Cuando faltan pocos días para que el Nobel sudafricano se presente en la Feria del Libro de Buenos Aires, publicamos un breve ensayo sobre Robert Walser, uno de los autores que eligió para la colección Biblioteca Personal, editada por El hilo de Ariadna. Además, anticipamos su agenda porteña
J M Coetzee, describe aquí su pasión de lector./adncultura.com |
Robert Walser, el séptimo de ocho hermanos, nació en
1878, en el cantón germanoparlante de Berna, Suiza. Su padre era
encuadernador y dirigía una tienda de papelería. A los catorce años, a
Robert lo sacaron de la escuela y lo pusieron como aprendiz en un banco,
donde cumplió sus funciones de empleado de manera ejemplar hasta que,
impulsado por el sueño de volverse actor, súbitamente dejó todo y huyó a
Stuttgart. Su audición para el teatro fue un fracaso humillante: lo
rechazaron porque era demasiado rígido, demasiado inexpresivo. Abandonó
sus ambiciones teatrales y pasó de un empleo a otro, escribiendo, en su
tiempo libre, poemas, esbozos de prosa y pequeñas piezas en verso
(dramoltes) para la prensa. Sus esfuerzos no carecieron de éxito: fue
aceptado por Insel Verlag, editor de Rilke y Hofmannsthal, quien publicó
su primer libro.
En 1905, con la meta de progresar en su carrera
literaria, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y
escenógrafo, a Berlín. Por prudencia, también se inscribió en una
escuela que entrenaba personal doméstico y durante breve tiempo lo
emplearon como mayordomo en una casa de campo, donde llevaba librea y
respondía al nombre de "Monsieur Robert". No mucho tiempo después, logró
sostenerse a sí mismo con el producto de sus libros. Su obra empezó a
aparecer en prestigiosas revistas literarias y fue bien recibido en
círculos artísticos serios. Pero el papel de intelectual metropolitano
no le resultaba fácil. Tras unos pocos tragos, tendía a volverse grosero
y agresivamente provinciano. Poco a poco se fue retirando de la
sociedad, para llevar una vida solitaria y frugal en departamentitos de
un ambiente. En ese entorno escribió sus cuatro primeras novelas, tres
de las cuales sobrevivieron: Der Geschwistern Tanner (Los hermanos
Tanner, 1906), Der Gehülfe (El ayudante, 1908) y Jakob von Gunten
(1909).Todas ella toman como material su propia experiencia vital.
En
1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza como "un autor ridiculizado y
sin éxito" (según sus propias palabras, llenas de desprecio por sí
mismo). En la ciudad industrial de Biel, cerca de donde vivía su
hermana, alquiló un cuarto en un hotel en el que no se permitía tomar
alcohol y, durante los siete años siguientes, se ganó precariamente la
vida como colaborador de los suplementos literarios de diversos diarios.
Aparte de eso, hacía largos paseos por el campo y cumplía sus
obligaciones en la Guardia Nacional. En las recopilaciones de su poesía y
su prosa breve que siguieron apareciendo, se centró cada vez más en el
paisaje social y natural de Suiza. Escribió otras dos novelas: el
manuscrito de una, Theodor, lo perdieron sus editores; el otro, Tobold,
lo destruyó el propio Walser.
Después de la Primera Guerra
Mundial, decayó el gusto del público por el tipo de escritura en la que
Walser confiaba para sobrevivir, una escritura que con facilidad se
desestimaba como caprichosa y excesivamente literaria. Estaba demasiado
separado de la sociedad alemana más amplia para mantenerse al día
respecto de las nuevas corrientes de pensamiento; en cuanto a Suiza, el
público lector de ese país era demasiado pequeño para sostener a un
batallón de escritores. Si bien se enorgullecía de su frugalidad, Walser
tuvo que cerrar lo que llamaba su "pequeño taller de fragmentos en
prosa". Su precario equilibrio mental comenzó a vacilar. Se sentía cada
vez más oprimido por la mirada censora de sus vecinos, por su exigencia
de respetabilidad. Dejó Biel por Berna, donde consiguió un puesto en los
archivos nacionales, pero unos meses más tarde lo despidieron por
insubordinación. Cambiaba constantemente de domicilio. Bebía mucho,
sufría de insomnio, oía voces imaginarias, tenías pesadillas y ataques
de ansiedad. Intentó suicidarse pero fracasó, porque, como aceptaba con
palabras conmovedoras: "Ni siquiera pude hacer un nudo adecuado".
Era
evidente que no podía seguir viviendo solo. Venía de una familia con un
historial de enfermedades mentales: su madre había sido una depresiva
crónica, un hermano se había suicidado, otro murió en un hospital para
enfermos mentales. Como sus hermanos no estaban dispuestos a recibirlo,
aceptó que lo internaran en una clínica psiquiátrica. "Marcadamente
deprimido y gravemente inhibido", decía el informe médico inicial.
"Respondió con evasivas cuando se le preguntó si estaba harto de la
vida."
En posteriores evaluaciones, los médicos de Walser no
lograron coincidir en qué mal lo aquejaba, si es que ese mal existía, e
incluso lo instaron a tratar de vivir solo nuevamente. Sin embargo, la
rutina institucional se había vuelto indispensable para él y eligió
quedarse. En 1933 su familia hizo que lo trasladaran a la clínica
psiquiátrica de Herisau, en el este de Suiza, donde tenía derecho a
internarse por el sistema de bienestar social. Allí ocupaba su tiempo en
tareas como pegar bolsas de papel y seleccionar porotos. Estaba en
plena posesión de sus facultades, seguía leyendo diarios y revistas,
pero, a partir de 1932, dejó de escribir. "No estoy aquí para escribir,
estoy aquí para ser loco", le dijo a un visitante. Además, decía, el
apogeo de la literatura había terminado.
El día de Navidad de
1956, la policía de Herisau recibió una llamada: unos niños habían
tropezado con un anciano de sobretodo y botas que yacía despatarrado en
un campo cubierto de nieve, con los ojos abiertos y muerto por
congelación. El cuerpo fue identificado como el de Robert Walser, quien,
como se informó en el diario local, había tenido cierta reputación como
escritor, no sólo en Suiza sino también en Alemania.
Ser escritor
era algo que Walser encontraba difícil en los niveles más elementales:
el nivel de usar las manos para convertir sus pensamientos en marcas
sobre el papel. Los manuscritos que sobreviven de sus primeros años son
un modelo de hermosa caligrafía. La caligrafía, sin embargo, fue uno de
los ámbitos donde primero se manifestó su perturbación psíquica. A
partir de los treinta años, comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en
la mano derecha. Los atribuyó a una inquina inconsciente hacia la
lapicera como herramienta, que superó al reemplazar la lapicera por el
lápiz.
Escribir con lápiz era lo bastante importante para Walser
como para denominarlo su "sistema de escritura a lápiz" o "método de
escritura a lápiz". El método de escritura a lápiz no sólo implicó el
uso de un lápiz sino también un cambio radical en su forma de escribir. A
su muerte, dejó unas quinientas hojas de papel cubiertas de un borde al
otro por filas de signos caligráficos delicados y minuciosos escritos a
lápiz, una escritura tan difícil de leer que al principio su albacea la
tomó por un código secreto. Pero bajo la lupa, la escritura se reveló
como alemán común, aunque con tantas abreviaturas caprichosas que
incluso los mejores especialistas en Walser son incapaces de descifrarla
más allá de toda ambigüedad. La totalidad de sus obras tardías,
incluida su última novela Der Rauber (El bandido, 1925) -veinticuatro
hojas de microgramas, unas ciento cincuenta páginas impresas-, ha
llegado hasta nosotros a través del método de escritura a lápiz.
Más
interesante que el desciframiento de la escritura misma es la pregunta
acerca de qué hizo posible el método de escritura a lápiz que la
lapicera ya no podía lograr (Walser siguió usando lapicera para escribir
cartas). La respuesta parece ser que, al igual que un dibujante con una
carbonilla en la mano, Walser necesitaba darle cierto tipo de ritmo a
la mano antes de poder entrar en un estado mental en el cual el ensueño,
la composición y el movimiento del instrumento de escritura se
convirtieran, en gran medida, en lo mismo. En un texto titulado "Esbozo a
lápiz" que data de 1926/27 menciona la "dicha excepcional" que el
método de escritura a lápiz le brindaba: "Me calma y me alegra". El
método se adecuaba a su modalidad de composición, que avanza menos por
la lógica o la narrativa que por el estado de ánimo, el capricho y la
asociación. El lápiz y la escritura estenográfica que el propio Walser
inventó permitían un avance resuelto, ininterrumpido pero impulsado por
el sueño.
Walser escribía en alto alemán (Hochdeutsch), una lengua
que los suizo-alemanes, quienes constituyen las tres cuartas partes de
la población nacional, aprenden en la escuela pero no hablan en su casa.
El alto alemán difiere del alemán suizo no sólo por una multitud de
detalles lingüísticos sino también por su temperamento. Usar alto alemán
-que, si se quería ganar la vida con la pluma, era la única opción
disponible para Walser- entrañaba, inevitablemente, adoptar una actitud
educada, socialmente refinada, una actitud con la cual nunca se sintió
cómodo. Aunque tenía poco tiempo para la literatura regional suiza
(Heimatliteratur), dedicada como estaba a reproducir el folklore
helvético y a celebrar las obsoletas tradiciones populares, después de
su vuelta a Suiza en 1913, Walser deliberadamente empezó a usar
expresiones suizo-alemanas en su escritura y, en general, a sonar como
un suizo.
La coexistencia de dos versiones diferentes de una sola
lengua en el mismo espacio social es un fenómeno poco familiar tanto
para el mundo hispanohablante como para el angloparlante. Al traductor
le crea problemas que a veces son insolubles. En el caso de los textos
de Walser, algunos traductores responden al problema ignorando la
presencia del supuesto dialecto, que se manifiesta no sólo en la
presencia de palabras y frases suizas, sino también en un colorido
general de la prosa. Otros emplean uno u otro dialecto regional o social
de su propia lengua. Ninguna de las dos soluciones es satisfactoria.
Aunque
el proyecto de reunir los escritos de Walser se inició antes de su
muerte, sólo después de que aparecieran los primeros volúmenes de sus
obras completas en edición académica en 1966, y de que se lo comenzara a
leer en Inglaterra y Francia, se le prestó una amplia atención en
Alemania. En la actualidad, Walser es más conocido por sus cuatro
novelas, a pesar de que constituyen sólo una fracción de su producción
literaria y a pesar de que consideraba que el género novelístico no era
su fuerte. Su propia vida, carente de acontecimientos pero desgarradora a
su manera, era su único tema verdadero. Todos sus textos en prosa, como
sugería el autor retrospectivamente, podían leerse como capítulos de
"una larga historia realista sin argumento", un "libro del yo [Ich-Buch]
cortajeado o descoyuntado".
El ayudante que da título a la novela
de Walser de 1908, Joseph Marti, es contratado como empleado y factótum
general por el inventor Herr Carl Tobler, tras despedir a su predecesor
por alcoholismo. Durante el año en que ocupa el puesto, Joseph está en
una posición privilegiada para hacer la crónica de la lenta declinación
de la empresa de Tobler y la pérdida de su espléndida casa.
Pero
Walser no está interesado en el aspecto trágico de tales
acontecimientos, en este caso, la tragedia burguesa de la caída de la
casa Tobler. Tampoco está interesado en convertir a Tobler en la típica
figura cómica del inventor distraído. Sus inventos -el reloj
propagandista, la máquina expendedora de balas, la silla inválida, la
máquina de perforación profunda- no son más absurdos que los artilugios
de la vida real que capturan la fantasía del público y les procuran
fortunas a sus inventores: la bicicleta, el rifle de aire comprimido.
Por fin, tampoco le interesa a Walser describir el momento histórico en
que el inventor como hombre de ideas da paso al inventor-empresario,
quien a su vez dará paso al inventor como empleado asalariado del gran
capital. El papel de Joseph en el establecimiento Tobler puede ser
secundario, pero es Joseph, no Tobler, el héroe del libro, y la
evolución (Bildung) de Joseph es el tema del autor.
El lugar de
trabajo de Joseph es también su lugar de residencia: si bien nunca le
pagan su salario, recibe, como parte del acuerdo, un confortable cuarto
propio y todas sus comidas. Así, inevitablemente, Joseph tiene que vivir
muy cerca de Frau Tobler.
Un hombre joven, vigoroso y sin
ataduras lanzado en brazos de una mujer mayor, atractiva e insatisfecha
es una situación rica en posibilidades narrativas: al joven se le pueden
hacer sufrir las punzadas de un amor insatisfecho, por ejemplo; como
alternativa, puede tener una relación culpable con su amante. Pero
aunque Joseph es indudablemente sensible a los encantos de Frau Tobler y
aunque Frau Tobler a veces parece invitarlo a avanzar, cuando le llega a
Joseph el momento de revelar sus sentimientos, no es amor lo que
expresa sino desaprobación: desaprobación por la frialdad con la que
Frau Tobler trata a su hijita Silvi.
Joseph es demasiado infantil
como para tener sentimientos paternales. De los cuatro niños Tobler, no
son los varones con quienes se identifica, tampoco con la frívola Dora
de cabellos dorados, sino con Silvi, la niña perturbada que moja la cama
con regularidad y luego es duramente castigada por el ama de llaves,
con la aprobación de su madre. Sería erróneo decir que Joseph quiere a
Silvi: como Frau Tobler declara en defensa propia, es difícil querer a
una criatura que es como un animal y, además, tan poco agraciada. Más
bien, lo que perturba a Joseph es que, por no cumplir con las
expectativas de los Tobler, Silvi ha sido expulsada del seno de la
familia y entregada al implacable régimen de los sirvientes. En el
destino de Silvi, teme ver el propio.
Los sentimientos de Joseph
hacia el matrimonio Tobler son profundamente ambivalentes. Por un lado,
apenas puede creer en la buena suerte que lo hizo aterrizar en una
situación tan cómoda, la cual lo saca concretamente de la clase obrera
en la que nació y le ofrece el hogar que nunca ha tenido. Por el otro,
le molesta su posición subalterna en la casa y las indignidades a las
que está expuesto sin cesar. Porque si bien los Tobler han rescatado a
Joseph del trabajo manual, no lo han elevado a su propio nivel social.
Al igual que otro de los héroes de Walser, Jakob von Gunten, Joseph se
ha convertido en miembro de la mal definida clase intermedia de los
mayordomos, escribientes e institutrices, ubicados uno o dos escalones
más arriba en la escala social que los campesinos o los sirvientes, pero
con mala paga y de quienes se espera que observen las normas propias de
la clase media en el vestuario y la conducta. Al igual que Jakob,
Joseph está lleno de un resentimiento incipiente y apenas oculto hacia
la gente que le da órdenes y cuyos modales imita.
La ambivalencia
de Joseph se expresa de diversas formas: en los alternativos ataques de
diligencia e indiferencia con los que desempeña sus tareas; en su
conducta hacia Tobler, a veces obsequiosa, a veces insubordinada. Nada
de eso está calculado. Joseph es una criatura de impulsos y estados de
ánimo cambiantes. Puede hablar con frases bien formadas, pero lo que
dice a duras penas está bajo su control. Cuando se dirige a Tobler, en
el mismo parlamento le reprocha a su patrón que se atreva a recordarle
las comodidades de su situación, desdiciéndose de inmediato y
disculpándose por su tono insubordinado, para después retirar su
apología y defender su insubordinación como algo vital para su respeto
por sí mismo. Tobler le responde con un estallido de risa y dándole una
orden sumaria. Transformado al instante en el tímido de todos los días,
Joseph obedece.
La corriente de sentimientos entre Joseph y Frau
Tobler es igualmente volátil. La conducta de ella oscila entre la
seducción y la altanería; Joseph a veces queda cautivado por la mujer, a
veces es fríamente crítico.
Los Tobler, sometidos a incesantes
tensiones por los acreedores, enfrentados cara a cara con la ruina y la
humillación social, tienen estados de ánimo tan inestables como Joseph.
Vivir en casa de los Tobler es como estar metido en una ópera italiana.
Joseph es lo suficientemente suizo-alemán como para que la experiencia
le resulte incómoda. Sin embargo, los Tobler le ofrecen un estilo de
vida familiar más satisfactorio que todo lo que haya conocido (su propia
familia sólo tiene una presencia nebulosa en el libro: una madre
psicológicamente dañada, un padre esclavo de la rutina). La mansión de
los Tobler, con su costoso techo de cobre, se ha vuelto no sólo su
residencia sino también su hogar. Por lo tanto, el paso que da al final
de la novela es enorme, cuando -afirmando su retorno a la clase obrera-
exige sus sueldos impagos y le dice adiós a la sede del orden y la
pasión, del confort y el tumulto, donde ha pasado el último año y, en
compañía del borracho Wirisch, sale a enfrentar el futuro.
Durante
su año con los Tobler, Joseph evoluciona y madura en un sentido
importante: aprende a ser parte de una familia, aunque se trate de una
familia que por cierto dista mucho de ser perfecta, en la que se le
exige que dé más amor del que recibe y donde su lugar siempre es
precario. Pero, en otro sentido, Joseph permanece constante. El rasgo
constante de su carácter es lo más profundo y misterioso de él, lo que
convierte a su costado innoble -su ceguera, su vanidad, su satisfacción
consigo mismo- en algo irrelevante. El rasgo constante emerge en sus
relaciones con el mundo natural y sobre todo con el paisaje suizo a lo
largo del ciclo de las estaciones. Joseph no es religioso en ninguno de
los sentidos habituales, tampoco tiene pensamientos interesantes (su
diario es banal), pero es capaz de una profunda inmersión, casi animal,
en la naturaleza y, a través de él, Walser puede expresar lo que
constituye el corazón de este libro: la celebración de la maravilla de
estar vivo.
¡Qué días aquellos! Húmedos y tormentosos, aunque con
cierto encanto. Las hojas rojas y amarillas brillaban febrilmente,
ardiendo entre las brumas grises del paisaje. Las hojas de los cerezos
eran de un rojo incandescente, herido, doloroso, pero a la vez bello,
que reconciliaba y alegraba. Los prados y arboledas parecían a menudo
envueltos en velos y paños mojados; arriba y abajo, de lejos y de cerca,
todo se veía gris y húmedo. Uno recorría aquel paisaje como un sueño
turbio. Y, no obstante, ese clima y ese mundo expresaban también una
secreta alegría. Se olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer
la fruta madura sobre los prados y senderos. Todo parecía doble o
triplemente silencioso. Se hubiera dicho que los ruidos dormían o temían
dejarse oír. Temprano por la mañana y tarde por la noche, las sirenas
de niebla enviaban sus asmáticas señales sobre el lago, anunciando el
paso de algún barco en la lejanía. Sonaban como quejas de animales
indefensos. Sí, la niebla abundaba. Y de vez en cuando: buen tiempo.
Eran días auténticamente otoñales, ni buenos ni malos, ni
particularmente agradables ni muy sombríos que digamos, ni soleados ni
cubiertos, sino de esos que permanecen uniformemente claros y turbios de
la mañana a la noche, que a las cuatro de la tarde ofrecen la misma
imagen del mundo que a las once de la mañana, días en los que todo yacía
bajo el velo de una placidez dorada y un tanto opaca, en que los
colores se replegaban silenciosamente sobre sí mismos, como soñando por
su cuenta, preocupados. ¡Cómo amaba Joseph esos días! Todo se le
antojaba hermoso, ligero y familiar. Esa leve tristeza en la naturaleza
lo volvía despreocupado, casi irreflexivo... Había que mirar el mundo
con calma, ecuanimidad, bondad y reflexión. Dondequiera que fuera, veía
siempre la misma imagen pálida y llena, el mismo rostro, y ese rostro lo
miraba con ternura y seriedad.
Walser escribió mucha poesía en el
curso de su vida -ocupa cientos de páginas en sus Obras Completas-,
pero ningún poema tiene la resonancia de un pasaje como el anterior,
incorporado como está en la historia de un sujeto expuesto a la
experiencia. Vemos y olemos lo que Joseph ve y huele, pero también
sabemos lo que significan las estaciones en su vida y cuáles son las
preocupaciones y ansiedades que a tal punto compensan. Pasajes como
éste, de éxtasis y celebración, nos permiten entrar en la mente de un
hombre para quien el paisaje suizo, con sus estados de ánimo cambiantes,
es una figura benigna siempre presente, pero que es capaz de sentir la
misma gratitud ante la comodidad de una cama caliente.
Traducción: Cristina Piña
Coetzee en Buenos Aires y Montevideo
- 26 de abril. A las 19 horas, el escritor sudafricano leerá extractos de su última novela, La infancia de Jesús, en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5574).
- 27 de abril. Junto con el novelista Paul Auster, Coetzee dará lectura a algunas de las cartas que intercambiaron y fueron reunidas en Aquí y ahora. El encuentro es a las 18. Después, ambos autores firmarán ejemplares en el estand de Mondadori.
- 29 de abril. Conferencia en el Malba (Figueroa Alcorta 3415) sobre "La idea de una biblioteca personal", a las 19 horas. Luego, el escritor responderá preguntas de la novelista Anna Kazumi Stahl.
- 30 de abril. Firma de ejemplares en el estand de Grupal, en la Feria del Libro.
- 5 de mayo. Dará una conferencia en el Teatro Solís de Montevideo.