Publicada originalmente en 1988 y traducida ahora por primera vez al español, Baila, baila, baila continúa en cierto modo la celebrada Tokio Blues, aunque con menos eficacia
Haruki Murakami favorece su escritura fantástica en Baila, Baila, baila./adncultura.com |
Desde hace algo más de un siglo, es decir desde que
Japón volvió a mirar a Occidente, cualquier expresión artística surgida
en la gran isla del Pacífico que logre arraigar en este otro mundo
parece, en mayor o menor medida, contaminada. El artista en cuestión
sufre el estigma, la silenciosa acusación de haberse occidentalizado, de
traducir su obra en términos exportables, haciéndola más digerible,
caricaturizando las señas que la definen o, en el peor de los casos,
tomando a la inversa los tópicos vulgares de Occidente para volverlos a
contar en un lenguaje inofensivamente rasgado. Es apenas una
simplificación, a menudo injusta o absurda, pero desde cuya perspectiva
se ha leído más de una vez a Ryunosuke Akutagawa o Yasunari Kawabata (en
su caso la sospecha se acrecienta a causa del Nobel), o se ha
pretendido rebajar expresiones cinematográficas tan agudas y disímiles
como las de Akira Kurosawa (que para colmo ganó varios Oscar), Takeshi
Kitano o Wong Kar-wai (que es hongkonés, pero la terrible sombra se ha
extendido a todo Oriente).
Hecha esta aclaración, hay que decir que la obra de
Haruki Murakami, el best- seller culto que se ha convertido en una
suerte de posta obligatoria para cualquier lector con ambiciones o
ínfulas, efectivamente hace honor a todos esos prejuicios, aunque su
habilidad de artesano por momentos lo dignifique. La de Murakami es en
verdad una doble operación: por un lado, la reducción de lo oriental a
un gesto uniforme, casi siempre relacionado con la contemplación, el
silencio, lo ceremonial, el misterio; por otro, la apropiación
superficial de cada uno de los símbolos de Occidente, de todas y cada
una de las referencias culturales a mano. Respecto de esto último, es
interesante -o inteligente- el modo en que Murakami suele procesar toda
esa información, atiborrando al lector de datos y recuerdos y lecturas y
sonidos para deshacerse casi siempre de ellos de inmediato. De algún
modo, es como si el autor de Kafka en la orilla creara su propio
desierto, una tierra arrasada por la marea de las referencias culturales
que la desbordan y vacían de sentido para que sus criaturas luego
vuelvan a darle vida.
Baila, baila, baila, publicada en su idioma original en
1988 -cuando Murakami arañaba su cuarta década-, es la novela que
escribió luego de Tokio Blues y, en más de un sentido resulta, si la
leemos desde esa perspectiva, su prolongación natural (aunque
estrictamente es, en parte, la continuación de La caza del carnero
salvaje, de 1982, publicado por Anagrama). Como en aquella, el pasado
irrumpe inesperadamente, en este caso en la forma de un sueño. Allí
reaparece un paisaje de reminiscencias ambiguas para el protagonista,
hasta cierto punto querido y a la vez indescifrable: el Hotel Delfín, en
la ciudad de Sapporo, en el que años atrás pasó unos días con una
prostituta, una mujer que desapareció misteriosamente y que en el sueño
parece estar llamándolo, con desesperación, desde algún rincón de ese
mismo lugar. Un poco porque necesita reorientar su vida o terminar de
ponerla en orden, otro poco porque aquella mujer -Kiki- ocupa en su
memoria un espacio insospechado e inquieto, el narrador decide regresar a
Sapporo a buscarla. Pero el pequeño hotel se ha transformado en una
opulenta torre, aunque con el mismo nombre. Acaso porque sospecha que
esa búsqueda será un punto de inflexión en su vida -o porque el autor
necesita que proceda de ese modo y lo exime de justificación alguna-, el
narrador no sólo se queda allí sino que además prolonga su estadía. Las
jornadas transcurren todas iguales, insignificantes y aburridas, hasta
que sucede: Murakami comienza a actuar con la impunidad de un autor
consagrado.
Porque lo que en Tokio Blues aparecía, pese a todo,
contenido, haciendo pie en esencia en la ambivalencia de los
sentimientos, en este caso se desmadra. La fantasía de Murakami carece
de lógica, de progresión, de un sistema que el lector pueda abordar al
menos sesgadamente. Y en ese continuo sacar conejos de la galera, lo que
termina de derrapar es lo sobrenatural, el encuentro del protagonista
con una misteriosa criatura que pretende hacerle de brújula, aquel que
lo traerá de vuelta al ruedo. "Baila -dijo el hombre carnero-. No dejes
de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de
bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques
significados. En realidad, no significa nada". Se trata de un brevísimo
fragmento, que podría haberse tomado al azar, en el que se tornan
evidentes los dos problemas centrales de la novela, que a fin de cuentas
tratan de lo mismo. En principio, la sensación frecuente de que nada
tiene en el fondo sentido alguno, de que nada toma cuerpo. "Nada a lo
que agarrarse", se dice a sí mismo el narrador en la página 125, y al
instante: "Estoy perdido". Es el sendero que el lector transita a cada
paso.
En segunda instancia, la sobreactuación constante de
Murakami por darle precisamente sentido a la historia, por enlazarla con
frases como "todo estaba conectado"; o en todo momento -al menos en la
traducción- plagar el texto de signos de admiración, buscando subrayar
una intensidad inexistente, o utilizando las itálicas para que cada
frase se vista de una profundidad y una significación que sólo muy de
vez en cuando esconden el truco. Aunque tal vez alcance, para graficar
el carácter artificial de los procedimientos de Murakami, con mencionar
al alma gemela del escritor, que en la novela se llama Hiraku Makimura y
del que se dice que "carece de talento". El narrador sostiene además de
sí mismo, como un estribillo, que nadie comparte su sentido del humor.
Es que la ironía, se sabe, es un lenguaje que sólo logran manejar unos
pocos. Y que difícilmente pueda sacar a flote una novela.
Baila, baila, baila
Haruki Murakami Tusquets
Trad.: Gabriel Álvarez Martínez
453 páginas