Un libro de entrevistas se convirtió hace cincuenta años en el canon del llamado boom. El chileno Luis Harss evoca esa época desde un distanciado presente
Los Nuestros, según Sciammarella./elpais.com |
En el ambiente literario iberoamericano se respiraba una especie de
internacionalismo que antes no existía: los argentinos conocían lo que
se hacía en México o en Colombia. En los sesenta se decía que la capital
de América Latina era París porque allí se encontraron todos los
escritores de aquella zona, unos exiliados de las dictaduras de sus
países, mientras que otros estaban en misiones diplomáticas. El
movimiento literario que estaba naciendo disponía de corte propia,
ejército y artillería. En la capital francesa, el crítico Emir Rodríguez
Monegal fundó la revista Nuevo Mundo cuyo propósito
fundamental era promocionar esta nueva cultura literaria. Los autores se
movían con su séquito, y la prensa, en especial la argentina, hablaba
ya de una “concienciación literaria”. Sus obras circulaban por el
continente gracias a las distribuidoras y a la nueva actitud de las
editoriales. A los universitarios e intelectuales se les sumó un
numeroso grupo de lectores que devoraba apasionadamente novelas como Rayuela, La ciudad y los perros o Pedro Páramo.
El boom latinoamericano contó con muchos escritores y tres polos
geográficos: Buenos Aires, México y Barcelona, donde la relación con
Carlos Barral fue clave. Entre ellos, los más jóvenes se apodaron la
Mafia. No eran íntimos, pero unos remitían a otros y salían juntos en
las fotos. Había también sus pugnas internas, odios y celos
irreconciliables, pero eso contribuyó también a agrandar la leyenda.
En ese ambiente y sin proponérselo, Luis Harss
(Valparaíso, Chile, 1936), profesor de Letras y escritor, estableció el
canon de lo que luego se conoció como el boom latinoamericano. Y lo
hizo, como muchas cosas en la vida, por casualidad. Cuenta que fue Julio
Cortázar, con el que se encontró en París, quien le animó a escribir un
libro que captara las nuevas tendencias literarias. A estas alturas,
casi cincuenta años después, ya nadie le puede negar su olfato
literario. Los nuestros se publicó en inglés y pasó con más
pena que gloria, hasta que la Editorial Sudamericana lo publicó, unos
meses después, en 1966, en español. Se trataba de un ensayo de crítica
literaria con 10 entrevistas a otros tantos autores iberoamericanos;
algunos como Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Juan
Carlos Onetti o Cortázar, ya consagrados, pero otros, como Carlos
Fuentes, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez no superaban la
cuarentena; João Guimarães Rosa era el único de ascendencia brasileña. La región más trasparente de Fuentes ya contaba con lectores, pero Cien años de soledad
de García Márquez era un manuscrito inacabado cuando entrevistó a su
autor en la localidad mexicana de Pátzcuaro. A todos les unía la idea de
que su país común era el español. El idioma se había convertido en un
artefacto arcaico que necesitaba renovarse. Lo cambiaron, dejando de
lado el floreo literario que marcaba la época por el habla de la calle.
Fuera, les esperaba un público hambriento por reconocerse en historias
cercanas. Los nuestros no llegó a editarse en España, pero se convirtió en libro de obligado estudio. Alfaguara lo recupera ahora en el cincuenta aniversario del fenómeno literario.
"Aquellos escritores descubrieron que era más eficaz escribir como se
habla o como se sueña para trasladar historias cercanas y populares. El
lenguaje y su forma local, el idioma es identidad."
“Usar el lenguaje
ajeno es alienación”, cuenta Luis Harss desde su casa, en un pequeño
pueblo del Estado de Pensilvania, donde vive retirado de la enseñanza y
de la crítica, entretenido ahora en la escritura de un nuevo relato.
Este escritor ha desarrollado su propia teoría sobre el lenguaje,
relacionada con el arranque de lo que fue la búsqueda de la novela
totalizadora: los escritores iberoamericanos (aunque los de clase culta
hablaban francés) se educaban leyendo traducciones del ruso, del alemán o
del inglés. “En general versiones muy torpes, de editoriales españolas
que deformaban, estereotipaban o censuraban. Quedaba un muñón parecido a
todos los otros muñones que salían del mismo proceso. Se ha observado
que el lenguaje de la traducción es generalmente el término medio de la
época con sus mediocridades, lugares comunes y percepciones desgastadas,
una horma rígida y un mortero. Eso es lo que leían los escritores, en
eso se inspiraban, por eso todo salía tan mal y sin imaginación. Después
se abrieron las puertas al mundo. Más cultura literaria, más manejo de
idiomas, mejores traducciones, a veces por escritores buenos, por
poetas, gente sensible. El escritor se educó, vio más, pudo más. La
traducción se interiorizó, en vez de representar superficies”. Así
empezó a redactarse la nueva novela.
“Alrededor del boom hubo esos otros, interesantes y raros, que quedaron fuera por cuestiones ajenas a su calidad”
Visto con la perspectiva que da el tiempo, se entiende por definición
que ningún boom puede durar. En las universidades norteamericanas han
florecido los departamentos de estudios latinoamericanos, pero se trata
de una corriente solo para especialistas. En cambio, la nueva novela sí
ha generado “un mar de fondo”. “Sigue, en el sentido que dejó modelos,
descubrimientos, abrió dimensiones. No se puede escribir en
Latinoamérica sin haber pasado por allí. Como no podían escribir las
generaciones de Estados Unidos sin haber pasado por Hemingway y
Faulkner. ¿Medio siglo después cuántos de la lista de Harss se han
convertido ya en referencias universales? “Borges ya figura como un
habitante de muchos otros mundos, y en muchos idiomas. García Márquez
aparece en miles de novelas, su lista de imitadores es interminable;
Macondo ha pasado a ser lo que Barthes llamó ‘un recuerdo de la
imaginación’. Estoy casi seguro de que, como Hemingway y Faulkner,
seguirán siendo fronteras entre un antes y un después. Cortázar, el más
radical, desgraciadamente se conoce poco fuera del idioma español, queda
muy atado a la lógica interna del idioma argentino. Cortázar es puro
jazz y es difícil de transportar. Se lo distingue en Roberto Bolaño. Y
en todos los que, sin saber por qué, tratan de escribir como se habla”.
Por correo electrónico escribe que Los nuestros se
corresponde con una época de su vida, pero “quedó allá atrás”. Le gusta y
le divierte recordar a la gente y hablar de los temas de época y las
circunstancias que rodearon el libro, pero hace mucho que está en otras
cosas. “No he seguido las carreras de esos escritores. A algunos los he
leído de vez en cuando por placer. A otros no los he tocado en
¿cuarenta-cincuenta? años, dejaron totalmente de interesarme, ¿qué
quieren que les diga? Uno no se queda donde estaba”. En esa estela de
placer que provoca la nostalgia bien entendida se detiene a hablar de
dos editores fundamentales: Roger Klein y Paco Porrúa. Curiosamente fue
un editor estadounidense, un tipo alerta a todo lo que pasaba en el
mundo literario en cualquier idioma, el primero en proponer el libro.
Sin la pequeña ayuda financiera que le dio Roger Klein de Harper &
Row en Nueva York (unos 1.500 dólares), Los nuestros no
existiría. “Se me ocurre que de su propio bolsillo. Era de una gran
familia judía de joyeros. Un tipo raro en EE UU, donde se conoce poco y
se traduce menos. Yo me resistía a muerte. Había abandonado Argentina,
huyendo del peronismo, y me había instalado en EE UU. Había roto
espiritualmente con Latinoamérica y el idioma español, pero Klein me
regaló su persistencia. Curiosamente, después, por problemas personales
(fue gay antes de tiempo) perdió el interés”. El original inglés salió
huérfano, nunca vendió nada, y Klein se suicidó dos o tres años más
tarde dejando un gran vacío.
Aquellos escritores descubrieron que era más
eficaz escribir como se habla o como se sueña para trasladar historias
cercanas y populares
El fracaso que supuso su publicación en inglés no arredró a Editorial
Sudamericana cuando decidió publicar el libro en español. Paco Porrúa
(A Coruña, 1922), editor de Minotauro, que luego distribuiría Los
nuestros, se movía más en el terreno de la ciencia ficción, pero tenía
buen apetito para los autores nuevos. Por eso se alió mano a mano con
Harss en una precipitada traducción. “Fuimos como hermanos, poco tiempo,
cuando nos distanciamos lo extrañé mucho”. Los nuestros se
vendió más de lo esperado y funcionó, especialmente, como texto
universitario, pero con el tiempo se convirtió en el manual para el
conocimiento de ese movimiento literario que representaban los 10
autores entrevistados en el libro.
El boom también dejó sus víctimas, sobre todo entre los escritores
jóvenes, un derroche de talento en el que no todos se salvaron. “Hubo
una conciencia de círculo vicioso. Los que estaban en cierta cosa y no
en otra. No hay duda, la mafia, el club, entre los que se sentían
brillar. No hablo de mi selección, que es secundaria. Digo entre ellos.
Alrededor del boom siempre hubo esos otros, interesantes y raros, que
quedaron fuera por cuestiones ajenas a su calidad, como Felisberto
Hernández que murió justo antes de empezar Harss sus entrevistas.
“Escribía en sótanos, era pianista y lo imagino siempre al teclado,
proyectando sus historias en una pantalla de cine (fue acompañante de
cine mudo). Juan José Saer, que me quedó bajo el radar; no había llegado
a ser él todavía en los sesenta. En esos días empezaba Manuel Puig La traición de Rita Hayworth.
Es de 1968 con la estética del cine popular y los boleros. Cabrera
Infante. José Donoso. Salvador Garmendia, venezolano, el de ‘los
pequeños seres’ de la vida ciudadana. Un extrañísimo novelista talmúdico
argentino, Mario Satz, casi ilegible, vivía en Barcelona. Les pasó a
muchos”, remata.
De entre las víctimas, Harss conoció personalmente la tristeza de un
narrador de mucho valor: José María Arguedas, el novelista peruano.
“Conoció el ayllu, el hogar que le dio de chico la comunidad indígena y
que después perdió. Trató de evocarlo en español sin perder la magia
metafórica del animismo quechua. Escribió un libro notable,
autobiográfico, Los ríos profundos. Es de 1958, a orillas del
boom; había leído a Joyce. Su protagonista también es un Dédalo. Había
gozado de mucho prestigio en su país, pero se movía todavía dentro de
algunas limitaciones del indigenismo; fue excluido explícitamente del
canon, humillado en artículos y comentarios, y se mató en 1969. Dejó un
diario suicida, en su última novela, inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Diatribas (lamentables) contra sus detractores, pero también un
acercamiento a la muerte, a la tierra, a las moscas, único en la
literatura de Latinoamérica. Se fue comiendo barro como vino”. Un caso
de perdedor total, antes de saber quién era Harss lo recuerda sentado
tocando la flauta en un rincón, en una fiesta de izquierdas en
California. “Un momento de soledad tan aguda que me quedó la imagen para
siempre”.
Los nuestros. Luis Harss. Alfaguara. Madrid, 2012. 411 páginas. 18,50 euros (electrónico: 9,99).
Viendo nacer una generación clásica
ALEJO CARPENTIER. ((La Habana, 1904) fue quizás el
primero de nuestros novelistas en querer asumir la experiencia
latinoamericana en su totalidad, por encima de sus efímeras variantes
regionales y nacionales. Nuestra novela estaba en su infancia cuando
empezó a escribir. Era poco más que escenografía. Su aparato era pomposo
y retórico. Recorrió de punta a punta nuestro mundo tratando de
asimilar e integrar todo lo que encontraba hasta poseerlo. Se buscaba
como todo latinoamericano en la fábula y el mito. Su pasión ha sido
seguir los pasos perdidos del continente, descifrar sus oráculos
olvidados. El resultado es una obra de gran alcance y vigor.
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS. Vivió y sufrió su época, y
supo expresar su dolor. Ha hecho de su obra una especie de tribunal de
apelaciones, refugio de los humildes con sus penas anónimas, templo de
piedad y justicia donde claman las voces de los desposeídos… Visto hoy
en perspectiva, El Señor Presidente ha envejecido, no intimida.
Lo que da fuerza al libro es la sensación de que es un espejo deformado
pero reconocible de una realidad sórdida, tristemente conocida por
todos los que han recorrido los barrios bajos de las ciudades
latinoamericanas. Pero es probable que se le recuerde por Hombres de maíz,
un libro arrollador, en el que persigue lo que llama “un idioma
americano”. Se da cuenta de que el floreo retórico y los lugares comunes
de la prosa académica han sido la plaga de nuestra novela.
JORGE LUIS BORGES. Ha inventado su propio género, a
medio camino entre el cuento y el ensayo, para darse completa libertad
de movimiento. Varían las proporciones, pero la tendencia es siempre,
como él dice, “estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor
estético”. Pero hay algo más: una aspiración al absoluto que se
vislumbra en las formas de la imaginación… Un cuento de Borges es algo
muy especial. Cada uno de ellos rompe el molde. Combina felizmente, y en
las formas más inesperadas, el suspenso y el teorema. Usa la sorpresa,
la falsa apariencia y el argumento sofístico a la manera de la novela
policiaca; mezcla la burla y la metafísica, la lógica y la argucia, la
realidad y el hecho apócrifo.
JOÃO GUIMARÃES ROSA. Lleva cada línea del paisaje
impresa en la palma de la mano. Hubo exploradores que abrieron fronteras
en el interior, apropiándose de lejanas tierras de pastoreo que a veces
fueron verdes y florecieron hasta convertirse en prósperas fazendas.
Echar ancla en esas regiones inhóspitas siempre estuvo en conflicto con
el espíritu vagabundo. La vida nunca era completamente sedentaria. Bajo
el colono estaba el nómada. Guimarães Rosa encarna esa dualidad… Nadie
ha penetrado como él en la psicología del habitante del sertão.
El lenguaje es densamente emotivo, mezcla de erudición y dialecto,
lleno de giros inesperados, inversiones, proverbios, interjecciones,
preguntas retóricas.
JUAN CARLOS ONETTI. Hay en él algo genuinamente
autóctono que va mucho más hondo que las estridentes protestas de
nacionalismo literario que caracterizan a tantos de sus compatriotas.
Los años que ha pasado entre Montevideo y Buenos Aires lo han asimilado
al alma y al carácter de la zona. No fue él quien inventó la novela
urbana en el Uruguay; el género ya existía, pero la ciudad muchas veces
estaba en Europa, y en otros tiempos. Los escenarios locales no eran
considerados dignos de interés. Onetti cambió todo eso. La vida breve puede ser su obra maestra, libro de inagotables desdoblamientos, un monumento a la evasión a través de la literatura.
JULIO CORTÁZAR. Es la prueba que necesitábamos de
que existe una poderosa fuerza mutante en nuestra literatura que lleva a
la metafísica (o la patafísica cuando la metafísica se toma en chiste).
Brillante, minucioso, provocativo, adelantándose a todos sus
contemporáneos latinoamericanos en el riesgo y la innovación… Es un
hombre de fuertes anticuerpos. Con el tiempo ha ido descartando los
efectos fáciles de la narrativa tradicional: el melodrama, la
sensiblería, la causalidad evidente, la construcción sistemática, las
amabilidades y la demagogia retórica. Ha buscado en la paradoja el
verdadero acorde. Es difícil por el momento medir su impacto. Rayuela
(1963) fue un huracán, es una obra ambiciosa e intrépida, a la vez un
manifiesto filosófico, una rebelión contra el lenguaje literario y la
crónica de una extraordinaria aventura espiritual.
JUAN RULFO. Sus libros están en un paisaje de
tragedia clásica, los muertos lo persiguen. Sabe que el peso de los
antepasados aumenta con la distancia. El de los suyos, que están lejos,
no lo ha descargado nunca. Se ha pasado la vida abriendo tumbas en busca
de sus orígenes perdidos. Su brillante y breve carrera ha sido uno de
los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador
sino, al contrario, el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí
radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla
pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las
cosas elementales: el amor y la muerte, la esperanza, el hambre, la
violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia
panfletaria, su folclore. …Su lenguaje es tan parco y severo como su
mundo. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino.
Por eso su obra brilla como un fulgor lapidario. Pedro Páramo no es
épica sino elegia. El ritmo del lenguaje es el de la sangre.
CARLOS FUENTES. En 1959 publicó La región más transparente,
una supernovela en la que se narra, como lo llamaba el autor, “la
biografía de una ciudad y una síntesis del presente mexicano”. La novela
estaba destinada en cierta forma a ser un foro para las opiniones
contradictorias de la época. Se llama al debate, no a una decisión
final. Refleja la preocupación de ese momento por fijar, por resumir,
por destilar lo mexicano. Está entre los poquísimos escritores
latinoamericanos que dominan las disciplinas del cuento, ¿será por la
simpatía que siente por la literatura norteamericana, donde florece el
género?... El cuento además se presta idealmente a la pirueta brillante
que siempre tienta a Fuentes. Es el arte de la baraja y la sorpresa, y
nadie lo sabe mejor que él, que maneja la forma como si la hubiera
inventado.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Su empecinamiento nace de la
nostalgia: por una época y por un lugar. Ha estado fuera demasiado
tiempo. “Se me están enfriando los mitos”. Hará cualquier cosa para
revivirlos. Son la luz —y la felicidad de la inspiración— que le viene
de su infancia. En La hojarasca se destacan ya ciertos
prototipos que poblarán los otros libros: el vetusto coronel, el médico
de alma atormentada, la serena y consecuente figura femenina, siempre en
García Márquez, un baluarte en la adversidad… Mas allá de los hechos
cotidianos que constituyen el relato se advierte la intención mágica…
Una misma subjetividad anima a todas sus creaciones. Los papeles que se
reparten derivan todos de un solo repertorio mental. …La próxima fase
del libro, que anuncia para marzo o abril de 1967, se llamará Cien años de soledad.
Será la muy esperada biografía del elusivo coronel revolucionario,
Aureliano Buendía. Será como la base del rompecabezas cuyas piezas ha
venido dando en los libros precedentes.
MARIO VARGAS LLOSA. Cuando acababa de cumplir los
26, con sólo dos obras a su nombre, ya se destacaba entre nuestros
escritores jóvenes. Era un inspirado que parecía haber nacido bajo una
lengua de fuego. Tenía fuerza, fe y la verdadera furia creadora. La fama
le había llegado pronto, pero se la había ganado honradamente. Hasta
ahora ha sido menos profundo que pródigo. Su visión es limitada, sus
caracterizaciones pueden ser esquemáticas y hasta simplistas, y es un
empedernido determinista y antivisionario, pero una invencible riqueza
de temperamento, una poderosa carga emotiva y una interioridad que él
niega pero no puede reprimir dan densidad a su materia dramática. La ciudad y los perros
(1962), su primera novela, narra la vida del colegio militar Leoncio
Prado. Dos generales lo denunciaron, calificándolo de profanación y
acusando al autor de ser enemigo del Perú y comunista.
Párrafos extraídos de Los nuestros, de Luis Harss.