viernes, 18 de abril de 2014

La novela y la procreación


Gabo que estás en los cielos

Cien años de soledad

Gabriel García Márquez


El escritor colombiano con la primera edición de Cien años de soledad.

Por Milan Kundera
Mientras releía Cien años de soledad, se me ocurrió una extraña idea: los protagonistas de las grandes novelas no tienen hijos. Apenas un uno por ciento de la población no tiene hijos, pero al menos un cincuenta por ciento de los grandes personajes  novelescos salen  de la novela sin haberse reproducido. Ni Pantagruel, ni Panurgo, ni Don Quijote tuvieron descendencia. Ni Valmont, ni la marquesa de Merteuil, ni la virtuosa Presidenta de Las amistades peligrosas.Ni Tom Jones, el más célebre personaje de Fielding. Ni Werther. Todos los protagonistas de Stendhal carecen de hijos; al igual que muchos de los de Balzac; y de Dostoiesvski; y en el siglo que acaba de terminar, Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, y, por supuesto, todos los grandes personajes de Musil, Ulrich, su hermana Agata, Walter, su mujer Clarisa y Diotima; y Svejk; y los protagonistas de Kafka, con la excepción del joven Karl Rossman, que le hizo un hijo a la sirvienta, aunque precisamente por eso, para borrar el niño de su vida, huye a América y puede nacer la novela. Esta infertilidad no se debe a una intención consciente de los novelistas; a la procreación le repugna el espíritu del arte de la novela(o el subconsciente de este arte).
La novela nació en los Tiempos modernos, que hicieron del hombre, por citar a Heidegger, el “único verdadero subjetum”, el “fundamento de todo”. En gran parte es gracias a la novela por lo que se instala el hombre, como individuo,  en el escenario europeo. Lejos de la novela, en nuestravida real, poco sabemos de nuestros padres tal como eran antes  de que naciéramos; apenas conocemos fragmentariamente a nuestros parientes cercanos; les vemos llegar y partir; en cuento desaparecen son reemplazados por otros: conforman un largo desfile de seres reemplazables. Sólo la novela aísla a un individuo, ilumina toda su biografía, sus ideas, sus sentimientos, lo vuelve irremplazable: lo convirte en el centro de todo.
Don Quijote muere y termina la novela, este final sólo es tan perfectamente definitivo porque no tiene hijos; con hijos, su vida se prolongaría, sería imitada o cuestionada, defendida  o traicionada; la muerte de un padre  deja la puerta abierta; por otra parte, es lo que oímos desde nuestro nacimiento: tu vida continuará en tus hijos; tus hijos son tu inmortalidad. Pero si historia puede seguir más allá de mi propia vida, quiere decir que mi vida no es una entidad independiente; quiere decir que  está inacabada; quiere decir  que algo hay muy concreto y terrenal en lo que el individuo se funde, consiente en fundirse, consiente en ser olvidado: familia, descendencia, tribu, nación. Quiere decir que el individuo, como “fundamento de todo”, es una ilusión, una apuesta, el sueño de algunos siglos europeos.
Con Cien añosde soledad, el arte de la novela parece salir de ese sueño; el centro de atención ya no es un individuo sino un desfile de individuos; son todos  originales, inimitables, y no obstante cada uno de ellos no es más que la luz fugaz  de un rayo de sol en las aguas de un río; cada uno de ellos lleva  en sí su olvido futuro, y todos y cada uno son conscientes de ello; ninguno permanece en la escena de la novela de principio a fin; la madre de toda esta tribu, la vieja Úrsula, tiene ciento veinte años cuando muere, y eso ocurre mucho antes de que la novela termine; y todos llevan nombres parecidos, José Arcadio Buendía, José Arcadio,  Aureliano Buendía, José Arcadio Segundo, Aureliano Segundo, con el fin de ir borrando las pinceladas que los distinguen y de que el lector acabe confundiéndolos. Al parecer, el tiempo del individualismo europeo ha dejado de ser su tiempo. Pero ¿cuál es, pues,  su tiempo? ¿Un tiempo que se remonta al pasado indio de América? ¿O un tiempo futuro en el que el individuo humano se fundirá en el hormiguero humano? Tengo la impresión de que esta novela, que es una apoteosis del arte de la novela, es a la vez un adiós dirigido a la era de la novela.
Tomado de el libro Un Encuentro, Milan Kundera. Barcelona : Tusquets Editores, 2009.Traducción del francés de Beatriz de Moura.