Haruki Murakami
El hombre de hielo
Me casé con un hombre de hielo.
Lo
vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio
indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes
bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una
butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro.
Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana
de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.
—Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.
En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
—Debe
estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así. —Dijo esto con una
expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que
padeciera una enfermedad contagiosa.
El
hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello
grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar
en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como
piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que
daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante,
parecía un hombre común y corriente.
No
era lo que se dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy
atractivo, dependiendo del modo en que se le observara. En cualquier
caso, algo en él me conmovió hasta lo más profundo, algo que sentí se
localizaba en sus ojos más que en ninguna otra parte. Silenciosa y
transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que atraviesan los
carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de vida en
un cuerpo artificial.
Me
quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la
distancia. No alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado
en su libro como si no hubiera nadie en torno suyo.
A
la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo
lugar, leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para
el almuerzo, y cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer,
aún estaba ahí, fijando la misma mirada en las páginas del mismo libro.
Al día siguiente no hubo cambios. Incluso al caer el sol, y mientras
la oscuridad ganaba terreno, permaneció en su butaca con la quietud de
la escena invernal al otro lado de la ventana.
La
tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me
quedé sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un
pueblo fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un
olor curiosamente abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de
los zapatos que ahora se derretía frente a la chimenea. Miré por los
ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego, armándome de valor, me
dirigí al hombre de hielo y le hablé.
Tiendo
a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no
acostumbro platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí
impelida a hablar con el hombre de hielo. Era mi última noche en el
hotel, y temía que si dejaba pasar la oportunidad nunca volvería a
conversar con alguien así.
—¿No esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
Alzó el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos. Después negó con la cabeza.
—No esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
Encima
de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de
un cómic. De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las
borró con un dedo escarchado.
No
supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El
hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres
sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un
hombre de hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a
resfriarte sólo por hablar conmigo.
Nos
sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los
copos de nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo
bebí, pero él no ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la
hora de entablar una conversación. No sólo eso, sino que daba la
impresión de que no teníamos ningún tema en común. Al principio
hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás solo? —le pregunté.
—Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
—No mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no esquío.
Había
tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué
comía? ¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo.
Pero el hombre de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de
hacerle preguntas personales.
En
lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna
manera sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi
familia; sabía mi edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de
salud, a qué escuela iba, qué amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas
que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que hasta las había olvidado.
—No
entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante
un extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
—No,
no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé.
Es como si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de
pronto veo perfectamente cosas acerca de ti.
—¿Puedes ver mi futuro? —le pregunté.
—No
puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar
para nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el
hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El
hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y
tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del hielo.
—Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
Nos
volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la
ciudad. A la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo,
ni a tomar café. Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el
hombre de hielo comiera algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en
una banca en el parque a hablar de distintas cosas: de todo salvo de
él.
—¿Por
qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte
mejor. ¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un
hombre de hielo?
Me observó un rato y luego sacudió la cabeza.
—No
lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras
blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de
pasado.
No
sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve.
Ignoro qué tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
El hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me
enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en
el presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como
era: en el presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de
matrimonio.
Yo
acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En
aquella época ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un
hombre de hielo. Pero dudo que haberme enamorado de un hombre común
hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
—Estás
muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida.
Vaya, no sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros
parientes que te casarás con alguien así? Por si fuera poco, hablamos
de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de pronto se derrite? Parece
que ignoras que el matrimonio implica un compromiso auténtico.
Sus
preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un
hombre de hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor
que haga no se va a fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío
como el hielo pero su constitución es distinta, y no es la clase de
frialdad que roba la calidez de la gente.
De
modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente
compartió nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi
nombre en su registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo
no tenía. Así que simplemente decidimos que estábamos casados.
Compramos un pequeño pastel y lo comimos juntos: ésa fue nuestra
modesta boda.
Rentamos
un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la
vida en un depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas
temperaturas, y por mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le
caía muy bien al patrón, que le pagaba mejor que al resto de los
empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin molestar y sin que nos
molestaran.
Cuando
él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba
segura existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable.
Pensaba que quizá él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo
duro, tanto que yo imaginaba que nada podía igualar su dureza. Era el
trozo de hielo más grande del orbe. Se encontraba en un lugar muy
lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria de esa gelidez tanto
a mí como al mundo.
Al
principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo
de un tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el
hombre de hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole
congelada en la que cientos de millones de años —todos los pasados del
mundo— se almacenaban.
En
nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos
profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un
hijo, algo que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos
no se mezclan fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier
caso, fue en parte debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con
tiempo de sobra. Terminaba con todas las labores hogareñas por la
mañana y después no tenía nada qué hacer. No había amigos con los que
pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los vecinos del
barrio.
Mi
madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con
el hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese
a que, con el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a
platicar con él de vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones
todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a mí, que lo había
desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del mundo
podría salvar el abismo que nos separaba.
Así
que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el
departamento, leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero
por lo general estar en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era
joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a incomodarme a la larga.
Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
Por eso un día le dije a mi marido:
—¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado?
—¿Un
viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te
ocurre que debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
—No
es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a
un sitio lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se
siente respirar aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido
nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se
acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para descansar un poco?
El
hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó
en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos
sobre las rodillas y dijo:
—Bueno,
si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde
sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
—¿Qué
tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba
segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío.
Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un
abrigo de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de
pingüinos.
Al
oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo
sentí como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte
trasera del cráneo. Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con
voz fulgurante:
—De acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo que deseas?
Fui
incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado
su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi
cabeza. Luego asentí.
Con
el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea
de viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que
en cuanto mencioné las palabras "Polo Sur" algo cambió dentro de mi
marido. Sus ojos se aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la
escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de
comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy insegura.
Cinco días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
—Olvidémonos
de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a
hacer mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a
creer que tal vez sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal
Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos beber vino, comer
paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el espacio. Después dijo:
—No,
España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí.
Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos
para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti.
No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se
puede dar marcha atrás.
La
verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al
Polo Sur nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría
una pesadilla recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una
grieta insondable que se había abierto a mis pies. Nadie me
encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el hielo, escrutaría la
bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni un dedo.
Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas
que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el
pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y
entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo
junto a mí. Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto.
Aunque lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para abrazarme.
—Tuve una pesadilla —le decía.
—Es
sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del
futuro. No estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
—Sí —decía yo pese a no estar convencida.
No
hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi
marido y yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas
se veían taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla,
pero las nubes eran tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al
cabo de un rato la ventanilla se cubrió con una capa de hielo. Mi
esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro. Yo no sentía ni un
gramo de la excitación que implica salir de vacaciones. Actuaba como
autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al
bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el
cuerpo de mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas
medio segundo, y su expresión no varió, pero lo advertí con claridad.
Algo dentro del hombre de hielo se había agitado secreta,
violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus manos. Soltó
un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
—¿Es éste el sitio que querías conocer?
—Sí —respondí—. Así es.
El
desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía
ahí. Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era
también, por supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un
destino turístico. No había pingüinos. No se podía ver la aurora
austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A dondequiera que
iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por doquier,
hasta donde alcanzaba la vista.
Mi
esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si
no tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba
con los lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de
una avalancha. Charlaba con ellos durante horas con una expresión
seria en el rostro, pero yo no tenía manera de saber de qué hablaban.
Sentía como si mi marido me hubiera traicionado y dejado a que me
cuidara yo sola.
Ahí, en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a poco.
Al
final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en
algún punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había
perdido la noción de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la
noción de mí misma. Ignoro en qué momento esto comenzó o cuándo
concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en un mundo de
hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
Aun
al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me
escapaba lo siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre
de antes. Me atendía igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía
que en verdad profesaba las cosas que me decía. Pero también sabía que
ya no era el hombre de hielo que yo había conocido en el hotel para
esquiadores.
Sin
embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del
Polo Sur lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media
palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su aliento blanco,
intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su idioma
mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo
gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión
que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de
aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al
igual que mi corazón.
—Ha
llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más
aviones ni barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que
quedarnos aquí hasta la primavera.
Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta
de
que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un
pequeño hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido
amniótico era aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería
idéntico a su padre, con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y
nuestra nueva familia jamás se mudaría del Polo Sur. El pasado
perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su poder. Nunca
nos libraríamos de él.
Ahora
ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en
ocasiones olvido que existió alguna vez. En este sitio soy la persona
más solitaria del mundo. Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi
mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas y se las
lleva a la lengua.
—¿Ves cuánto te amo? —murmura.
Dice la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia atrás, rumbo al pasado.
Haruki Murakami (村上 春樹 Murakami Haruki?) (Kioto, 12 de enero de 1949). Escritor y traductor japonés
autor de novelas y relatos. Sus obras de ficción y no ficción han
generado críticas positivas y numerosos premios, incluyendo el Premio Franz Kafka y el Premio Jerusalem, entre otros.
La ficción de Murakami, a menudo criticada por la literatura
tradicional japonesa, es surrealista y se enfoca en conceptos como la
alienación y la soledad. Es considerado una figura importante en la
literatura posmoderna. The Guardian ha situado a Murakami como "entre los mayores novelistas de la actualidad" por sus obras y logros.
A pesar de nacer en Kioto, vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura japonesa.
Desde la juventud, Murakami estuvo muy influenciado por la cultura
occidental, en particular, por la música y literatura. Creció leyendo
numerosas obras de autores estadounidenses, como Kurt Vonnegut y Richard Brautigan. Son esas influencias occidentales las que a menudo distinguen a Murakami de otros escritores japoneses.
Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda
(Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en
una tienda de discos (tal como uno de sus personajes principales, Toru
Watanabe de Norwegian Wood). Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz Peter Cat ('El Gato Pedro') en Kokubunji, Tokio, el cual regentó junto con su esposa desde 1974 hasta 1981.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Norwegian Wood, abandonó Japón para vivir en Europa y Estados Unidos, pero regresó a Japón en 1995 tras el terremoto de Kobe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que la secta Aum Shinrikyo ('La Verdad Suprema') perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.
La ficción de Murakami, que a menudo es tachada en Japón de literatura pop,
es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el
ansia de amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como
occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real
y lo onírico, entre el gozo y la obscuridad, que ha seducido a
Occidente. Cabe destacar la influencia de los autores que ha traducido,
como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.
Muchas novelas suyas tienen, además, temas y títulos referidos a una canción en particular como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la música- recorre toda su obra.
Murakami es aficionado al deporte: participa en maratones y
triatletismo, aunque no empezó a correr hasta los 33 años. El 23 de
junio de 1996 completó su primer ultramaratón, una carrera de 100 kilómetros alrededor del lago Saroma en Hokkaido, Japón. Aborda su relación con el deporte en De qué hablo cuando hablo de correr (2008).
A finales del 2005, Murakami publica la colección de cuentos Tōkyō Kitanshū, traducido libremente como "Misterios tokiotas". Más tarde editó una antología de relatos llamada Historias de cumpleaños, que incluye textos de escritores angloparlantes, incluyendo uno suyo, preparado especialmente para este libro.Tusquets (Barcelona) ha publicado en castellano la mayoría de sus obras. Anagrama ha traducido La caza del carnero salvaje.Oye cantar al viento Hear the Wind Sing (1987).Pinball, 1973 Pinball, 1973 (1985). La caza del carnero salvaje (1992, Anagrama) A Wild Sheep Chase (1989). El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (2009, Tusquets).Hard-Boiled Wonderland and the End of the World (1991). Tokio blues (Norwegian Wood) (2005, Tusquets) Norwegian Wood (2000). Baila, baila, baila (2012, Tusquets) Dance Dance Dance (1994). Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003, Tusquets). South of the Border, West of the Sun (2000). Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (2001, Tusquets). The Wind-Up Bird Chronicle (1997). Sputnik, mi amor (2002, Tusquets).Sputnik Sweetheart (2001).
Kafka en la orilla (2006, Tusquets). Kafka on the Shore (2005).
After Dark (novela) (2009, Tusquets). After Dark (2007). 1Q84 (2011, Tusquets). 1Q84 (2011).
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto:bibliotecaitata.net. Foto:archivo.