Hace poco más de un mes, el 5 de marzo, moría hospitalizado Leopoldo María Panero, gran poeta sobreviviente de Los novísimos, hijo del escritor oficial del franquismo Leopoldo Panero, uno de los protagonistas del filme insignia de la transición, El desencanto, de Jaime Chávarri, y, finalmente, uno de los personajes más terribles y queribles de España, el loco oficial, el único poeta de verdad que quedaba en su país, en opinión de su colega Félix de Azúa. Ofrecemos una recorrida por sus internaciones psiquiátricas, su vida pública, su obra valiosa y su muerte solitaria
Leopoldo María Panero escribió su primer poema a los cinco años: “Mi corazón
temblaba y no era un sueño / fueron muriendo todos los soldados de la
guardia del rey / y mi corazón seguía temblando”. Lo cuenta su madre,
Felicidad Blanc, en el documental de Jaime Chávarri sobre la vida de los
Panero, titulado El desencanto, aunque ahí hay un pequeño desacuerdo
entre Felicidad y su hijo: que si fue a los cuatro cuando empezaste con
eso de la poesía, que si a los cinco, que si ponías los ojos en blanco
cuando recitabas y decías que eras un “poetiso”. Luego Leopoldo repite
la anécdota en muchas entrevistas, para confirmar aquello de que el
talento y la locura nacen con uno o no nacen.
Loco oficial, figurita codiciada del morbo mediático, a Leopoldo
María Panero lo conocía todo el mundo. Lo conocían los que jamás habían
leído un poema más que en la escuela y aun gracias. Lo conocían nuestros
padres y abuelos, recelosos del mundillo literario. Panero era famoso
por sus apariciones sonadas en la tele, en la primera temporada de
Crónicas marcianas, el programa de late night más longevo y más visto en
la historia de la televisión española, o en Negro sobre blanco,
conducido por Fernando Sánchez Dragó, donde desbarrancó como nunca, se
levantó a cada rato para ir al baño y logró que tambaleara frente a las
cámaras la paciencia infinita del conductor.
Leopoldo María Panero fue una de esas víctimas que la España
franquista dejó a su paso. El pensamiento reaccionario español, que
muchos siguieron arrastrando como a un cadáver descompuesto tras la
muerte de Franco, asociaba “higiene mental” con “moral católica”,
dejando tras de sí un grupo de marginados que fueron objeto de burla y
desatención durante más de una década. Había muchos motivos para que el
mito alrededor de Panero superara a su obra en popularidad. Sus
adicciones, su presencia molesta en los medios, su incontinencia, la
inagotable ansia por el cigarrillo, la Coca-Cola y el alcohol. Pero
también su impudicia a la hora de hablar y esa capacidad que tenía de
arrojar a quien quisiera escucharlo contra el durísimo muro de lo
irracional. Fue por culpa del fanatismo de quienes lo consideraban el
loco inspirado y las burlas de quienes se reían de él que se fue
desdibujando la importancia literaria de Panero. Como señaló Félix de
Azúa (uno de los “nueve novísimos” de la antología de Castellet, en la
que Panero era el benjamín de todos y compañero de trayecto del poeta):
“Leopoldo María Panero es el único poeta de verdad que queda en España;
los demás somos todos funcionarios”.
Leopoldo María Panero nació en Madrid en 1944. Su padre, Leopoldo
Panero, fue el poeta insigne del franquismo, embajador de la hispanidad
junto a Luis Rosales y Agustín de Foxá. O por lo menos así ha pasado a
la historia, aunque también hay quien dice, con el afán de defenderlo,
que en muchos ambientes se lo consideraba un rojo. Sea como fuere, lo
cierto es que la España de la posguerra y sus poetas se dividieron entre
los que se quedaron y los que se fueron. Y Leopoldo padre se quedó y
tuvo tres hijos junto a su esposa, Felicidad Blanc: Juan Luis, Leopoldo
María y Michi. Los tres hermanos llevarían a cabo, con devota
dedicación, el exterminio de la dinastía de los Panero, como si los
dioses los hubieran llamado al mundo sólo para sufrir y cargar sobre sus
hombros con ese destino cruel de tragedia griega: el de borrar de la
faz de la tierra la semilla de la familia. Y a eso se dedicaron en
cuerpo y alma, en cada garito de la movida madrileña, en cada juerga en
Ibiza, en cada borrachera.
Leopoldo María Panero tuvo su primer intento de suicidio –“de
opereta”, según él mismo cuenta– en una pensión de Barcelona. Ya tenía
una hilera de valiums dispuesta encima de la cama cuando irrumpió una
andaluza entrometida de la pensión y le dijo: “¿Pero es que va usted a
hacer lo mismo que la Marilyn Monroe?”. Luego vinieron otros intentos de
suicidio, otras casi muerte por alcohol o drogas que no consiguieron
abatirlo, como para seguir alimentando al mito.
FIN DE UNA RAZA
“Todo lo que yo sé sobre el pasado, el futuro y, sobre todo, el
presente de la familia Panero, es que es la sordidez más puñetera que he
visto en mi vida, que son todos una panda de memos, desde las tías
hasta los famosos tatarabuelos”, dice Michi Panero, el menor de los
hermanos, en el minuto ocho de El desencanto, el documental donde los
Panero se dedican a quitarse los ojos los unos a los otros pero
fundamentalmente a poner verde al gran ausente: el padre, del que todos
hablan mal sin que nadie se pare a defenderlo. La película de Chávarri
cayó como una bomba en la España de la transición, que todavía no estaba
preparada para ver cómo se resquebrajaba delante de sus ojos una
familia de señoritos de Astorga. Y mucho menos para aceptar como si nada
que una mujer, Felicidad Blanc (culta, sofisticada, deliciosamente
perversa), en lugar de representar el rol de ángel del hogar que le
venía impuesto histórica y socialmente por condición de género, se
dedicara a filosofar con sus hijos varones, casi como si fuese tan
inteligente como ellos, echando a perder el ideal de la mujer franquista
calladita, buenita, insulsa.
Sin embargo, las sociedades se curten y se acostumbran a todo, y lo
que en 1976 fue considerado una orgía de blasfemias y excesos, hoy día
puede parecernos pueril e incluso gracioso. Pese a eso, El desencanto
resulta clave para entender la figura de Leopoldo María Panero. Cada vez
que el poeta abre la boca para soltar una perlita delante de la cámara
de Chávarri, e incluso también en aquellos momentos en que aparece en
escena sin hablar, con su cigarrillo entre los dedos y esa actitud de
sobrador, nos sentimos empujados a preguntarnos cuándo acaba la ficción y
dónde empieza la realidad del hombre que encarnó Leopoldo María Panero.
Si la locura era un refugio para su alma inadaptada o acabó ganándole
la partida. Si interpretaba un papel o vino así, de fábrica. Claro que
lo mismo puede decirse de los demás miembros de la familia, incluida
Felicidad, que protagoniza uno de los momentos memorables de la película
cuando cuenta, sin que se le borre la sonrisa de la cara, de la vez que
metió unos gatitos recién nacidos en una caja, le hizo unos agujeros y
la metió al río en presencia de sus hijos.
“En la infancia vivimos y después sobrevivimos”, le dice Leopoldo
María a su madre con su voz gutural, clavándole su mirada de mapache. Un
rato antes le ha recriminado, dolido, que lo internara en una
institución porque fumaba hachís. Esa debió ser la vez inaugural. La que
selló –para ponernos tremendistas al estilo Panero– su destino de
hospitales y centros psiquiátricos. Panero estuvo internado en Madrid,
en Zaragoza, en Barcelona, en Pamplona, en Guipúzcoa, en Las Palmas, en
Reus. Contaba que los cuidadores azuzaban a los internos en su contra,
que lo perseguía la CIA, que su madre se le aparecía en sueños y le
devoraba de a poco el corazón, aunque, paradojas del Edipo, le dedicó
uno de sus poemas más bellos y sobrecogedores, limpio de esos temas que
son la marca registrada Panero: suicidio, necrofilia, nihilismo,
blasfemias, drogas, alucinaciones monstruosas. “Tengo una rosa tatuada
en la mejilla y un bastón con / empuñadura en forma de pato / y dicen
que llueve por nosotros y que la nieve es nuestra / y ahora que el poema
expira / te digo como un niño, ven / he construido una diadema / (sal
al jardín y verás cómo la noche nos envuelve)”.
Panero murió solo. Su hermano menor, el guapo de Michi, el escritor
sin obra, el galancete por excelencia de la movida madrileña que se
bebió hasta el agua de los floreros, murió en 2004, a los cincuenta y
dos años. Juan Luis falleció en Gerona el año pasado. Un mensaje en la
página de Facebook de la editorial Huerga y Fierro, los editores de
Panero de los últimos años, decía: “Leopoldo María Panero está en el
Tanatorio San Miguel, sala 202, por si quieren acudir. Sólo estamos tres
personas. Qué paradójico”.
EL AVERNO LIRICO
“Sólo un loco entiende a un loco, porque la locura es la forma más
atroz de la soledad”, escribe Panero. Desde los años setenta, tal vez
desde la publicación de Así se fundó Carnaby Street, el libro con el que
se gana la atención de la crítica y la de sus colegas de profesión,
Panero asumió el papel del loco iluminado, del habitante de otros mundos
psíquicos al que los periodistas entrevistaban como si fuera un
oráculo. Su personaje tenía un poco de Artaud, un poco de Lautréamont,
un poco de Alfred Jarry y, por supuesto, un poco de Hölderlin, sólo que
en vez de pasar sus días en una coqueta torre de Tubinga, Alemania,
Panero lo hizo en los pasillos de los psiquiátricos de medio España.
Panero construyó una suerte de averno lírico hecho del material de
su propia locura y en el que bullían los románticos ingleses y alemanes
junto a Rimbaud, Bataille, Ezra Pound, Genet, el rock y las drogas. Un
espacio de difícil acceso, cercado por la verborragia escatológica, por
el mito del personaje, por las teorías paranoicas con las que el poeta
hacía reír y asustaba. Hay que tener paciencia y valentía para cribar
esa maraña de versos y frases descabelladas con que Panero regó a la
audiencia durante años. Hay que atreverse a ir a tientas hasta llegar al
hueso, ahí donde oímos su voz sin disfraz, y la voz nos hace
estremecer: “Más allá de donde / aún se esconde la vida, queda / un
reino, queda cultivar / como un rey su agonía, / hacer florecer como un
reino / la sucia flor de la agonía: / yo que todo lo prostituí, aún
puedo / prostituir mi muerte y hacer / de mi cadáver el último poema”.
La obra de Panero vulnera las aspiraciones de bienestar y progreso
de la sociedad decente. No es una postura que en principio pueda
sorprendernos por su originalidad, cierto. Lo mismo hicieron Blake y
Rimbaud, que cumplieron con su deber de artistas críticos, hostiles,
irónicos y se dedicaron con cuerpo y alma a transgredir las normas y
conductas de la sociedad burguesa y a impugnar los centros de poder.
Panero bebe de esas mismas aguas apartadas y se postula a sí mismo para
ser el rey de los delirantes, el que injuria y denigra todo lo que le
circunda, incluido él mismo: “Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero /
hijo de padre borracho / y hermano de un suicida / perseguido por los
pájaros y los recuerdos / [...] gritando porque termine la memoria / y
el recuerdo se vuelva azul, y gima / rezándole a la nada porque muera”.
Pero aun así, Panero no es un poeta maldito. Del mismo modo que no lo
son Rimbaud ni Blake. Un poeta maldito es un estereotipo. Un ser al que
percibimos por lo que representa y no por lo que verdaderamente es. Un
poeta maldito es un aprendiz de maldito. Un falsario que lleva cosidos
en la ropa vestigios de los mundos subterráneos a los que visita de vez
en cuando y de una locura que probablemente no es suya, sino robada a
alguien más. Llamar a Panero poeta maldito es caer en una simplificación
y asumir que su mayor valor como poeta fue, tal vez, el de épater al
lector (que no lee) burgués, porque eso es lo que hacen los poetas
malditos, aunque no haya nada más fácil de hacer.
Panero se rindió ante el relativismo de Nietzsche, a quien citó a
menudo a modo de invocación, y usó su poesía como un arma para
desmitificar todo cuanto se pusiera a su alcance: el psicoanálisis, la
religión, la familia, el marxismo, la burguesía, el proletariado. Decía:
“La ideología siempre miente y, al final de todas las ideologías,
podríamos preguntarnos, como Pilatos, ¿qué es la verdad?”.
La incertidumbre y el escepticismo sobre la existencia humana es una
de las obsesiones de Panero. Algo que se tatuó en la piel y que lo
llevó a arrastrar una vida dura y severa por los bares y calles de
Madrid, donde malvivía vendiendo sus poemas, desarraigado de todo tipo
de razón, convencido de que ninguna de esas cosas que llenan de sentido
al hombre común, tenía valor para él.
Hay una palabra en español, intraducible al argentino, para
referirse a los desclasados y a los borrachos: crápula. La poesía de
Panero es de un crapulismo hasta la médula. Absorbe todos los vicios y
crímenes y presenta un mundo alucinado de metáforas de lenguaje mórbido
que nos hacen temer lo peor; que nos hacen temer que esas palabras
crípticas y simbólicas tengan efectivamente algún sentido: “Bello es el
incesto / Hay torneos de lanzas y juegos / y el vino promete su derrame /
para alegrar la unión / de los esposos. / Se decapitará a dos niños
para saber si es buena / la sangre, y si así augura / una feliz unión
para los siglos. / Cándido, hermoso es el incesto. / Madre e hijo se
ofrecen sus dos ramos / de lirios blancos y de orquídeas, y en la boca /
llevan ya el beso para desposarlo.”
ESCRIBIR EN ESPAÑA
Decía Panero que España era un país de envidias donde la cultura no
se respetaba para nada. Que lo habían hecho a un lado, castigado con el
vacío y la soledad. Que hasta su familia lo había olvidado. “Que vayan
ellos, dice, que vayan los horteras de mierda que no saben escribir un
poema, que vayan a cuidar a Leopoldo”, dice Michi, el hermano menor, en
el docudrama Después de tantos años, filmado por Ricardo Franco en 1994 y
que es algo así como una segunda parte de El desencanto. Claro que
Michi y Juan Luis tenían bastante trabajo lidiando con sus propias vidas
y trastornos varios.
Leopoldo María Panero llegó a Barcelona en el ’68 y se hizo amigo de
Pere Gimferrer, conoció a Vicente Molina-Foix y se enamoró de la poeta
Ana María Moix (amor nunca correspondido, por cierto). Cuenta el poeta
que esos fueron sus años más felices y también los que inauguraron las
primeras veces: los primeros versos de Así se fundó Carnaby Street, la
primera vez que probó heroína, la primera vez en la cárcel, la primera
vez en un psiquiátrico, la primera vez que alguien, Josep María
Castellet, se fijó verdaderamente en él y lo incluyó en la famosa
antología de los Nueve novísimos. Tras abandonar Barcelona, Panero se
pierde en la politoxicomanía, el psicoanálisis, los excesos y la
demencia. Los somníferos con los que amortiguó durante toda la vida su
exasperada desolación y su tremenda lucidez, así como el asco que sentía
por casi todo lo que lo rodeaba y que lo volvía un inadaptado.
“Escribir en España no es llorar, es beber, / es beber la rabia del
que no se resigna / a morir en las esquinas, es beber y mal / decir,
blasfemar contra España / contra ese país sin dioses pero con / estatuas
de dioses, es / beber en la iglesia con música de órgano / es caerse
borracho en los recitales... caerse húmedo, babeante y tonto y /
derrumbarse como un árbol ante los farolillos / de esta verbena
cultural”. Dice su amigo Adolfo García, editor de algunas de sus últimas
obras, “que (Panero) esperaba que le dieran algún premio, el Nobel o
algo así”. El poeta esperó el reconocimiento durante toda su vida, aun
desde la unidad psiquiátrica en la que estaba internado. Era un loco
consciente de su locura. Aunque sólo fuese en esos momentos en los que
conseguía abstraerse de sus fantasías paranoicas y ponerse a hablar de
literatura o de su propia enfermedad con una lucidez que hacía
estremecer: “Me he prohibido todas las emociones, porque sufriría mucho.
Nadie quiere a un loco. Qué solos se quedan los locos...”.
Tras la muerte de Panero, apareció una pequeña caja de cartón que
estaba en manos de alguien que no ha querido revelar su identidad a la
prensa, probablemente uno de los compañeros de residencia del poeta
antes de que lo trasladaran al psiquiátrico donde murió. La caja
contenía poemas inéditos, fotografías, documentos y un pequeño ensayo
fotocopiado de algún libro o revista titulado La palabra esquizofrenia y
la destitución del sentido, así como varios recortes de periódico en
los que pueden leerse artículos de psiquiatría. La intimidad del poeta
está presente en cada papel que guardó: el estudio y análisis de su
propia enfermedad, su últimos poemas, e incluso el desinterés por parte
de las instituciones de la cultura que Panero cosechó durante toda su
vida, puesta de manifiesto en una copia de una carta que en 1995 el
poeta César Cortijo y la traductora Blanca González remitieron a la
ministra socialista de Cultura, Carmen Alborch, para pedir que lo
sacaran del sanatorio de hombres de Santa Agueda de Mondragón y lo
trasladaran a otro centro. En esa carta, se calificaba la situación de
Panero de “muy dura” e incluso de “castigo eterno”. No tenemos noticia
de que la carta surtiese efecto.
Tal vez podamos considerar esta caja el último estertor de la saga
Panero. Un cierre a la altura del drama familiar. Una botella al mar que
llegó a nosotros por azar o por la buena voluntad de un albacea que
supo entender la importancia de lo que tenía entre manos. “Tíralas o
quédatelas, haz lo que quieras”, le dijo Panero a su amigo, al más puro
estilo Kafka, al entregarle sus pertenencias.
Probablemente tendremos ediciones póstumas de sus poemas inéditos. Y
seguro que la figura de Panero seguirá escalando, entre el fanatismo y
el fatalismo, hacia el primer puesto de los incomprendidos.