Un día, el niño Gabriel García Márquez (1927-2014)
iba asomado a la ventana en un tren amarillo, que no paraba de soltar
serpientes de humo con cada pitido, y leyó en la entrada de una finca un
letrero metálico azul que en letras blancas decía: Macondo. Y la
palabra voló a esconderse en algún refugio de su memoria.
Macondo no nació el día que todos creen. Macondo tiene siete actas de
fundación: tres tienen que ver con la aparición de este territorio de
ficción en sendos libros; dos son citadas por primera vez por el autor
sin que sus libros hayan sido publicados, y las otras dos provienen de
sus vivencias que darán origen a ese pueblo mítico. Para dar con sus
raíces hay que desandar la ruta de la imaginación de la gente a lo real.
En el imaginario universal ese territorio nace en el arranque de Cien años de soledad (1967):
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre
lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y
enormes como huevos prehistóricos”.
La primera vez real que la gente lee la palabra macondo es en el relato Un día después del sábado, con el que en 1954 gana el Premio Nacional de Cuento.
Aunque la primera presencia para los lectores estaría en el propio título de un relato de 1955: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, en origen titulado El invierno. Otra pista falsa, porque la primera vez real que la gente lo lee es en el relato Un día después del sábado,
con el que en 1954 gana el Premio Nacional de Cuento, donde se narra:
“Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del
Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho
apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la
ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que
no comía desde el día anterior. Pensó: ‘Si hay un cura debe haber un
hotel’. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el
metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa
situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado en el
gramófono. (...) Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo; un
letrero que él no había de leer en su vida”.
La realidad es que García Márquez incorpora la palabra Macondo por
primera vez entre 1948 y 1949, cuando escribe la que habría de ser su
primera novela: La hojarasca, publicada en 1955. Y lo hace en
la narración introductoria: “De pronto, como si un remolino hubiera
echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera
perseguida por la hojarasca. (…) hasta los desperdicios del amor triste
de las ciudades nos llegaron en la hojarasca. (…) Después de la guerra,
cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos
que la hojarasca había de venir alguna vez. (…) Entonces pitó el tren
por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta
perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió el natural
proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra”. Y
es una línea más abajo cuando el escritor deja constancia de la fecha
más antigua de ese pueblo en la tierra, al fechar ese informe así:
“Macondo, 1909”.
La realidad es que García Márquez incorpora la
palabra Macondo por primera vez entre 1948 y 1949, cuando escribe la que
habría de ser su primera novela: La hojarasca, publicada en 1955
Ficciones que hunden sus raíces en la realidad. En este desandar la
estación inaugural está a comienzos de los años 50 cuando acompaña a su
madre, Luisa Santiaga Márquez, a vender la casa de los abuelos maternos,
con los que él vivió sus primeros años, en Aracataca. En ese viaje de
reencuentro el mundo que quería contar empieza a tomar cuerpo. García
Márquez arranca sus memorias Vivir para contarla, de 2002,
evocando aquel viaje. Los dos se alejan del mar de Barranquilla para
tomar una lancha motor que los lleve al otro lado de la ciénaga, tierra
adentro, allí toman el tren que los cruzará por platanales, pueblos
refundidos en la memoria. Llegan a la hora de la siesta. Madre e hijo
caminan bajo un sol inclemente por las calles polvorientas rumbo a la
Casa. Fue. Fue. Fue. Eso es Aracataca mientras avanzan. La madre se
encuentra con su comadre, se abrazan, lloran, a su lado el joven
periodista con sueños de escritor mira, y, poco a poco, tras un largo
viaje por calles pavimentadas, ciénagas, un tren que se adentró en el
calor y los pasos en un pueblo sonámbulo, ve cómo las ideas literarias
que le revoloteaban empiezan a armar el rompecabezas: “Cuando el tren
arrancó, con una pitada instantánea y desgarradora, mi madre y yo nos
quedamos desamparados bajo el sol infernal y toda la pesadumbre del
pueblo se nos vino encima. (…) Todo era idéntico a los recuerdos, pero
más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de fatalidad”.
Ficciones que hunden sus raíces en la realidad.
En este desandar la estación inaugural está a comienzos de los años 50
cuando acompaña a su madre, Luisa Santiaga Márquez, a vender la casa de
los abuelos maternos, con los que él vivió sus primeros años, en
Aracataca
En realidad, el Nobel colombiano ya había plasmado este episodio en un cuento en 1962. Fue en La siesta del martes,
pero mezclado con un acontecimiento que de niño le impactó: la muerte
de un ladrón a manos de la dueña de la casa y la visita que hicieron la
madre del difunto y su hermana pequeña para llevarle flores a la tumba,
tras un largo viaje en tren en medio de platanales y pueblos sin nombre
hasta apearse y caminar silenciosas a la hora de la siesta: “El pueblo
flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren,
atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse
por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de
sombra”.
Y la verdad se remonta a aquellos años infantiles cuando él ve que una finca junto a la vía del tren se llama Macondo. En Vivir para contarla
escribe: “Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros
viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su
resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni pregunté siquiera qué
significaba. La había usado ya en tres libros míos como nombre de un
pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un
árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos,
y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de
cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyka existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podría ser el origen de la palabra”.
Lo cierto es que vendieron esa casa donde nace el verdadero Macondo.
Los años que vivió con su abuela Tranquilina Iguarán Cotés y su abuelo
el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía. Lo cierto es, también, que
Macondo tiene una vida circular porque es hasta Cien años de soledad,
en 1967, donde se cuenta su origen. Y ahí se juntan la realidad
geográfica e histórica de Aracataca y de su lugar mítico. La única vía
de llegar a Aracataca desde Barranquilla coincide con el viaje que hizo
con su madre en los 50: “En su juventud él (José Arcadio Buendía) y sus
hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres
domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo
de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para
no tener que emprender el viaje de regreso. Era, pues, una ruta que no
le interesaba, porque solo podía conducir al pasado”.
Así, Macondo quedó lindando al oriente con una sierra impenetrable,
al sur por los pantanos y una ciénaga sin límites, al occidente con una
“extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel
delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con
el hechizo de sus tetas descomunales, y al norte la salida inencontrada
al mar”. Se quedaron allí porque a medida que avanzaban la naturaleza se
cerraba detrás de ellos. “Un espacio de soledad y olvido, vedado a los
vicios del tiempo”.