sábado, 22 de septiembre de 2012

Minicuentos 43



El sicario                                                                                                                         
Luis Mateo Díez

Los datos estaban cambiados y maté a un hombre que no era el previsto. Estos trabajos tan rápidos, tan secretos, con frecuencia te llevan a cometer errores irremediables.
Recuerdo una lejana ocasión  en que el error se repitió tres veces. Todas las víctimas me miraron con sorpresa y sólo la verdadera lo hizo con aplomo.
–Te esperaba –musitó cuando le clave el puñal.
Como siempre, cuando concluyo un trabajo, fui a emborracharme y días después, repuesto de la resaca, regresé a casa y encontré una carta remitida la misma fecha de la muerte.
–Te perdono por lo que vas a hacer –decía–, pero te maldigo por lo mal que lo has hecho. Un muerto que cuesta tres muertes no es un muerto inocente. Además de matarme me has hecho sentir culpable y profundamente desgraciado.


El futuro
Slawomir Mrozek

El futuro es un enigma, pero ¿para qué están los augurios? Los antiguos vaticinaban por el vuelo de las aves y de este modo llegaban a saber lo que les esperaba. Incluso yo mismo puedo vaticinar mi futuro. Fui al parque, donde pájaros no faltan. Algunos volaban, otros estaban posados en los árboles, otros merodeaban por el césped. A mí me interesaban sólo los voladores.
Alcé la cabeza y empecé a observarlos. No llevaba esperando mucho cuando sentí en la calva un ¡plaf! Y mi futuro se me hizo simbólicamente claro.
He averiguado una sola cosa acerca del futuro: no vaticinar nunca por el vuelo de las aves sin un buen sombrero.


El vengador
Óscar Acosta

El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fraticida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí.
Un fuerte viento levantó las cenizas, cegándolo para siempre.


Mi abuela
Imeldo Álvarez

A mi abuela en el pueblo, todos la llamaban loca cuando se ponía a decir:
–Yo vieron subir la luna y nos me duele el fondo de los ojos.
Ahora lo dicen mis hijos, y les dan cinco en literatura.


Autógrafo un tanto falaz                                                                                               
Alfonso Alcalde

Un galán la va desnudando con la mirada y sus manos descubren las cicatrices que la vida dejó en el cuerpo de la hermosa mujer. Debajo de los levantados senos se puede leer claramente esta leyenda tipo 24 cursivo Modern Italic: "Ningún matarife te ha amado tanto como yo. Firmado, "El Toto".


El cigarrillo
Enrique Anderson Imbert

El nuevo cigarrero del zaguán –flaco, astuto– lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se le fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.


Teoría de dulcinea
Juan José Arreola

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.
Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero de lejos de atrapar  a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.
Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.