Gabo que estás en los cielos
Fui el primer periodista colombiano que pudo entrevistar a García Márquez, con detenimiento y a pierna suelta, cuando él regresó triunfalmente al país, a su país, como un boxeador que acabara de coronarse campeón mundial, después del estropicio causado por Cien años de soledad
Gabriel García Márquez dijo a Juan Gossaín: “ni yo mismo sé quién soy”, en la entrevista que le concedió en 1971 al regresar a Colombia. /elespectador.com |
Recuerdo los pormenores de aquel episodio, y sucedieron
tantas cosas insólitas y extravagantes que vale la pena dejarlas por
escrito. Estábamos en el aeropuerto de Barranquilla, bajo un sol
implacable, esperando que aterrizara la rutilante estrella literaria. En
los muelles de bienvenida se amontonaban periodistas, viejos amigos
suyos, curiosos y secretarias en busca de autógrafos del novelista para
después cambiarlos por los del centro delantero del Júnior. Pero también
estaban, y eso es lo importante, los grandes camaradas que Gabito había
dejado en esta ciudad donde vivió tanto tiempo, donde escribió La
hojarasca, donde disfrutó los mejores años de su vida, donde conoció a
Mercedes Barcha —la hija del boticario de Magangué que luego sería su
esposa—, donde fue feliz escribiendo para El Heraldo una columna de
comentarios que se llamaba “La Jirafa” y bebiendo ron en los sardineles
del Paseo Bolívar y en las mesas metálicas del Café Roma.
Allí
estaban ellos, endomingados, con los zapatos nuevos y el vestido de lino
irlandés que permanecía en el fondo del escaparate desde la época en
que los buques de rueda remontaban el río Magdalena: los choferes de
taxi, los mamadores de gallo de La Cueva, los vendedores de periódicos,
los fotógrafos callejeros. Entre aquella multitud prevalecía el temor de
que Gabito, el muchacho flaco y cabezón que ellos habían conocido,
volviera ahora estirado por el éxito, estirado y espantajopos.
Pero
se abre la puerta del avión y lo primero que se asoma es una
estruendosa guayabera panameña, de todos los colores que Dios echó al
mundo, que parecía un disfraz carnavalero del Congo grande. (Un taxista
recordó, entonces, que veinte años atrás, y por esas mismas
excentricidades, a García Márquez le decían Trapo Loco en Barranquilla).
Bajó
por la escalinata. Vio los rostros de los viejos compañeros, los
espejuelos de Fuenmayor, la barriga descomunal de Quipe Scopell, el
diente de oro de Racedo, la cámara fotográfica del Mono Manjarrés, los
señaló con un dedo —en la otra mano traía una caja de cartón que habría
de perderse— y gritó a bocallena: —¡Mierda, otra vez los mismos
camajanes!
Su carcajada de cataclismo ahogó las últimas palabras.
Los del pintoresco comité de recepción se miraron satisfechos unos a
otros: no cabía duda, ese era Gabito, aunque ya no estuviera tan flaco, y
aunque ahora los críticos fascinados del New York Times Book Review
insistieran en llamarlo “Mr. Márquez”. ¡Tan pendejos como siempre, los
gringos!
Macondo es Macondo, para qué negarlo: García Márquez
había ido a Barranquilla, más que todo, para visitar a ese amigo
entrañable e inolvidable que era Álvaro Cepeda Samudio. Pero Cepeda
estaba en Nueva York. De modo que el novelista tuvo que regresar por la
tarde al aeropuerto a esperar al amigo que debía haberlo estado
esperando a él por la mañana. ¿Hay acaso motivo para extrañarse después
de que el coronel Aureliano Buendía encabezó treinta y seis guerras
civiles, las perdió todas, y se sentó en la puerta de su casa a esperar
que pasaran con su propio entierro?
La casa grande de voces y de imágenes.
Cuatro
botellas de cerveza, un grupo de amigos, un patio de sol y de viento,
el olor de las flores en el corredor, el rumor de una anciana que
deambula por los pasillos: todo vuelve a ser igual.
El gitano ha
regresado. Trajo su baúl de sortilegios y su carga de recuerdos y la
instaló aquí, en el patio donde la luz reverbera sobre los tejados y en
los muros de ladrillo.
La tarde se refresca a medida que se
acercan las seis. García Márquez canta un vallenato: “Allá en La
Guajira, arriba, donde nace el contrabando...”. Fuenmayor, Escopel y
Angulo hacen coro y tamborilean con los dedos en la mesa o en los brazos
de los taburetes. Los perros se espantan otra vez.
“No soy lo que quiero ser...”
“¿Sabes
qué he aprendido en cuarenta años? Que todo es exactamente la misma
vaina. Volvemos al punto de partida, reiniciamos, empezamos otra vez.
Cuando yo escribía en los periódicos, el sueño de mi vida era ser un
novelista célebre, afamado en todo el mundo, con libros que se
conocieran en los confines del universo, traducidos a todos los idiomas,
expuestos en las vitrinas de cuanta librería existiera en Europa, en
Asia, en América, en todas partes. Y sobre todo, no tener nada más que
hacer: sentarme a escribir novelas, buenas novelas, mis novelas. Ahora
que lo he conseguido, que he realizado mis sueños uno a uno, me doy
cuenta de lo que verdaderamente quiero ser: un gran reportero, un
incansable buscador de noticias. Siempre quise ser lo que hora no
soy...”.
“Me he vuelto rutinario”
¿Es una frustración?
Es más que eso: es un anhelo.
Acabo
de comprender que yo —veinte años partiéndome el alma para llegar a la
cumbre, a la que yo creía que era la cumbre— estoy empantuflado,
rutinario, y lo peor es que esa rutina se la transmite uno a lo que
escribe. En Barcelona escribí un día que mi última novela —El otoño del
patriarca— es una novela de gabinete. Su esqueleto puede ser muy bueno,
pero le falta algo... algo le falta a eso que te dije ayer: el olor de
la guayaba, la sensación verídica de lo que estás diciendo, la seguridad
de lo que estás pensando.
La búsqueda del mundo
¿Esa búsqueda es la razón de este viaje a América?
Eso,
ni más ni menos. Al principio creí que sí, que yo podría trabajar como
si fuera el empleado de un banco: horario, oficina, teléfono, máquina,
portafolio. Se me estaba volviendo una obsesión, una angustia de todas
las mañanas, hasta que un día agarré a mi mujer y a mis hijos y me
agarré a mí mismo por dentro y dije: me voy a recorrer el mundo. Cuando
salimos de Lisboa estaba lloviendo, y llovía también cuando llegamos a
Paramaribo. Desde el momento en que saqué la cabeza por la portezuela
del avión, sentí que estaba encontrando lo que buscaba: la lluvia de
Paramaribo no era igual a la lluvia de Lisboa, y era la lluvia que yo
necesitaba para mi novela, lo necesitaba para mi novela, lo que había
estado buscando por todos los cuartos de mi casa sin encontrarla. No sé
si era más fuerte o más húmeda o más cálida, no sé explicar qué tenía
esa lluvia de Paramaribo, pero descubrí que era la mía, la que estaba
necesitando para la lluvia de mi libro. Me sentí un poco feliz porque el
viaje estaba produciendo los resultados que yo tanto anhelaba;
encontrar, probar y comprobar mis elementos y mis seres... Después
entramos en un bar del aeropuerto, con aire acondicionado y muchas
comodidades, y yo me salí por una puertecita que comunicaba con un salón
lleno de olores, de secreciones, de cosas extrañas. En un rincón había
una negra gorda con una bayeta roja en la frente, vendiendo jengibre.
Miré al techo y sentí ganas de llorar: allí estaban, yo los había
olvidado ya en mi rutina de escritor profesional: los ventiladores de
aspas... en ese momento supe que era capaz de regresar inmediatamente a
Barcelona y escribir la novela que quiero, como yo la quiero escribir.
Entonces ‘El otoño del patriarca’...
“Es
una novela sumamente difícil, porque yo mismo me la puse muy dura. Creo
que más que una novela estoy haciendo un experimento poético. Si
después de todo no ocurre así, la rompo tranquila y dulcemente. Pero de
todas maneras me parece que saldrá. Es la novela que desde hace tanto
tiempo quería escribir, pero no era posible sin haber resuelto antes
todos mis problemas. Por eso digo que mi novela está lista y que sólo
falta una cosa: escribirla. Mi vida está concentrada por completo en la
novela.
“No leo novelas de actualidad”
Volviendo a sus lecturas, ¿cuáles son las favoritas?
Hace
tiempo dejé de estar al día en asuntos literarios. Detesto los libros
de moda, y si yo no hubiera escrito Cien años de soledad, tampoco la
hubiera leído. Sigo leyendo los libros que me impresionan desde los
primeros tiempos: selecciones de Joseph Conrad, algo de Faulkner —cada
vez lo soporto menos— y mucho de Graham Greene, un verdadero maestro en
cuanto enseña el oficio de escribir. Leo muchos libros que no se
distinguen por su importancia literaria sino documental: memorias de
secretarias y secretarios de personajes célebres, aunque sean mentiras,
y, excepcionalmente, Papillon, un libro apasionante sin ningún valor
literario. Debió ser reescrito por alguien que es muy buen escritor,
según se observa por los trucos que emplea, pero a quien le interesaba
crear la sensación de que el libro es de un principiante.
“Tengo una duda en el alma...”
La soledad es el elemento predominante en sus novelas. ¿Se siente usted solo?
Me
siento infinitamente solo, pero creo que todos los hombres también.
Además de que se sienten solos, todos los seres están realmente solos.
Si aceptamos que yo he tenido éxito, que esto es el éxito, no se lo
recomiendo a nadie. Le sucede a uno como a los alpinistas, que se matan
por llegar a la cumbre, y después que llegan, ¿qué hacen? Bajarse,
tratar de descender con la mayor dignidad posible. Yo no creo en amigos
posteriores a Cien años de soledad.
Los negocios: libros y dinero
¿Cuál es su horario de trabajo?
Me
he impuesto un horario: levantarme a las siete de la mañana con mis
hijos —hemos hecho un trato: el que se despierte primero llama enseguida
a los demás—, nos metemos juntos a la ducha, desayunamos en compañía,
ellos se van para el colegio y yo me siento a escribir hasta las dos y
media de la tarde. Rodrigo y Gonzalo regresan a esa hora de la escuela y
nos reunimos todos a almorzar con Meche (su esposa, Mercedes Barcha).
Como generalmente me he acostado tarde la noche anterior, hago una
pequeña siesta, después leo oyendo música, y por la noche veo siempre a
mis amigos. Creo que es el horario ideal de todo escritor.
¿Y los negocios?
No
me preocupo por el dinero. De eso se encarga un agente literario que
tengo en Barcelona y que en este momento atiende las diecisiete cuentas
de las diecisiete editoriales del mundo que tienen mis libros. Todos los
días me veo con él: en la calle, en actos sociales en cualquier parte,
pero hemos hecho un pacto inviolable de no hablar de negocios sino una
vez al mes. Ese día nos reunimos cuatro o cinco horas en su oficina,
miramos lo que haya que mirar y firmar y discutir y comentar. Y hasta el
mes entrante. Esa es la única ocasión en que pienso en mis libros y el
dinero que me producen.
Más literatura
¿Alguno de sus personajes es autobiográfico?
No
puedo explicar claramente por qué, pero todos mis personajes son
autobiográficos en el sentido de que los hago con mis propias
experiencias, con un pedazo mío a todos, absolutamente a todos. En cada
uno de ellos, por lo menos el elemento fundamental es autobiográfico.
¿Por qué, entonces, el extravagante médico francés de ‘La hojarasca’ comía yerba común y corriente, de la que comen los burros?
Ese
no es el elemento fundamental de su personalidad, el que hemos
calificado de autobiográfico. Es otro, que no puedo revelar. Pero fíjate
en qué forma la soledad agobia y rodea a ese personaje, el más solo de
todos los míos. Lo que pasa es que está tratado por un escritor todavía
inexperto.
¿Y Blacamán el mago y Melquíades el gitano? ¿Usted, como ellos, también vende milagros?
De
cuantos personajes he inventado, esos dos son los que menos se parecen a
mí. No vendo milagros, como ellos, sino que los regalo. Si es que los
míos pueden considerarse milagros. En todo caso, no tengo pecados de
simonía...
¿Quién es, entonces, Gabriel García Márquez? ¿Cómo es?
He
escrito cinco libros tratando de averiguarlo, de saberlo, de descifrar
cómo soy yo, quién soy. Y todavía no lo tengo claro. Pero hay algo que
sí sé: soy el mejor amigo de sus amigos, y ese primer puesto no me lo
dejo quitar de nadie.
El olor de la guayaba
En
la casa de otro escritor —el barranquillero Álvaro Cepeda Samudio—
García Márquez aceptó que “en compañía de Mario Vargas Llosa firmamos en
Barcelona un telegrama de respaldo a los intelectuales y artistas que
se refugiaron en el convento de Monserrat, cerca de Barcelona, para
protestar contra el juicio contra los nacionalistas vascos”. “Mi viaje a
Colombia —agregó luego— estaba decidido desde hace mucho tiempo. Es que
quiero recordar a qué huele una guayaba...”.
Respondiendo las
llamadas telefónicas que le hicieron en Bogotá y Cartagena, el escritor
recordó los viejos tiempos de la bohemia barranquillera, cuando surgió
aquí el principal grupo literario y artístico de Colombia.
“Una
noche —dijo— cuando volví la última vez del exterior, salimos con
Alfonso (Fuenmayor) a recorrer la ‘Calle del Crimen’, donde tantas
noches amanecimos de parranda, y al ver unas mujeres en la acera,
comenté al oído de Alfonso: ‘Qué vaina, parecen cachacas...’, y una
alcanzó a oírme, me gritó: ‘Cachaca será tu madre, desgraciado’. Es un
recuerdo inolvidable de Barranquilla. Como el que tengo, también, del
bar Happy, donde se congregaba nuestro grupo antes de que existiera La
Cueva. Al Happy lo inauguramos nosotros, y lo quebramos. Cuando nos
dijeron que la pila de vales era superior a las existencias de ron que
quedaba, emigramos a La Cueva. Después fundamos una revista literaria en
la cual publicábamos todo lo que se nos ocurría...”.
“Tengo en Pekín...”
Alguien le pregunta por teléfono a García Márquez en qué proporción económica le han ayudado sus novelas.
“Sí,
claro —responde—. Tengo un apartamento de propiedad horizontal en
Pekín, acciones en la bolsa de Nueva York, haciendas en Rusia, una casa
de campo en los Urales...”.
En ese momento aparece un viejo
pariente del escritor: Nicolás Márquez Gómez. Tiene veinte hijos, de los
cuales conoce sólo a doce. “El vivo retrato del coronel Buendía. Ojalá
un día de estos no te los marquen en la frente con una cruz de ceniza”,
le dice García Márquez. Su primo segundo, por línea materna, recuerda
las batallas de Fonseca y Carazúa, de la guerra civil colombiana, en las
que participó el más reciente héroe nacional: el coronel Aureliano
Buendía, promotor de treinta y seis alzamientos militares y derrotado en
todos.
Aunque no quiso decir cuáles son sus planes inmediatos.
García Márquez permanecerá por lo menos seis meses más en Colombia.
Vivirá durante ese tiempo en Barranquilla. ¿Se queda? No desea revelarlo
por lo pronto. Se limita a repetir: “Quiero recordar a qué huele una
guayaba...”.
Hablemos de política
Hablemos de política
¿Cree usted que ocurre algo al sistema norteamericano?
Sí:
los Estados Unidos, en cambio, van para atrás. Hace algún tiempo Nixon
dijo que debe pensar un poco menos en Chile y un poco más en Chicago.
Eso es más que una frase bonita: es la realidad. Los Estados Unidos han
entrado en un proceso de descomposición social, profundo e irreversible,
que los obligará a tener gobiernos cada vez más reaccionarios y
brutales. La libertad de expresión, la tolerancia de la crítica, que han
sido mantenidas hasta ahora por un régimen que se sentía muy seguro de
sí mismo, se verán cada vez más restringidas.
¿Qué habrá de ocurrir en definitiva?
¿No lo notas, no lo sientes, no te das cuenta? El Vietnam está llegando a Manhattan...
¿No es usted de los que piensan que todo cuanto sucede en los Estados Unidos tiene que repercutir en Latinoamérica?
Los
Estados Unidos reconocieron que 1970 fue para ellos el peor año en la
América Latina. Los próximos serán peores. Es decir, mejores para la
América Latina. En la actualidad, los Estados Unidos tienen aquí los
problemas de Cuba, Chile y Perú, tres incordios, tres dolores de
estómago, tres cólicos miserere sin yerbabuena a la mano. Y todos al
mismo tiempo. No le demos más vueltas, no doremos más la píldora, no nos
llamemos a engaño: la América Latina ha entrado en un proceso de
cambios profundos. Y eso, viejo, no lo puede parar ya nadie.
Colombia
García
Márquez se alista esta mañana de domingo para viajar a Puerto Colombia,
un balneario próximo a Barranquilla. Mientras busca afanosamente entre
las maletas que trajo de Barcelona su pantalón de baño, seguimos
dialogando por toda la casa, uno detrás del otro.
¿Y Colombia, qué dice usted de Colombia?
Alguien
me decía recientemente en Europa que Colombia será el único país que se
quedará como está, para que el papa tenga donde refugiarse cuando el
universo entero sea socialista. El chiste es bueno, pero tú sabes que la
historia no tiene tanto sentido del humor...
¿Usted cree que todavía existe la persecución a la cultura en Colombia de la que habló hace tres años en El Espectador?
Colcultura
fue un organismo creado para guardar ciertas apariencias. Nombraron
director a mi querido amigo Jorge Rojas, que es uno de los grandes
poetas de la lengua castellana, pero no creo que nadie haya sido tan
ingenuo como para creer que con eso se iban a resolver los problemas de
la cultura en Colombia, que son mucho más profundos, pues empiezan en
las raíces mismas de nuestro sistema decrépito.
La Casa de las Américas. Borges
¿No
le parece a usted que en concursos literarios como los de la Casa de
las Américas, de La Habana, todo escritor no revolucionario o
derechista, por muy bueno que sea, está eliminado de antemano?
No,
en lo absoluto. En esos concursos los jurados son escogidos con un
criterio muy amplio y actúan con completa independencia. Lo que ocurre,
por factores extraliterarios, es que se nota una tendencia de izquierda
en los libros premiados porque los autores de derecha generalmente no
participan. Esto me hace pensar en un fenómeno curioso, una casualidad,
si se quiere, pero, salvo las excepciones conocidas, es innegable que
los buenos escritores son de izquierda. La excepción más grande es
inmensa: Jorge Luis Borges.
Si a usted le otorgaran el Premio Nobel, ¿lo recibiría?
Me
gustaría que me lo concedieran cuando ya mi trabajo me haya producido
suficiente dinero como para rechazarlo sin remordimientos económicos. El
Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional.
Afuera,
la mujer y los amigos estaban apurando. Gabriel García Márquez se
marcha a Puerto Colombia, a reencontrarse con el mar del Caribe, único
motivo de su viaje a América