domingo, 19 de mayo de 2013

El cuento del domingo

Nélida Piñon
El calor de las cosas

Los vecinos lo llamaban Pastel. Y la madre, enternecida, repetía, mi Pastel amado. El remoquete se debía a la gordura que Óscar nunca pudo vencer, a pesar de rigurosos regímenes. Cierta vez vivió de agua cinco días, sin que su cuerpo respondiera al sacrificio. Tras lo cual aceptó la tiranía del apetito y olvidó su verdadero nombre.
      Desde muy temprano se habituó a medir la edad por los centímetros de la cintura, siempre en acelerada dilatación, borrando los años festejados con torta, “feijoadas” y bandejas de macarrón. Por eso, pronto se sintió viejo entre los jóvenes. Sobre todo porque ninguna ropa disfrazaba sus protuberancias. Si al menos usara trajes plisados, podría esconder aquellas partes del cuerpo que le daban forma de Pastel.
      Se rebelaba constantemente contra un destino que le había impuesto un cuerpo en flagrante contraste con el alma delicada y fina. Especialmente cuando los amigos admitían sin ceremonia la falta que él les hacía en la mesa del bar, junto al sifón helado. Y si no lo devoraban allí mismo, era sólo por temor a las consecuencias. Pero le pellizcaban el estómago, querían extraer a la fuerza de su ombligo una aceituna negra.
      En los cumpleaños, la casa se sumía en penumbras. La madre apagaba la mitad de las luces. Sólo las velas del pastel alumbraban los regalos sobre el aparador. Siempre los mismos, cepillos de cabo largo para el baño, pues la barriga no le dejaba alcanzar los pies, y cortes de tela de enormes dimensiones. Después de soplar las velas, exigía que el espejo le mostrara su rostro, hecho de innumerables surcos en torno de los ojos, mejillas flácidas, el mentón multiplicado. Veía las extremidades de su cuerpo como amasadas por el tenedor de la cocina, con el objeto de evitar que las sobras de carne molida huyeran de la masa de harina, mantequilla, leche, sal, de la cual se formaba.
      A pesar de su visible aversión a los pasteles, comía decenas de ellos al día. Y no pudiendo encontrarlos en cada esquina, echaba en su bolso una sartén, aceite de soya, pasteles crudos, y la discreta llama que el fervor de su aliento alimentaba. En los solares baldíos, antes de freírlos, ahuyentaba a los extraños que querían robarle la ración.
      Su cuerpo amanecía siempre diferente. Tal vez porque ciertas adiposidades se desplazaban hacia otro centro de mayor interés, en torno del hígado, por ejemplo, o por ganar a veces cuatros quilos en menos de dieciséis horas. Un desatino físico que contribuía a robarle el orgullo. El orgullo de ser bello. Estimulando a cambio en su corazón un gran rencor por los amigos que tampoco lo habían devorado esa semana, a pesar de parecerse cada vez más a los pasteles que vendían en las esquinas.
       En sus horas de mayor tristeza, se aferraba a la medalla de Nuestra Señora de Fátima que pendía de su cuello, a cuya protección lo había encomendado la madre, a falta de una patrona de los gordos. En casa, silbaba para disimular su disgusto. Pero a veces lloraba lágrimas tan copiosas que mojaban el piso que en ese instante secaba la madre. Ella fingía no advertirlo. Sólo cuando el charco parecía de lluvia, como si el agua desbordara por el tejado, la madre, con monedas en las manos, buscaba a los amigos, turnados para que al menos una vez al mes acompañaran a Óscar al cine. Los que aceptaban un día, se resistían a hacerlo de nuevo, a pesar del dinero.  Y ya escaseaban, cuando el propio Óscar, que ya no cabía en ninguna butaca, desistió de presencia de pie las películas.
      Los domingos, las bandejas humeaban sobre la mesa. Óscar se veía a sí mismo en el lugar del asado, y trinchado con cubiertos de plata, en medio de la exuberancia familiar. Para evitar aquellas visiones punitivas, se recluía esos días en su cuarto.
      En el verano, su tormento se intensificaba, pues le escurría por el pecho, en vez de sudor, aceite, vinagre y mostaza, condimentos predilectos de la madre, que se conmovía ante ese tributo corporal. Acariciaba entonces los cabellos del hijo, le quitaba algunos rizos y, en su cuarto, los alisaba uno a uno, en el afán de descubrir por cuánto tiempo podría tener en casa al hijo, incólume y protegido.
      Óscar guardaba este consuelo materno en el tarro destinado a almacenar los sobrantes de grasa de su sartén portátil. Y, queriendo recompensar el sacrificio de la madre, que libaba el aceite y el vinagre de su pecho, sonreía y ella en respuesta exclamaba, qué bella es tu sonrisa; es una sonrisa de euforia, hijo. A estas palabras se seguían las otras que le herían el corazón y que la madre, entre llantos, no lograba evitar: ¡Ah, mi pastel amado!
      La expresión de ese afecto, que su cuerpo deforme no podía inspirar, lo hacía encerrarse en su cuarto, amargado por la erosión de las palabras maternas, que sólo pretendían atraerlo al interior de la sartén abrasada de celo, paciencia y hambre.
      Preveía para sí un desenlace trágico. Como buitres, sus amigos lo devorarían a picotazos. El cuadro de su dolor lo llevaba a leer en las paredes un minucioso balance de sus haberes. Dudaba de la riqueza de la tierra. La columna de las deudas había crecido tanto que jamás podría saldarse en lo que le restara de vida. A los hombres debía su carne, pues tenían hambre. Y aunque ellos le debieran un cuerpo del que pudiera enorgullecerse, no tenía modo de cobrarlo.
      Después del baño, ya perfumado, imaginaba cómo sería el amor entre criaturas, los cuerpos en el lecho libres del exceso de una gordura enemiga. En esos momentos, ilusionado con algún modesto saldo, llegaba a verse batallando contra los adversarios. Bastaba no obstante un gesto brusco, para que la realidad le hablara de una obesidad en la que no había sitio para la poesía y el amor. Y, en seguida, la perspectiva de ser comido con tenedor y cuchillo se transformaba en el más oscuro de los problemas.
      La madre combatía sus ojos angustiosos, su alma siempre de luto. ¿Qué hay tan ruin en el mundo para que nos miremos con esta sospecha? Óscar le regaló un broche de platino: que lo clavara para siempre en el pecho. De su carne debían brotar gotas de veneno y la certeza de su cruz. Ante el enigma que Óscar le proponía, la madre, quien a lo largo de la vida había repudiado las frases límpidas, exclamó, ¡ah, mi pastel, qué buen hijo es!
      Mientras más enaltecía ella virtudes que, en verdad, ambos despreciaban, con mayor afán trataba Óscar de eliminar de la superficie de su cuerpo residuos que acaso no habían cabido dentro del pastel que él era. Finalmente, dejó de frecuentar los terrenos baldíos, donde freía sus pasteles. Ya no toleraba que lo miraran con un hambre que no podía saciar. No tenía cómo alimentar a los miserables. Debían morir sin socorro.
      A medida que se intensificaban sus consultas ante el espejo, el cristal, empañado, apenas si le dejaba ver el cuerpo cosido diariamente por la eficacia del tenedor de cocina. Cada mañana se vestía de pastel. Como represalia, instaló su poltrona en la cocina, de donde sólo salía para dormir. Atendía a sus necesidades básicas, y al nuevo hábito de esparcir harina de trigo por su cuerpo. Con las cavidades de las uñas engrasadas, recibía las visitas, obligándolas a frotar su piel empolvada.
      La madre se rebeló contra aquella grosería. No quería ver a los amigos expuestos a semejante prueba. Si él era prisionero de su gordura, que la soportara con dignidad. El hijo le devolvió la ofensa, a las dentelladas, casi triturándole los brazos. Y su desempeño fue tan convincente, que la madre, empezó a protegerse los miembros con gruesas mantas de lana, incluso cuando hacía calor. Dejaba por fuera el rostro. Y cuando Óscar exigía tenerla al alcance de sus manos, se resguardaba con casacas y botas.
      A los treinta años, Óscar se cansó. Ya era ocasión devorar a quien le dijera pastel. Si se había prestado por tanto tiempo a ese papel, exigiría carne humana para su apetito. Elegiría con cuidado a la víctima. Aunque se inclinara en particular por personas de la casa, por la sangre fraterna. Y, siguiendo sus planes, se fingió ciego, tropezaba con los objetos, para hacer bajar la guardia a sus enemigos. La madre pidió socorro a los vecinos, que se turnaron junto a ella la primera semana, dejándola luego sola. A causa de sus muchas obligaciones, la madre volvió a usar ropas leves, olvidando las amenazas del hijo.
      Por su parte, Óscar descubría sorprendido los encantos del habla. Nunca lo habían visto discursear con tanto entusiasmo acerca de los objetos que, precisamente ahora, le negaba la vista. Descubriendo de pronto el nuevo don de hacer coincidir su hambre con una voracidad verbal que había estado siempre en su sangre, pero a la que no diera importancia, ocupado como estaba en defenderse de los que querían arrojarlo a la sartén.
      La madre se acostumbró muy pronto a su ceguera. Lo veía como a un pasajero de un túnel sin fin. Le describía la casa, como si fuera en ella un huésped. Quería hacerlo participar de la rutina, y su rostro ganaba en lozanía ante la dulzura del hijo. Fue entonces cuando Óscar abrió los ojos, seguro de haber vencido. Y ahí estaba ella, sonriendo, los brazos descubiertos, el cuerpo expuesto. Rápidamente repasó en la memoria las veces que ella, a impulsos del amor, le había dicho pastel, casi con deseo de comérselo. Justamente la madre, que habiendo padecido por él, sorprendía ahora en su mirada un brillo que no era de candil, de dicha, o de la remota verdad de un hijo que apenas conocía. Lo que la madre descubría en el hijo era una llama empeñada en vivir, y un inequívoco aire de verdugo.
      Se quedó quieta a su lado. Óscar tomaría las providencias necesarias. Por primera vez lo miraba como a un hombre. Él se acercó su poltrona a la de la madre, que había trasladado la suya a la cocina. Le pidió que se sentara. Se sentó también, después de retirar algunas hebras del cabello de la mujer. Y sólo con el consentimiento de la madre comenzó a cuidarla. 

Nélida Piñon. (Vila Isabel, 1937) Escritora y periodista brasileña, figura destacada de las letras latinoamericanas contemporáneas. Su obra, caracterizada por el rigor, representa un diálogo inteligente entre las diversas tradiciones que conviven en el cuerpo cultural latinoamericano.
Nélida Piñon nació el 3 de mayo de 1937 en Vila Isabel, Río de Janeiro, hija del comerciante Lino Piñon Muiños (Piñón Muñoz) y de Olivia Cuiñas Piñon, de origen español. Desde muy pequeña se sintió atraída por el mundo de las letras. “Comencé a escribir siendo aún una niña, leyendo los libros que me daban, inventando los que no tenía a mano […] Con ocho años me proclamé escritora. No sé, sin embargo, en qué instante, y de qué abrigo, salió más tarde esta otra escritora que soy hoy, que aspira a abarcar los seres y los enigmas.”
Cuando contaba diez años de edad viajó a la región española de Galicia, tierra natal de sus padres, donde permaneció por espacio de dos años. Esa vivencia resultaría fundamental para la futura escritora, en cuyas obras se revela el amor por sus dos patrias: Galicia y Brasil. Se formó en periodismo en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de Río de Janeiro y amplió sus estudios en la Universidad de Columbia (Nueva York).
Obra literaria
Piñon debutó en el circuito literario en 1961 con Guía-mapa de Gabriel Arcanjo, una novela sobre el pecado, el perdón y la relación de los mortales con Dios a través del diálogo entre el protagonista y su ángel de la guarda. A esta primera obra, que le dio renombre, le siguieron Madeira feta cruz, dos años más tarde y, a finales de la década, Fundador (1969), en la que una vez más apostaba por la renovación formal del lenguaje que ya dejara entrever en los títulos anteriores y que ponía en escena a personajes históricos y de ficción.
En la década de 1970, Piñon dio a la imprenta tres nuevos títulos, A casa da paixão (1972), sobre el deseo y la iniciación sexual, Tebas de mi corazón (1974) y La fuerza del destino (1977), pero fue en 1984 cuando vio la luz la que está considerada su obra cumbre: La república de los sueños. Inspirada en su visión de la emigración gallega a Brasil, la obra, que obtuvo el premio de la Asociación de Críticos de Arte de Brasil en 1985, es, en palabras de la propia autora, “una novela deliberada […] Yo sabía que para llegar a ella me tenía que preparar, y lo hice a lo largo de muchos años de mi vida. Era un proyecto grande que abarcaría dos continentes, 300 años, o más, porque hay aspectos en esa novela que llegan hasta el siglo XII”.
Después del éxito de ventas y de crítica de esta obra, Piñon publicó la novela de denuncia política Dulce canción de Cayetana (1987), una incursión al universo de una ciudad interior, Trinidade, en la época de la mentira del “milagro brasileño”. Posteriormente vio la luz El pan de cada día (1994), en la que dejaba de lado la moderna ficción con la que se había consagrado y emprendía una reflexión profunda sobre las inquietudes del hombre, y la novela juvenil A roda do vento (1996). En 2004, tras varios años de inactividad, presentó Voces del desierto.
Piñon también ha publicado libros de cuentos (Tempo das frutas, 1966; Sala de armas, 1973; O calor das coisas, 1989) y es autora del ensayo O ritual da arte, sobre la creación literaria. Sus obras han sido publicadas en una veintena de países y han sido traducidas a una decena de idiomas.
Su labor académica y docente
El 27 de julio de 1989 Nélida Piñon fue elegida, en sustitución de Aurélio Buarque de Holanda, para ocupar el sillón número 30 de la Academia Brasileira de las Letras (ABL), institución de la que fue secretaria general y que presidió en 1996-1997, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar ese cargo y en la primera del mundo en presidir una academia literaria nacional. También es miembro de la Academia de Ciencias de Lisboa y de la Academia de Filosofía de Brasil.
Ha desarrollado una intensa y dilatada labor docente. En 1970 inauguró la primera cátedra de creación literaria en la Universidad Federal de Río de Janeiro, y entre 1990 y 2003 fue titular de la cátedra Dr. Henry King Stanford de Humanidades de la Universidad de Miami. Ha ejercido como profesora visitante en las universidades de Harvard, Georgetown, Johns Hopkins y Columbia, y ha impartido cursos en España, Francia y Perú. Doctora honoris causa por las universidades de Poitiers (Francia), Montreal (Canadá) y Santiago de Compostela (1995), ha participado en congresos, seminarios y encuentros internacionales, además de impartir conferencias por todo el mundo.
Entre los galardones recibidos se cuentan el premio de literatura latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1995), el más importante de América Latina (fue la primera mujer en recibirlo y el primer autor en lengua portuguesa); el premio Menéndez Pelayo (2003), en reconocimiento a su labor como docente e investigadora en el campo de las humanidades y a su obra de creación literaria, y el Príncipe de Asturias de las letras (2005), “por su incitante obra narrativa, artísticamente sustentada en la realidad y la memoria, y también en la fantasía y los sueños”.
Además de los premios citados, Nélida Piñon ha sido galardonada con el Walmap de Brasil (1969, por Fundador), el Mário de Andrade (1973, por A casa da paixão), el del PEN Club (1985, por La república de los sueños), el Iberoamericano de Narrativa Jorge Isaacs (2001) y el Rosalía de Castro (2002). Entre las distinciones honoríficas que ha recibido, destacan la Medalla de la Orden de Río Branco y la Orden al Mérito de la Mujer concedida por el Gobierno de Río de Janeiro, así como una, en abril de 2005, que le hizo especial ilusión: el municipio pontevedrés de Cotobade, pueblo natal de su padre, decidió nombrarla ”hija adoptiva”.
Amiga de Cortázar, Borges y Vargas Llosa (quien le dedicó La guerra del fin del mundo), la New York Review of Books la consideraba la mejor escritora brasileña, y la prestigiosa revista World Literature Today le dedicó el número de mayo de 2005. Firme defensora de los derechos humanos, ha colaborado en medios de comunicación brasileños como las revistas Cadernos Brasileiros (1966-1967), Tempo Brasileiro (1976-1993), Impressões (1997), Cadernos Pedagógicos e Culturais (1993), y el diario O Dia de Río de Janeiro (desde 1995). Sostiene que a pesar de participar en todos los encuentros políticos a los que la invitan, “nunca” deja de ser escritora. “Las ideas las propago sin cobrar -dice-, porque quiero un mundo mejor”. 
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto:archivosdelsur.com.Foto:internet.