Gabo que estás en los cielos
La construcción paulatina de sentido que propician la lectura y la escritura es la antítesis de los precipitados encuentros que ocurren en los recintos de la feria
En Una historia de la lectura, Alberto Manguel ilustra con una frase
de William Golding esa manía del mercadeo literario que ha convertido al
escritor en mercancía de exhibición: “Un día alguien encontrará un
ejemplar no firmado por el autor y valdrá una fortuna”, cuenta que dijo
Golding en el Festival Literario de Toronto de 1989. Es fácil imaginarlo
con la mano adolorida frente a una fila interminable de “cazadores de
autógrafos”, como los llama Manguel.
Habría que añadir a las ceremonias un nuevo ritual relacionado con la
popularización de los “teléfonos inteligentes”, que permite
complementar o, incluso, reemplazar el libro autografiado con una
instantánea del autor, agotado y ojeroso fingiendo una sonrisa. Su grado
de éxito no importa, pues agrega aquella emoción propia de las
apuestas, y el dueño del teléfono puede esperar hasta que la posteridad
dicte su veredicto, tomando, eso sí, la precaución de archivar en un
lugar seguro –¿existirá lugar seguro en el mundo virtual?– su galería de
fotos con autores.
Todos los años, en vísperas de Filbo, intento recordar ese carácter
histórico de la lectura del que habla Manguel para entender sus
ceremonias y sus juegos de poder. Y es que, especialmente en este
trópico sin estaciones, la Feria viene a ser para los escritores una
especie de rito de año nuevo: un tiempo de balances y de sentimientos no
siempre explícitos sobre este oficio de escribir que, en el fondo,
participa de la misma feria de vanidades propia de cualquier profesión.
Sin embargo, este año, ante el exhibicionismo en “yo mayor” que ha
rodeado los funerales de García Márquez con todas esas frases célebres
proferidas por mandatarios, candidatos y ministros, releer a Manguel me
ha resultado aún más terapéutico. “La relación primordial entre escritor
y lector presenta una paradoja maravillosa: al crear el papel de
lector, el escritor decreta también su propia muerte, puesto que a fin
de que un texto se dé por concluido, el escritor debe retirarse, dejar
de existir”, afirma, en alusión a ese desplazamiento de protagonismo,
desde el autor, hacia el lector, en el que se fundan las teorías
modernas sobre la lectura. Ese lector que, como escribía Roland Barthes,
levanta la cabeza entre los intersticios para escuchar su pensamiento y
trabajar en la construcción del sentido, revolucionó aquella idea del
significado inmutable atribuido a las intenciones del autor y, por
supuesto, a su figura.
La construcción paulatina de sentido que propician la lectura y la
escritura es la antítesis de los precipitados encuentros que ocurren en
los recintos de la feria y conviene recordar su carácter silencioso y
solitario, para evitar confundirlo con el ruido mediático. “Me
avergüenza, como si yo mismo fuera el responsable, cada vez que leo
entrevistas en las que se habla de grandes tiradas de libros como si
constituyeran la prueba de una alta densidad cultural; me avergüenza que
entre nosotros haya intelectuales que todavía escamotean el hecho
desnudo y monstruoso de que vivimos rodeados por millones de
analfabetos... ¿De qué podemos jactarnos los escritores en este panorama
en el que solo brillan unos pocos...?, afirmaba Cortázar en 1982,
durante su curso de literatura en Berkeley. Sus lecciones, publicadas
por Alfaguara con ocasión del centenario de su nacimiento, parecen
escritas hoy.
Quizás estas ferias sirven para descubrir algún encuentro revelador,
de esos que suelen ocurrir, de vez en cuando, entre autores y lectores.
El resto, sin embargo, funciona todavía como en tiempos de Quevedo:
“Retirado en la paz de estos desiertos, /con pocos, pero doctos libros
juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos
a los muertos”.
En medio de discursos, cocteles y noticias de farándula, no sobra recordar que es eso lo que basta.
fuente:eltiempo.com