La próxima publicación de Historias desde la soledad reunirá en un volumen todos los relatos del crítico y pensador alemán, aun los brevísimos y dispersos en obras misceláneas. El editor reflexiona sobre el amor casi secreto del autor de Calle de dirección única por un género al que consideraba en riesgo
Walter Benjamin se adentra como cuentista./adncultura.com |
¿Por qué se está acabando el arte de contar historias? Esa pregunta
sobre el acto primigenio y arcaico de narrar obsesionó a Walter Benjamin
durante mucho tiempo y la respondió de diversos modos. Por ejemplo,
mediante las notas que desembocaron en su célebre ensayo "El narrador"
(1936), con un saber afín a la convicción de una fe. O bien mediante sus
propios diarios de viaje y textos autobiográficos -como el Diario de Moscú o Infancia en Berlín hacia 1900 en los que narraba la experiencia en un espacio vital - bios
- superpuesto a un espacio urbano. En ellos se acercaba a la figura del
contador de historias, cuyo don es "dejar que la suave llama de la
narración consuma por completo el pabilo de su vida". Benjamin había
vulnerado la regla que se había autoimpuesto durante veinte años: nunca
emplear la palabra yo excepto en las cartas. Ese afán de "poder
narrar toda su vida" propio del narrador se liberó a menudo en el
registro de lo minúsculo y lo insignificante, como si fuera un relámpago
del tiempo en una miniatura. Así lo registró en textos inclasificables
reunidos en Calle de dirección única ( Einbahnstrasse) o en Denkbilder ( Imágenes del pensar
). Había aprendido de Proust que el recuerdo "va de lo pequeño a lo más
pequeño, de lo más pequeño a lo minúsculo y así aquello que viene al
encuentro de esos microcosmos se torna cada vez más prodigioso".
Benjamin lo registraba todo en su letra diminuta, como un diario de
fragmentos lábiles de la memoria inmediata, porque así actuaba el
recuerdo: "deja a las cosas ser pequeñas, las comprime. Tierra del
marinero". Miniaturas de lo vivido: desde 1912, cada viaje era "una
ocasión del diario personal"; el relato de lo visto se acumulaba en
postales y los sueños en pacientes apuntes; se refería a las cosas que
atesoraba como si fueran cuentos del ser objetivo en el mundo;
registraba las palabras descubiertas y deformadas y los actos primeros
de su hijo Stefan; apuntaba en pequeños e innumerables cuadernos de
notas lo leído, lo pensado, lo incesantemente múltiple. Era así, en
tanto narrador ensimismado, también un coleccionista, "el verdadero
morador del interior".
Hubo un tercer modo, menos conocido por sus lectores:
un conjunto de narraciones, en la tradición cuentística, que escribió
cuando tuvo el deseo de ser, él mismo, un narrador. En el volumen Historias desde la soledad y otras narraciones
(El cuenco de plata, 2013) se reúnen todos los relatos ficcionales
escritos por Walter Benjamin: no sólo los que se conocieron hasta hoy en
algunas ediciones españolas como Historias y relatos , sino
también varias narraciones hasta ahora inéditas en español, desde sus
primeras tentativas en la juventud hasta algunos microrrelatos, afines a
ciertas parábolas kafkianas, escritos en 1933. Esta colección es la más
completa editada hasta el momento.
El deseo de narrar acometió a Benjamin al menos dos
veces en su vida de un modo imperioso. La primera, aún incipiente y
limitada, en su juventud: no más allá de 1912-1913, entre los veinte y
los veintiún años, cuando iniciaba los estudios universitarios después
de obtener su título de bachiller. Desde la adolescencia, hacia 1906, se
había iniciado en los diarios de viaje. Pronto supo que no hay viajes
sin relato y los llamó "aventuras del alma". En el "Diario de Wengen"
registró una: miraba distraídamente carteles publicitarios por un
pasillo de la estación y en la sala de espera descubrió, sentada junto a
dos señoras vestidas de luto, a una muchacha leyendo, con un vestido
rosa y un cinturón negro resplandeciente. Le pareció muy linda y creyó
que era la hija del jefe de la estación. La miró subrepticiamente, y
luego no volvió a hacerlo, mientras examinaba con extrema dedicación,
dos veces, los carteles. "La muchacha seguía allí, pero no fui capaz de
mirarla. Más tarde, cuando el tren abandonó la estación, la vi. Fue una
corta aventura del alma que encontró en esta mirada su final. Tampoco
era especialmente linda", leemos. Poco tiempo después, escribió breves
narraciones, que permanecieron inconclusas.
Esos hechos le darían otra certeza, que inscribiría en
"Rimas trazadas en el polvo móvil" casi dos décadas después: "Todo viaje
de aventuras, para que realmente se lo pueda contar, debe devanarse en
torno de una mujer, al menos de un nombre de mujer. Pues ése sería el
sostén que precisa el hilo rojo de lo vivido para pasar de una mano a la
otra". El viaje como aventura del alma y la mujer como enigma erótico
se hallaban en el origen de su propio acto de contar. Así, un día de
junio de 1913 le escribió desde Friburgo a su amigo Herbert Belmore:
"Hoy al mediodía he comenzado mi carrera de escritor con una Novelle
de hermoso título: 'La muerte del padre'. Asunto: poco después de la
muerte de su padre, un joven seduce a la criada. De qué modo, entonces,
ambos acontecimientos llegan a fusionarse y de qué modo el peso de uno
(embarazo de la muchacha) gravita sobre el otro". En sus ensayos,
Benjamin llamó Novellen incluso a los cuentos de Edgar Poe. Término recuperado del romanticismo alemán desde Goethe y Schlegel, la Novelle
es un relato ficcional de extensión indeterminada, de pocas páginas a
decenas, limitado a un solo hecho, situación o conflicto, que conduce a
un inesperado punto de inflexión, de modo tal que la conclusión
sorprenda aunque sea lógica. Al mes siguiente prometió a su amigo otra Novelle con la que pretendía "darle a la prostitución actual un sentido absoluto".
No escribiría ese texto, aunque hay un relato inconcluso llamado "El avión", en el cual un joven deambula como un flâneur
por el laberinto de una ciudad extranjera, se sumerge en la multitud,
"pierde su pureza" al acostarse con una prostituta que encuentra en la
calle, sigue a cuatro mujeres jóvenes, vuelve a encontrar a la ramera de
ojos infantiles con la que había dormido. Algún crítico sugirió que
recreaba un episodio de iniciación sexual de Benjamin, vivido en un
viaje a París junto a dos estudiantes amigos, en la primavera de 1913,
el año de las cartas a Belmore.
Como un acto de simetría y deuda, Benjamin escribió un
relato para el cumpleaños de su madre y ese otro relato donde imagina la
muerte del padre -el mismo año en que Franz Kafka escribió "La
condena"-. El primero, "Historia silenciosa", es la narración de una
impotencia erótica y, en parte, retoma aquella "aventura del alma"
anotada en el "Diario de Wengen" cuando vio a una muchacha en la
estación, pero no pudo hablarle ni volver a mirarla. Aquí el narrador
sigue a una muchacha que desea y que es una viajera, pero sólo atina a
llevarle su valija, como un "maletero". El segundo, "La muerte del
padre", es el relato de una profanación: el narrador viaja a la casa de
su padre porque le anuncian que está agonizando. Al fin mixtura el duelo
de la muerte con su experiencia sexual y posee a la criada en el diván
donde el padre ha muerto. En el tren de regreso se pregunta,
cínicamente: "¿Qué diría mi padre?".
Benjamin no volvería a escribir narraciones hasta 1929,
antes del período de Ibiza, en las islas Baleares, donde lo haría con
regularidad. Ese año finalizó dos relatos de tema amoroso sobre una
mujer ausente: "Rimas trazadas en el polvo móvil" y "El palacio D...y".
Allí narra el deseo como la huella de la mujer que no está, ya que vive
todavía en los objetos del cuarto que dejó, o en la ciudad en la cual
había vivido. Pero el período acuciante de su deseo de narrar ocurrió en
Ibiza, donde escribió la mayor parte de sus relatos, mientras seguía
reflexionando en ese espacio propicio sobre la condición del narrador,
que opone al novelista. Su primer viaje data de 1932, atraído por el
Mediterráneo. Benjamin se alojó en una habitación modesta que le pagó a
su amigo Félix Noeggerath, cuyo hijo había comenzado en la isla una
investigación sobre las narraciones del campesinado de Ibiza, que le
interesó vivamente. El anacronismo del espacio arcaico de la isla le
permitía rememorar aquello que en la era de la reproducción técnica se
había perdido: el arte de contar historias. Allí constataba aquel
"simple don" del narrador para despertar el espíritu de la historia en
lo vivido: eso que podía ser contado -es decir, lo narrable- consistía
en una "nítida apertura de la interioridad humana". Había sostenido en
"Arte de narrar" (1929) y en "Crisis de la novela" (1930) que leer
tantas novelas -y también tantos periódicos- era una acción que iba en
desmedro del hábito de narrar historias: la novela es la forma bajo la
cual los seres humanos ya no pueden preguntarse por las dimensiones más
importantes de la existencia, que son colectivas, porque privilegia el
punto de vista de lo privado. Insinuaba así que la novela corresponde al
ascenso de la burguesía y el imperio del individualismo y que la
tradición oral del sabio arte de narrar entraba en su ocaso o, al menos,
en una transformación. Benjamin era moderno y jamás dejaba de
historizar los fenómenos. "Lo eterno es el narrar -escribió en un
inconcluso ensayo sobre novela y narración-, pero perdurará en otras
formas, temporalmente condicionadas, "de las que aún nada sabemos". Y
apunta: "No hay que llorar. Sinsentido de los pronósticos críticos. Film
en lugar de narración. El eterno matiz de la vida que se dona".
Afirmaba a la vez la pérdida del aura del arte de narrar con la fe en
nuevas formas narrativas de la era de la reproducción técnica como el
cine; ciertas formas de la narrativa urbana que celebró -de Boris
Pilniak, Ernest Hemingway, James Joyce-; las novelas de detectives,
especialmente las de Georges Simenon, que descubrió en Ibiza. De hecho,
en esos días, proyectó estructuras y argumentos para escribir una novela
policial. Por ejemplo: "Asesino y detective podrían ser amigos íntimos
como Sherlock Holmes y Watson" o "Figura del asesino: un psicoanalista" o
"La conversación del asesino con el verdugo, que es la única persona
que lo defiende".
Al llegar a Ibiza escribió otro diario de viaje,
"España 1932", que sería una cantera para varias narraciones. En ellas
recrea la circunstancia propicia del arte de narrar: por ejemplo, un
viaje en un barco, con el tiempo disponible que acicatea el aburrimiento
junto a un narrador que relata un hecho, a veces ejemplar o paradójico,
a su audiencia. De ese cofre de memorias inmediatas extrae los relatos
de su experiencia misma y los narra por escrito para volverlos
inolvidables: la historia del motín abortado en el viaje del Mascotte;
la historia de la tripulante que es salvada de las aguas y entrega su
pañuelo con displicencia; la historia de la honestidad de los nativos,
que tienen abierta una prisión vacía de ladrones. Retratos de
extranjeros como él, que ejercitan el arte de la impostura y la
extrañeza, como la historia del irlandés que coleccionaba máscaras
falsas o la historia fantástica del malabarista Rastelli. Y también
pequeñas iluminaciones o fábulas, minúsculas crónicas de epifanías
ambulatorias, como el paseo con la amiga bajo la reverberación de una
luz extraña hasta que se revela, entre los árboles, el círculo de la
luna. Historias que nada prueban, que se interrumpen en lugar de
concluir, que alguien le cuenta a otro para acortar el tiempo del viaje,
en las horas muertas de la tarde o antes del alba, o en demorados
encuentros de tabernas, en confesionarios laicos. Narraciones en las
cuales Benjamin cruza la antigua artesanía con los ritmos propios del
montaje cinematográfico.
Entre el primer viaje a Ibiza y el segundo, en abril de
1933, Benjamin vivió un desgarramiento: dejó de ser turista para
transformarse en un perseguido. Hitler había dictado en marzo el decreto
de Gleichshaltung -sincronización forzada o nazificación- para
ejercer un control total sobre la sociedad. Ya no regresó a Berlín: era
un exiliado. Cada viaje sería al mismo tiempo una huida, en condiciones
cada vez más limitadas y desesperantes, hasta el día aciago de
Port-Bou, cuando se suicidó. Con su regreso a Ibiza, buscaba algo de paz
cerca del mar y un lugar seguro donde vivir con escasos recursos. Acabó
ocupando la habitación de una casa en construcción destinada a guardar
muebles. Por esa razón también escribió algunas narraciones que publicó:
para ganar dinero. Firmaba los textos que enviaba a la prensa alemana
-cuya demanda comenzó a escasear, con lo cual su situación económica se
agostaba- con un seudónimo: Detlef Holz. Visitaba a su amigo Jean Selz,
con el cual mantenía largas charlas. Un día consumieron una bola de opio
que Selz había conseguido en el barrio chino de Barcelona. Se desató
una tormenta y Benjamin sentía que los relámpagos tenían algo que decir
cuando llegaban hasta su fulgor blanco y que el color rojo de un ramo de
claveles se volvía amenazante. Para referirse al opio, Selz inventó la
palabra "crock". Benjamin escribió unas breves y teóricas "Notas sobre
el crock", que sumaría a sus escritos sobre "Haschisch en Marsella" y la
brillante narración que le atribuía a un personaje sus propias
experiencias "Myslowitz-Braunschweig-Marsella".
El redescubrimiento del arte de narrar en los días de
Ibiza le permitió a Benjamin hallar un espacio arcaico propicio que
permitía recuperar las huellas de la narración como actividad premoderna
y artesanal. No era una restauración nostálgica, sino el rescate de una
potencia humana que podía reaparecer bajo nuevas formas propias de la
era de la reproducción técnica. Así desarrolló a la vez una teoría de la
narración que culminaría en el ensayo "El narrador" y el propio
ejercicio de la narración mediante la escritura de relatos, en los
cuales también se halla un modelo transitivo entre lo antiguo y lo
nuevo.
En aquellos días también escribió dos versiones de una
misteriosa narración autobiográfica, que descubrió Gershom Scholem en su
conferencia de 1972 "Benjamin y su ángel", llamada "Agesilaus
Santander". En ella un ángel andrógino asume una forma femenina, en
tanto comparte con el hombre, en su aspecto masculino, la incansable
capacidad de espera hacia aquella que desea, como si se sostuviera
largamente suspendido con sus alas filosas. Scholem creía que este rasgo
se inspiraba en dos mujeres que jugaron para Benjamin un papel decisivo
luego de la ruptura de su matrimonio: Jula Cohn y Asja Lacis. Ignoraba
que en los días de Ibiza Benjamin vivió un amor clandestino con la
pintora holandesa Annemarie Blaupotten Cate. Le dedicó algunas cartas y
dos poemas escritos en el mismo cuaderno en el que se halló "Agesilaus
Santander", que integraría una serie de narraciones llamada "Historia de
un amor en tres etapas". La mujer era casada y la relación se mantuvo
en secreto, pero no duró más allá de 1935 y por eso Benjamin la mantuvo
en el anonimato, "a [B]", que era también la inicial de su apellido.
Otra vez el viaje y el relato se devanaban morosamente en torno de una
mujer o de un nombre de mujer. Para aquel nacido bajo el signo de
Saturno, planeta del rodeo y la demora, retornaba, como en la juventud,
el deseo de narrar y a la vez la narración del deseo.