Poesía de la A a la Z
Debajo de un árbol, junto al río Cauca, María Isabel Espinosa ha
visto pasar cientos de cadáveres mutilados. “Se han confabulado, porque
si todos denunciáramos, el río no traería tanta muerte”, dice. Aquí, la
terrible historia de la mujer que pasó de cultivar flores a escribirle a
los masacrados
PUÑO Y LETRA. María Isabel escribe junto al río Cauca, "fosa común" de la tragedia colombiana. foto:Rodrigo Grajales. fuente: Revista Ñ. |
María Isabel Espinosa nunca pensó que dedicaría su vida a
escribirle a los muertos. Era algo que no imaginaba cuando vivía en La
Bella, un pequeño poblado rural en la ciudad de Pereira, Colombia. Pero
pasaron diez años desde aquel tiempo de flores, cuando María Isabel
cultivaba jazmines, tulipanes, un jardín nutrido capaz de seducir a los
extranjeros que por allí pasaban y le rogaban permiso para tomarse
fotos. Ese jardín ahora es sólo recuerdo. La escena cambió en 2002,
cuando le anunciaron que se iría a vivir con su esposo e hijos, a la
zona de Guayabito en Cartago-Valle. Allí vio bajar cientos de cadáveres
por el río mientras trabajaba en la finca y cuidaba de su familia.
Ahora, sentada frente a ese mismo río, reflexiona: “Pasé del congelador
al horno”
María Isabel escribe. Sentada debajo de un árbol en la
ribera del río Cauca contempla el torrente, y de allí emergen sus
poemas. Vienen versos junto al río, ese cauce inmenso que recorre más de
180 municipios y que ha sido la fosa común en la historia de la
violencia en Colombia. María Isabel llega allí después de trabajar en su
casa. Se levantó como todos los días a las tres y media de la mañana.
Trabajó en el jardín, trapeó los pisos, cocinó, limpió la casa que
habita y la de sus patrones, que sólo vienen a la finca en días de
vacaciones. Va de oficio en oficio María Isabel. Sus manos curtidas y
ásperas se vuelven suaves y frágiles cuando escribe. Sigue
sentada, cuando le pregunto por lo que escribe:
-A mí que no me falte un lapicero, una hoja de papel, para que mis manos registren todo lo que mis ojos me dejan ver…
- ¿Ha visto muchos muertos?
- Eran
días en que bajaban 5 o 7, entonces yo decía “esto puede ser común,
pero normal no”, común todo lo que usted quiera, pero normal no es.
En
Guayabito vive muy poca gente. Los pocos habitantes del pueblo
están surcados por extensos cultivos y sembrados de maíz. Son miles de
hectáreas con más ganado que gente. Un puñado podría decirse. Y las
pocas fincas se mantienen en solitario, salvo algunos fines de semana
cuando llegan los patrones a pasar revista o a veranear con sus amigos.
Sin embargo, María Isabel y su familia han tenido un contacto directo
con los muertos, no solo porque los ven pasar ahí como en el patio de su
casa, sino porque los muertos han sido una constante desde que ella
llegó. Hace dos meses, decapitaron a dos muchachos del lugar y sus
cadáveres fueron echados al río. Allí anduvieron flotando, entre algunas
vacas que caen, en medio de esas aguas pasivas en la superficie pero
tumultuosas debajo. Cuarenta metros de ancho mide el río, que a veces
llega a 15 de profundidad. Allí guarda los misterios del devenir cruel y
sanguinario de la historia colombiana. Los cuerpos deshilvanados,
maltrechos, putrefactos y torturados no son normales para la poeta de
los muertos. A ellos les ha escrito cientos de poemas en papelitos. El
asombro la hizo escribir, aun exhausta tras su trabajo, sentada bajo un
árbol escribe. Por necesidad, emoción y puro sentimiento.
Pasó del
frío al horno. De su tierra apacible al tumultuoso Guayabito, un lugar
arrinconado en la geografía, en la punta de Cartago, un pueblo testigo
de cuanto muerto tiran al río Cauca. Mientras nadie dice nada, mientras
muchos callan el dolor y la angustia por “estar curtidos de tanto
muerto”, María Isabel escribe, exorciza sus penas, ajenas, prestadas y
las vuelve suyas. Ella no conoce a quienes con indolencia e inhumanidad
han bañado al río de sangre, a las familias de vacíos, al país de olvido
y a los muertos de desolación.
Para María Isabel, haber llegado a
este sitio fue asunto del destino. Los muertos no tenían quién les
escribiera y al parecer zambullidos allí, los victimarios esperaban
borrar sus rastros y que quedaran impunes sus atrocidades, pero la pluma
de esta mujer aviva la memoria e impide el olvido. Los cuerpos no son
sus parientes, no conoce ni sus nombres, ni su procedencia, tampoco los
llora como las madres en Trujillo, Bolívar, Salónica, Bojayá, Riofrío y
muchos lugares más; sitios que han tenido que padecer lo fatídico de los
asesinatos en serie y las masacres. Nada de eso, María Isabel, les
escribe por pura humanidad. Alguien los debía anclar, una persona se
debía escandalizar y nada más que una mujer que tenía por pasión
escribir, variar los sentidos emocionados por el color de las flores, al
del horror producido por los muertos.
Qué curioso, en un país de
indolentes, una mujer se toma la tarea de registrar el dolor. María
Isabel sigue sentada, debajo de ese árbol que la resguarda, desde ahí
puede ver un río infinito, grande, misterioso, un río con el que ella
conversa, intercambia ideas. Se relaciona con él como si fuera un ente
vivo: “Un día se me entró a la casa”, dice. Y ella no lo culpa, el río
la quería visitar. Al otro día le dijo que por favor no entrara sin
avisar, y hasta el momento no lo ha hecho. María Isabel habla del río
como si fuera una persona, y ella es una Magdalena, no llora, pero gime
por lo hijos de una patria, y lo hace con letras y símbolos en un papel.
“Qué tanto han hecho con ese río que se me ha sentado en la casa”,
recuerda.
A María Isabel le duele Colombia: “Nuestro país es un
lienzo y usted mira a ese lienzo y ve diferentes situaciones que la han
marcado y son cosas tan terribles que no encuentro explicación. ¿Cómo
puede un ser humano hacer eso? Está bien, hay gente que comete esas
atrocidades, pero que haya gente incapaz de terminar con eso o cómplice
de esto, todavía peor. Fue un periodo de oscuridad de nuestro país.
Todos se confabularon para que esto pasara, porque si esto se hubiera
denunciado el río no habría tenido tantas décadas de muerte”.
Ni
bien llegó a la finca y vio el primer muerto, María Isabel ya no pudo
silenciarse. “Encontrarme de frente con algo tan horrible me hizo
pensar, en el agua, que es el agua que tomamos, yo me tengo que tomar un
agua con sangre humana, y pensé en la esencia del ser humano, ¿por qué
una persona tiene que estar en un río en esas condiciones?”, pregunta y
su voz se quiebra. Tiene mucho por contar.
De los más de 200 mil
muertos que ha documentado la Unidad Nacional de Fiscalías para la
Justicia y la Paz entre 2006 y 2010, muchos miles han sido arrojados al
río Cauca. El Cauca es una fosa común donde innumerables personas
fueron tiradas en costales con piedras o con cemento en el cuerpo para
que no flotaran. Las técnicas son tan atroces como abominables:
descuartizamientos, cuerpos empacados en pedazos, mujeres y hombres
abiertos por el vientre, dedos cortados, nada de compasión, toda la
barbarie y el odio acumulado, con la inclemencia y sevicia de quien
tortura y arroja el cadáver para que sepa del horror que ha cometido.
Colombia es una fosa común, el río Cauca una funeraria, libre, silente,
apta para quien desea borrar las huellas.
“A alguien le debe
competer sacar esos muertos cuando bajaban. No lo hacen. Entonces yo
decidí sacarlos con mi tinta y mi papel. Y de alguna forma cuando los
veía bajar les daba un último adiós, oraba a Dios por ellos”, revela
María Isabel. No tiene ningún recuerdo de violencia en su memoria, salvo
el de haber llegado a Guayabito.
María Isabel escribe sin imitar
técnicas ni estilo. Tampoco lee poesía, porque no quiere copiar. Es la
historiadora de una época macabra que no tiene final. Muertos van y
muertos bajan, y llegan a las libretas de María Isabel. Ella sueña con
liberarlos del abandono y la maldad.
-¿Cuántos poemas les ha escrito a los muertos?
-No
los tengo contados. Pero cuando termine el último creo que me iré de
aquí. Siento que los muertos me estaban esperando. Este río necesitaba a
alguien que lo escuchara. No invento nada, transcribo una historia, tal
cual como el rió me la cuenta.
“Me va a cambiar por el río”,
bromea Luis Eduardo Cano, esposo de doña Isabel. Él es el encargado de
mantener la finca en orden. Sus hijos en cambio, piensan que la labor de
su madre es de admirar, los cuerpos desmembrados y torturados son
huérfanos en el río, entonces María Isabel los asiste como una madre.
Les escribe a los muertos porque podrían ser sus hijos. A los suyos les
ha brindado una educación de respeto y tolerancia, pero sobre todo de
amor. Para los cinco integrantes de este hogar, la familia es
fundamental. De ese amor que se tienen nace el que María Isabel comparte
con los otros, con esos seres humanos navegando a la deriva por el río.
María
Isabel ha participado de varios proyectos. El artista Gabriel Posada la
ha invitado a ser parte de Las Magdalenas por el Cauca, obras de gran
tamaño; el cineasta Nicolás Rincón Guille la tiene como intérprete en
Los abrazos del río, y también protagoniza el documental Rastro Púrpura
de Señal Colombia. Pero los más agradecidos son los escasos familiares
de víctimas con los que María Isabel ha podido tratar: “es que no va un
perro, no va una vaca, no, es un ser humano que va y debe haber una
madre llorándolo, una esposa preguntando por él, una hermana, eso es lo
que hace que yo viva tan pendiente de él”.
Ahora trae María Isabel
unos cuadernos, papelitos con poemas, que apenas quiere mostrar. Es un
proyecto que será libro: Funerales en el río Cauca. Aún no ha hecho la
selección, conserva tanto poemas a los muertos, como a los cañeros, a
esos momentos de amor, al jardín y a la belleza del paisaje. Confiesa
que para poder escribir tuvo unos aliados: “fueron los gallinazos y unos
binóculos que compré para eso, para poderlos enfocar y captarlos,
entonces los gallinazos y los binóculos me ayudaron mucho”.
Cada
poema tiene una historia, cada muerto tuvo una impresión, cada vez que
comparte uno, se los sabe de memoria. Miro al río y aunque no pasan sino
algunos palos y basura, me parece ver la sangre que corre, una
incesante perturbación a la vida y a la esperanza, pero cuando ella
recita su primer poema a los cadáveres viene de pronto una sanación:
…Mi
patria ya no es mi patria porque muchos aportan para su destrucción y
apenas unos pocos que luchan por ella los silencian sin compasión, los
sueños que teníamos para una patria de amor se han convertido en
quimera de llanto y de dolor, en un peregrinar de almas que no
encuentran a los suyos hoy, tampoco donde fijar sus raíces para hacer un
mundo mejor”. (Lamento colombiano)
Muchos son los poemas,
muchos han sido los muertos. Su obra es la de una contadora de tiempos
viles y mezquinos. Cada hoja escrita abre un momento de la vida
nacional. La violencia despiadada produjo una mujer dispuesta a
enfrentar la realidad, para María Isabel eso es la poesía, enfrentar la
realidad que otros ni quieren mirar.
“Eran como el viento,
que no sabe a dónde viene, ni tampoco a dónde va, venían e iban sin
rumbo ni dirección dejando en mi alma una triste emoción, dejando a su
paso una espeluznante impresión. Sí, sí, río yo los vi pasar, se que
venían contigo en su triste trasegar, también se que se te aguaron los
ojos cuando los que eran gente irremediablemente se convirtieron en
despojo, tú los llevaste entre tus minuciosas y oscuras aguas pero a
pesar de todo gritos de dolor por ellos das, viste a la montaña que se
levantaba como una anhelante esperanza rogándole siempre a Dios para que
estos crímenes en la impunidad no quedaran”
Ahora María
Isabel saca un viejo poema, chiquito, de sus días de flores en el
jardín. También se relaciona con la muerte, pero con esa de las hojas
marchitas: “Que tal que la rosa llorara porque ve un pétalo a punto
de abrir, y ella ya tan marchita y mustia a punto de morir, pero ella no
llora sabe muy bien partir…”
-¿Usted qué piensa de los que asesinan?
- Esa gente está más muerta que los que han pasado por aquí muertos.