martes, 29 de abril de 2014

La muerte del autor

Gabo que estás en los cielos

La construcción paulatina de sentido que propician la lectura y la escritura es la antítesis de los precipitados encuentros que ocurren en los recintos de la feria

 
En Una historia de la lectura, Alberto Manguel ilustra con una frase de William Golding esa manía del mercadeo literario que ha convertido al escritor en mercancía de exhibición: “Un día alguien encontrará un ejemplar no firmado por el autor y valdrá una fortuna”, cuenta que dijo Golding en el Festival Literario de Toronto de 1989. Es fácil imaginarlo con la mano adolorida frente a una fila interminable de “cazadores de autógrafos”, como los llama Manguel.
Habría que añadir a las ceremonias un nuevo ritual relacionado con la popularización de los “teléfonos inteligentes”, que permite complementar o, incluso, reemplazar el libro autografiado con una instantánea del autor, agotado y ojeroso fingiendo una sonrisa. Su grado de éxito no importa, pues agrega aquella emoción propia de las apuestas, y el dueño del teléfono puede esperar hasta que la posteridad dicte su veredicto, tomando, eso sí, la precaución de archivar en un lugar seguro –¿existirá lugar seguro en el mundo virtual?– su galería de fotos con autores.
Todos los años, en vísperas de Filbo, intento recordar ese carácter histórico de la lectura del que habla Manguel para entender sus ceremonias y sus juegos de poder. Y es que, especialmente en este trópico sin estaciones, la Feria viene a ser para los escritores una especie de rito de año nuevo: un tiempo de balances y de sentimientos no siempre explícitos sobre este oficio de escribir que, en el fondo, participa de la misma feria de vanidades propia de cualquier profesión.
Sin embargo, este año, ante el exhibicionismo en “yo mayor” que ha rodeado los funerales de García Márquez con todas esas frases célebres proferidas por mandatarios, candidatos y ministros, releer a Manguel me ha resultado aún más terapéutico. “La relación primordial entre escritor y lector presenta una paradoja maravillosa: al crear el papel de lector, el escritor decreta también su propia muerte, puesto que a fin de que un texto se dé por concluido, el escritor debe retirarse, dejar de existir”, afirma, en alusión a ese desplazamiento de protagonismo, desde el autor, hacia el lector, en el que se fundan las teorías modernas sobre la lectura. Ese lector que, como escribía Roland Barthes, levanta la cabeza entre los intersticios para escuchar su pensamiento y trabajar en la construcción del sentido, revolucionó aquella idea del significado inmutable atribuido a las intenciones del autor y, por supuesto, a su figura.
La construcción paulatina de sentido que propician la lectura y la escritura es la antítesis de los precipitados encuentros que ocurren en los recintos de la feria y conviene recordar su carácter silencioso y solitario, para evitar confundirlo con el ruido mediático. “Me avergüenza, como si yo mismo fuera el responsable, cada vez que leo entrevistas en las que se habla de grandes tiradas de libros como si constituyeran la prueba de una alta densidad cultural; me avergüenza que entre nosotros haya intelectuales que todavía escamotean el hecho desnudo y monstruoso de que vivimos rodeados por millones de analfabetos... ¿De qué podemos jactarnos los escritores en este panorama en el que solo brillan unos pocos...?, afirmaba Cortázar en 1982, durante su curso de literatura en Berkeley. Sus lecciones, publicadas por Alfaguara con ocasión del centenario de su nacimiento, parecen escritas hoy.
Quizás estas ferias sirven para descubrir algún encuentro revelador, de esos que suelen ocurrir, de vez en cuando, entre autores y lectores. El resto, sin embargo, funciona todavía como en tiempos de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos, /con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.
En medio de discursos, cocteles y noticias de farándula, no sobra recordar que es eso lo que basta.
fuente:eltiempo.com