miércoles, 7 de noviembre de 2012

¿Por qué hay que matar el Boom?

Escritores latinoamericanos debaten sobre los rumbos del ciclo literario más importante del siglo XX en español

Vargas Llosa, Patricia Llosa, José Donoso, Mercedes Barcha, Pilar Donoso y García Márquez, en Barcelona en los setenta. /Corita/elpais.com
 La leyenda dice que el polaco Gombrowicz juntó a su alrededor en Buenos Aires a poetas adictos a los que gritó, al despedirse, desde el barco:
— ¡Maten a Borges!
Los escritores siempre han querido matar a sus padres. Algún tiempos después de que autores latinoamericanos de hace cincuenta años (Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez, Cortázar, Cabrera Infante, Donoso, Bryce...) se hicieran boom y habitaran entre nosotros, hubo hijos literarios que quisieron matar esas influencias. En sentido figurado, como quería decir Gombrowicz.
Comenzamos a contarle esa anécdota a Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) y él la continuó: “Pues yo creo que no hay que matar a nadie. ¡Ni en sentido figurado!”
Fresán hablaba después del discurso con el que Vargas Llosa abrió el lunes en Casa de América el coloquio con el que la cátedra de su nombre conmemora los cincuenta años del boom y el medio siglo de la publicación de La ciudad y los perros. Vargas Llosa hizo recuento personal de ese largo trayecto ante “cuarenta escritores embarazados” de literatura (como los llamó el director de la cátedra, Juan José Armas Marcelo). Vienen de todas partes y todos tienen en las venas sangre de aquel fecundo periodo literario.
A algunos de esos escritores, como Fresán, les preguntamos por la manía de matar al padre, y en este caso al boom. Dice Fresán: “De hecho yo leo para vivir más, no para matar a nadie”. La lectura, además, “es el modo más barato de sobrevivir. Yo no tengo nada contra el boom como tal, pero sí contra la idea de emularlo constantemente”.
Fue una amenaza, como todo aprendizaje. Dice Alonso Cueto (Lima, 1954): “Aprender de los escritores del boom es una de las tareas más difíciles para un escritor que viene después de ellos. Recoger esta gran tradición literaria sin que se sienta su influencia y a la vez buscando una voz original es duro, pero creo que no hay otra postura posible. La liberación del lenguaje que supusieron estos escritores es un don que hemos recibido los que vinimos después”.
Su compatriota Fernando Iwasaki (Lima, 1961) nació con La ciudad y los perros, “y fui lector de las obras del boom desde la secundaria, nunca he tenido otros sentimientos que no sean la admiración y el cariño. No sería quien soy sin Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez y Cabrera Infante”.
La respuesta más contundente sobre la vieja pretensión de aniquilar esa influencia es de Arturo Fontaine (Chile, 1952): “La envidia se enmascara”. Añade: “Desde el Siglo de Oro que no ocurría en la lengua algo como el boom, entendido en un sentido amplio, es decir, incluyendo a Borges. En cuanto a mí, fueron las lecturas de mi adolescencia, leerlos fue sentir la libertad”.
“Esa manía de matar al padre —incluso con mera simbología freudiana—”, dice Héctor Abad Faciolince (Colombia, 1958), “me parece una idiotez, salvo que el padre sea un delincuente. Con los grandes del boom no podemos sentir más que agradecimiento: fueron ellos los que nos abrieron las puertas del mundo y de los lectores. Nos quitaron complejos de idiotas o de subdesarrollados. Nos mostraron caminos literarios completamente nuevos, y no para seguirlos por el mismo sendero, sino para buscar salidas nuevas en cualquier encrucijada”.
Juan Gabriel Vásquez, colombiano de 1973: “Menosprecio o ninguneo o asesinato de esa generación me parece un síntoma inequívoco de mediocridad intelectual, y aún de una cierta incultura. Los que trabajamos con la lengua española, si nos dejamos llevar por motivaciones o por resentimientos ocultos, sabemos que una es la lengua antes y otra después de Borges, García Márquez o Cabrera Infante. Yo estoy más bien entre quienes piensan en los autores del boom (y sus padres: Carpentier, Onetti) como los verdaderos fundadores de la tradición novelística latinoamericana. Ellos son nuestros clásicos”.
Andrés Ibáñez (Madrid, 1961) tiene la sensación de que el deseo (o la necesidad) de matar a los padres literarios del boom es más acusada entre los latinoamericanos que entre los españoles. A lo mejor me equivoco, pero creo que ellos los sienten más como antecedentes directos que nosotros. En cuanto a mí, no siento el menor deseo de matar nada del boom”.
Ha habido quienes han querido matar el boom como quisieron matar a Rubén, le decimos al nicaragënse Sergio Ramírez (1942). “Los hijos quieren matar siempre a los padres, y no pocas veces a los abuelos, pero es generalmente un sarampión de adolescencia. Luego se termina por reconocer la herencia. Por mi parte, siendo adolescente nunca tuve esos instintos criminales respecto al boom. Soy de la generación inmediata posterior, el postboom, me abrieron muchas puertas y perspectivas, técnicas de narrar, me dieron visiones nuevas de América Latina, un adolescente aprendiendo de quienes en su mayoría eran muy jóvenes”.
Carlos Franz, chileno nacido en Ginebra en 1959, cuenta por qué no se puede matar al boom como Gombrowicz querían que mataran a Borges: “Porque es inmortal. Cuanto más quieren matarlo más vive y mejor”. ¿Y por qué es importante no matarlo? Gonzalo Celorio (México, 1948): “Supone el regreso de una tradición, y a la vez es el antecedente de lo que Fuentes llamó el boomerang”. Está vivo, no pueden matarlo, dice el novelista mexicano.