primer instante de la eternidad en el infierno duraba lo que un pájaro tardaría en trasladar la arena de la mitad del mundo hacia la otra mitad, grano tras grano. Entonces comenzó a escribir. Frenético, desaforado, febril. Y fue a mil editoriales y mil veces lo rechazaron. No tenía ni para su propio entierro pero igual, escribía y retornaba al béisbol, pues sólo entre letras y bates podía evadir aquella realidad, que a los 30 años, lo masacraba.

Quiso salir de su cuasi indigencia con un juego de béisbol que surgía de unos naipes. Pitchers, catchers, shortstops, fielders, umpires, managers y público y estadio y campo, todo en unas cartas. Nadie se lo compró. De todas formas, él seguía yendo y volviendo, y jugaba y escribía. Una mañana de esas de domingo, muy temprano, sonó el teléfono. Auster se había acostado tarde. Había escrito cosas como “Algo sucede y, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”. Le informaron que su padre había muerto. Nada podía volver a ser igual. Pese al dolor, a Paul Auster le cambió la vida la muerte de su padre porque le llegó una herencia que fue un milagro y con ese dinero se compró dos años para escribir.

Y escribió de mil cosas y de béisbol, y se inventó sus inverosímiles personajes. Y un día tecleó lo que siempre había querido teclear: “Mientras los Cardinals ganaran, algo iba bien en el mundo y no era posible caer en la desesperación total”. La frase la puso en boca de Walt Rawley, Mr. Vértigo, un desbordado fanático del béisbol, el niño que quiso y pudo volar y a los 13 años, cuando comenzó a ser adolescente, pesó más y más que la gravedad que había vencido y no pudo ser quien fue nunca más. Como Auster con la muerte de su compañero.

El niño, ya adulto, conoció una tarde a su ídolo, Dizzi Dean, y en vista de que percibía su declive desde el gran pitcher que había sido, quiso convencerlo de que se metiera un tiro. Dean lo creyó demente, claro. “Cuando un hombre llega al final del camino, lo único que realmente desea es la muerte”, le dijo, y después lo remató con un “deja que te mate y los últimos cuatro años quedarán olvidados. Volverás a ser grande. Serás grande para siempre”. El tipo se salvó porque su mujer lo encontró. Rawley le apuntaba con un revólver. Fue a prisión unas semanas por intento de asesinato. Paul Auster lo salvó en su máquina de escribir, con el último out del último inning.