Marguerite Yourcenar
Cómo se salvó Wang-Fô
El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos
del reino de Han. Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante
la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las
libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las
cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía
digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de
seda o de papel de arroz.
Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo
y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo
el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la
espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a
los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos
en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano
que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era
cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade,
que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling
había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades.
Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido:
tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos.
Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió
muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo
consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para
dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la
leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la
boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de
morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en
compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que
daba flores rosas cada primavera.
Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un
espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege.
Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a
bailarinas y acróbatas. Una noche, en una taberna, tuvo por compañero
de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado
que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se
inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que
separaba su mano de la taza.
El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y
aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las
palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling
conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores,
difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado
de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del
fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas
por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la
ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para
que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de
tener miedo a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero
ni morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el
camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos
inesperados destellos: Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que
los muros de su casa no eran rojos, como él creía sino que tenían el
color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô
advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se había
fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar
sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una
hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling
sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que
Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling
acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto
sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de
antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo
bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto
que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven
príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la
época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling
mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la
pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró,
pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los
retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como
la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana
la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la
bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus
cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las
beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por
última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de
los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo
exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su
estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían
de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró
tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en
donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de
fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos
del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los
castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se
refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que
Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último
toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle
que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les
hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a
un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.
Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían
estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de
veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba
sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras
el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos,
escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el
maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía.
Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le
mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô
estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo
humildemente.
Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial,
y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano
se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor,
pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado
aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de
la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos
gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció,
recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la
comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se
preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba
a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos
de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los
más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca
de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían
juego con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang-Fô
siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los
transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes
probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang,
los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le
dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era
para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta
se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados
obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o
circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos
cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas
del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una
nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la
gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba
para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía
que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser
definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados.
Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que
ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una
cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la
sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas
columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes
de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos
pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares.
Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación
del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto
al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido
admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a
las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el
fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los
cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar
siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos
estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte
años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para
recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un
espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros
y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres
Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como
sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para
recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido
la costumbre de hablar siempre en voz baja.
– Dragón Celeste –dijo Wang-Fô, postrándose–, soy viejo, soy pobre y
soy débil.Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes
Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he
hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
– ¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –dijo el Emperador–.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano
derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como
una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan
largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había
hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que
mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel
momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo
siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de
las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los
estibadores.
– ¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –prosiguió el
Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo
escuchaba–. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar
en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en
presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y
contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus
pinturas en la estancia más escondida de palacio, pues sustentaba la
opinión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las
miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En
aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto
una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de
evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las
agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar
ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se
extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían
concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en
círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y
palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba cuando
no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos
todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me
sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis
rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el
porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante
al llano monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los
Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más
lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a
imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer
que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas,
tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en
zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores,
semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los
senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada
cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas
que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las
puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a
mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos.
Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no
había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus
jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que
tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las
orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es
menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que
hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne
de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de
los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da
náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que
un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor
insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no
es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único
imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras,
viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil
Colores.
Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que
no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se
marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a
reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto
poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte
en el único calabozo de donde no vas a poder salir, he decidido que te
quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas
que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos,
divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio,
he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón
un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo
apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
– Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su
maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se
desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se
llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha
escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra
verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
– Óyeme, viejo Wang-Fô –dijo el Emperador–, y seca tus lágrimas, pues
no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el
fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya
que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero
verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la
colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las
montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es
verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos,
como las figuras que se miran a través de una esfera.
Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no
es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas
pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que
pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las
mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas.
No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas
de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te
quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos
secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus
manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito
penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de
que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones
al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y
puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré
todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido
todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más
bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi
bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has
acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar
tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un
hombre que va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron
respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la
imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues
aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una
frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba,
no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang,
todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que
bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo
suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los
pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar
inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus
pies, desliaba los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que
nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en
una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas
que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento
de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en
su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua. La
frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba
ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los
remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir
de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y
luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos
del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a
quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con
el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la
etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a
nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera
podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su viejo traje de diario, y su
manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido
tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados.
Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fô le
dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
– Te creía muerto.
– Estando vos vivo –dijo respetuosamente Ling–, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba
en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una
gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la
superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba
como un loto.
– Mira, discípulo mío –dijo melancólicamente Wang-Fô–. Esos
desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que
había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos
hacer?
– No temas nada, Maestro –murmuró el discípulo–. Pronto se hallarán a
pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan
sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino.
Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una
pintura.
Y añadió:
– La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos
están haciendo sus nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las
olas.
– Partamos –dijo el viejo pintor–.
Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia
de los mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el
latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente
en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy
pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del
pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el
Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto. El
rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una
barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando
tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil.
Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca,
pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que
flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por
la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo
de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de
Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez
del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar.
Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a
la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrándose el
surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling
desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que Wang-Fô
acababa de inventar.
Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, Bélgica, 8 de junio de 1903 – Bar Harbor, Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos, 17 de diciembre de 1987), conocida como Marguerite Yourcenar (primero pseudónimo y luego de nacionalizarse, nombre oficial), fue una novelista, poetisa, dramaturga y traductorafrancesa nacionalizada estadounidense en 1947.1
Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne,2
que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez
días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue
educada por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, que
provenía de una familia aristocrática francesa, en la casa de la
abuela paterna, en el norte de Francia, Mont Noir, cerca de la
frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.
A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour. Su primera novela, Alexis, fue publicada en 1929.
En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor
amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace
Frick a la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual,3 ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de ésta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.4
Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, en 1937, Lo que Maisie sabía de Henry James, en 1947, y obras de Yukio Mishima.
En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano),
en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. La novela fue
un éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica.
Su presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce
años de ausencia.
En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antinoo y su filosofía. Memorias de Adriano
fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior
novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra moderna.
Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.
Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine,
y sus restos descansan junto a los de Grace Frick en la misma isla,
en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville[2].5 La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.
Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos (cf. Marguerite Yourcenar additional papers: Guide), excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el CIDMY: Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar,
que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece
información puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas
con la afamada autora.
Obra
El jardín de las quimeras (Le jardin des chimères) (1921) (poemas). Los dioses no han muerto (Les dieux ne sont pas morts) (1922) (poemas). Alexis o el tratado del combate inútil (Alexis ou le traité du vain combat) (1929) (novela). La nueva Eurídice (La nouvelle Eurydice) (1931)6. El denario del sueño (1934) (novela). Fuegos (Feux) (1936) (poema en prosa). Los sueños y las suertes (Les songes et les sorts) (1938). Cuentos orientales (Nouvelles orientales) (1938). El tiro de gracia (Le coup de grâce) (1939). Memorias de Adriano (Mémoires d'Hadrien) (1951) (novela, traducida al español por Julio Cortázar, entre otros). Electra o la caída de las máscaras (Électre ou la chute des masques) (1954). Las caridades de Alcipo (Les charités d'Alcippe) (1956). A beneficio de inventario (1962) (ensayos). Opus nigrum (L'Œuvre au noir) (1968) (Prix Femina). Teatro I y Teatro II (1971) (obras teatrales). Recordatorios (1973) (primera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo). Recuerdos piadosos (Souvenirs pieux) (1974). Archivos del norte (Archives du Nord) (1977) (segunda parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo). El cerebro negro de la Piranèse (Le cerveau noir de Piranèse) (1979) (ensayo). Mishima o la visión del vacío (Mishima ou la vision du vide) (1980) (ensayo). Como el agua que fluye (Comme l'eau qui coule: Anna, soror…, Un homme obscur, Une belle matinée) (1982). El tiempo, gran escultor (Le temps, ce grand sculpteur) (1983) (ensayos). ¿Qué? La eternidad (Quoi? L'Éternité) (1988) (tercera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo, publicada póstumamente; inacabada). Peregrina y extranjera (En pèlerin et ètranger) (1989) (recopilación póstuma de ensayos). Una vuelta por mi cárcel (Le tour de la prison)
(1991) (recopilación realizada por la autora de catorce textos de
viajes, la mayor parte sobre Japón y el último inacabado, publicada
póstumamente).