martes, 28 de mayo de 2013

Dylan y Hemingway a la hora de la verdad: el Premio Nobel

Todos los años, cuando se acerca la fecha de anuncio del ganador del Nobel de Literatura, sale a la palestra el fantasma del premio para Bob Dylan. ¿Será finalmente el año de Dylan? Una excusa tonta para rellenar minutos en la radio, para publicar artículos más o menos cogidos por los pelos

 
Bob Dylan, cantautor y poeta estadounidense./elpais.com
Desde luego, sabemos que sería un disparate. Técnicamente, Dylan solo ha publicado dos libros. Además, tiende a -¿cómo decirlo finamente?- la apropiación de hallazgos ajenos, escudándose en la tradición del reciclaje en el folk process. Me responden que sus letras tienen suficiente estatura como corpus literario y, sin duda, han alcanzado un fenomenal impacto cultural en el último medio siglo.
En esas discusiones banales, he lamentado no tener detalles fiables sobre el proceso de selección de los Nobel. Obviamente, las deliberaciones de los académicos son secretas, aunque se hayan colado anécdotas intrigantes. Pero ahora tenemos un retrato bastante revelador de lo ocurrido en 1954, cuando se premió a Ernest Hemingway. 
 
Ernest con escopetaJeffrey Meyers, laborioso experto neoyorquino en Hemingway, ha tenido acceso al expediente correspondiente que acumulaba polvo en los archivos de la Academia Sueca. Y acaba de publicar en The Times Literary Supplement un extenso texto sobre sus hallazgos, “The swedish thing”, que le deja a uno boquiabierto. 
Se sabe que Alfred Nobel especificó que los autores galardonados deberían tener “una tendencia idealista” (sí, podría encajar el primer Dylan). Pero pesan más los factores extraliterarios. Las circunstancias personales: edad y salud, ideología y, si procede, sufrimiento en cárceles o exilio. Y los elementos geopolíticos, como si fuera el Festival de Eurovisión: los favores debidos, la presión de países poderosos, el noble deseo de reconocer a literaturas previamente ignoradas. Sin olvidar las rencillas históricas: en 1954, el Secretario Permanente de la Academia vetó al principal rival de Hemingway, el islandés Halldór Laxness, por haberse burlado de Olaf II El Santo, rey de Noruega. Que conste que el gran Laxness fue nobelizado al año siguiente.
La investigación del biógrafo de Hemingway pone al descubierto muchas de esas miserias del circo literario que tanto juego le dan a Andrés Trapiello en sus entregas del Salón de pasos perdidos. Por ejemplo, que don Jacinto Benavente, Nobel de 1922, aportó ese año la candidatura de Concha Espina, que seguramente consideraba como una apuesta políticamente correcta en comparación con el expatriado Juan Ramón Jiménez (que finalmente conquistaría el premio en 1956). Y sorpresas, como el hecho de que J. R. R. Tolkien apostara por alguien tan distante de la Tierra Media como E. M. Forster. Que nunca ganó: su popularidad entre el gran público tendría que esperar a los años ochenta, cuando David Lean y James Ivory desarrollaron el potencial cinematográfico de sus novelas.
Asombra saber que el comité del Nobel no mostró un entusiasmo unánime por Hemingway; hubo incluso un intento de rebelión, miembros que plantearon declarar desierto el premio. Eran otros tiempos: la evaluación crítica se difundía lentamente y los académicos no asumían los elementos biográficos de sus libros; fallaba la comprensión del personaje y del autor. Le salvó la popularidad de El viejo y el mar, una fábula sentimental; los informes de sus paladines no mencionaban obras más indiscutibles como Fiesta o Por quien doblan las campanas. Así que ayuda tener un best-seller reciente y, caramba, hace décadas que Dylan renunció a los temas de éxito.
 
Por pura curiosidad: El viejo y el mar en dibujos animados, obra de Aleksandr Petrov   
Pero no debería asombrarme. En cierta ocasión, serví de jurado para un premio nacional. Y mis recuerdos se tiñen de bochorno. La cabezonería de algunos de los presentes, empeñados en hacer triunfar a su candidato, aunque no encajara exactamente en el perfil requerido. El suave empuje ministerial para que el premiado fuera mediáticamente aceptable. Los pactos implícitos que se formaban y deshacían según avanzaban las votaciones. Vencedor y candidatos hubieran palidecido de haber asistido a la deliberación.
Ernest Hemingway en CubaPara Hemingway, fue el final de una agonía. No aguantaba el suspense de "la cosa sueca". Tampoco hizo campaña ni mobilizó apoyos. Resulta que despreciaba a algunos ganadores estadounidenses, de Pearl S. Buck a William Faulkner (“mientras yo viva, tendrá que beber para justificarse ante el hecho de tener el Nobel”). Su ambigüedad se manifestó en la negativa a acudir a Estocolmo a recoger el premio en persona (aunque sí aceptó los 35.000 dólares que endulzaban el trago de vestirse de pinguino). Alegó que estaba en Cuba, recuperándose de dos accidentes aéreos que había sufrido en África. Todo cierto, aunque luego había viajado a España e Italia. Pero su "vivire pericolosamente" influyó en los suecos: se podía matar en cualquier momento y, siendo uno de los escritores más populares del mundo, quedarían en evidencia.
En realidad, lo que le faltaba a Hemingway era voluntad de hacer el paripé. Ahí si que me gustaría imaginar a un Bob Dylan escaqueándose del ritual, como hizo con el Príncipe de Asturias. En verdad, espero que nunca llegue el momento en que deba enfrentarse a esa decisión con el Nobel. El arte de Dylan es otra cosa, diferente de la literatura y tan digna en sus propios términos.
    
Mala calidad visual pero llamativo documento de Hemingway hablando sobre el Nobel para la TV cubana