Evelio Rosero es uno de los escritores colombianos más prominentes
en la actualidad. Una mirada crítica a un autor alejado del
protagonismo público
Evelio Rosero, autor de libros como Los almuerzos, entre otros. / Archivo - Elespectador.com |
Evelio Rosero se toma una foto para promocionar sus libros. La
situación lo incomoda, porque a Evelio no le gusta posar de estrella. Al
contrario, es un tipo que recela de la figuración. No escribe para
revistas, no tiene columnas de opinión en los periódicos, no va a
cocteles y es un desastre concediendo entrevistas. Prefiere que sus
libros hablen por él: ocho novelas, una obra de teatro, cuatro relatos
para niños, un volumen de poesía. Un escritor a secas, con nula carga de
farándula y una colección de premios que no exhibe, pero que fueron
conseguidos a pulso: el Tusquets, el ALOA, el Independent Foreign
Fiction Prize. En resumen, un ser antimediático atrapado en un universo
mediático, un perro a cuadros que ahora se toma una foto para darles
gusto a sus editores.
—Sonría, por favor —le pide el fotógrafo, quien quizá piensa que el gesto adusto de Evelio es poco comercial.
La
neura le gana la partida. Desde el principio se sintió mal y cada
minuto que pasa le confirma que esto no fluye. Entonces da una respuesta
hosca que deja al fotógrafo helado.
—No tengo motivos para sonreír.
Las
mismas cinco palabras amargas y sabias que Malcolm McDowell suelta al
final de O Lucky Man!. No sabemos si Evelio es consciente de haber
citado a Lindsay Anderson. De hecho, no lo sabremos nunca, porque para
salir de dudas tendríamos que conocerlo y preguntarle, y eso es algo que
jamás haremos. Por lo tanto, sigamos instalados en la ficción y —como a
los cuentos hay que darles unidad— amarremos los cabos sueltos.
En
primer lugar, la referencia a O Lucky Man! no es gratuita. Esta
película es una comedia y al menos dos novelas de Rosero asumen lo
cómico con una perspectiva que podrá ser discreta, pero resulta
evidente.
En La carroza de Bolívar, la última novela de Rosero, el
propósito es burlarse de la figura paternal de Bolívar. La apuesta es
revelar al Libertador como un tirano tropical ambicioso, traidor,
racista y pésimo militar. “El Napoleón de las retiradas”, como le decía
el Negro Piar. Según la tesis anarquista de Rosero, Bolívar no fue el
superhombre excepcional que nos pintan sus fans, sino un cobarde
enamorado del poder, el primero de una larga tradición de falsos
redentores que nos han sumido en la miseria de una guerra interminable.
Es
posible que Rosero tenga razón, que nuestra tragicomedia tenga sus
raíces en la fundación de esta patria enclenque, donde desde el mero
origen somos víctimas de las mentiras de los de arriba. Tal vez por eso
nuestras empresas son tan inútiles como arar en el mar y las palabras
con las que nombramos nuestro fracaso son una impostura. Pero la verdad
es que hemos vivido un par de siglos así, estamos hechos a nuestra
payasada y nos la gozamos. Lo prueba el escaso ruido que produjo La
carroza de Bolívar al transitar por las rotas calles de nuestra
literatura. En otro país, atacar al Padre Fundador habría sido un
escándalo. Aquí, no. En Colombia todo es rumba, nada merece respeto, y
si Bolívar es un farsante a quién le importa. Igual, el hombre hace años
desapareció hasta de los billetes y su imagen es ahora propiedad de la
guerrilla y del comandante Hugo Chávez. En el vacío cultural que dejó su
recuerdo se coló Álvaro Uribe, nuestro nuevo mesías de la guerra.
Política
aparte, en stricto sensu literario, como diría un santanderista, La carroza de Bolívar está llena de buenos momentos, pero tiene un
desequilibrio estructural que no la deja ser grande. Su intención cómica
está demasiado en primer plano. Como en Sábados Felices, los personajes
tienen nombres y comportamientos ridículos, y si la intención era
reírse de Bolívar, nada que ver. El humor está oscurecido por unos
protagonistas sin magia que no tienen ni la fuerza ni el encanto para
sostener una tesis tan brava. En estas condiciones, Rosero termina
siguiendo los pasos del peor Vargas Llosa. Un fracaso, sí. Pero como
maneras de fracasar hay muchas y nadie está exento de, es justo
reconocer el esfuerzo de un escritor que tuvo el valor de atreverse y la
entereza para llegar hasta la página 389 sosteniendo sin alharaca una
prosa que se deja leer. Esto es más —mucho más— de lo que han hecho
otros.
En Los ejércitos, la novela insignia de Rosero, las cosas
son a otro precio. Empezando porque el asunto es más medido, el
protagonista tiene más peso, la construcción evita la farsa y el humor
encuentra su nicho. Todo el libro está atravesado por una ironía amable
que no violenta a los personajes, sino que los nimba con una ternura que
posibilita una tremenda identificación. Un éxito, sí. Con razón es una
novela que se puede leer en 12 idiomas y le ha dado a su autor el
reconocimiento que merece. Los que saben insisten en que “su lenguaje
está influido por Rulfo”, encuentran un parentesco entre el protagonista
y Raskolnikov (¡!) y creen que “su rodilla hinchada es un homenaje al
Molloy de Beckett”. Estas babosadas deben divertir mucho a Rosero y
explican su desprecio por los periodistas culturales, a los que llama
“papagayos”. Pero al mismo tiempo tienen su valor, porque expresan el
desconcierto de los “críticos”, que cuando encuentran un texto valioso
terminan perdidos en un laberinto de referencias cultas y ocultas,
tratando de explicar lo que sería mejor aceptar como inexplicable.
En
ocasiones, Los ejércitos —a pesar de no serlo— termina en el saco de
las novelas de “conciencia social”. Las reseñas que se han hecho a sus
traducciones y a la edición española apuntan en esta dirección, y es una
injusticia. Se entiende que es un argumento de venta, porque las buenas
almas que aspiran a un mundo sin guerras compran mucho libro; pero la
novela de Rosero es mucho más que una “denuncia” o un “testimonio” sobre
la masacre de un pueblo. Es literatura y es buena literatura. Es decir,
un ejercicio consciente de fabulación que trata de suscitar emociones y
lo logra.
Por lo demás, y esto ya es una consideración personal y
por lo tanto atrevida, lamento que Evelio Rosero no sonría con más
frecuencia. Porque es un hecho: de las catorce fotografías que hay de él
en la red, sólo muestra los dientes en una. Lo que es una pena, porque
tiene una hermosa sonrisa.