sábado, 20 de diciembre de 2014

Recordando a Gabo



Gabriel García Márquez
Rosas artificiales
Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la os­curidad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a pregun­tarle por las mangas.
         —Están en el baño —dijo la ciega—. Las lavé ayer tarde.
         Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de ties­tos con hierbas medicinales.
         —No vuelvas a coger mis cosas —dijo Mi­na—. En estos días no se puede contar con el sol.
         La ciega movió el rostro hacia la voz.
         —Se me había olvidado que era el primer viernes —dijo.
         Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.
         —Pon un papel debajo, porque esas pie­dras están sucias —dijo.
         Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensucia­ría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
         —Si se ensucian tú eres la responsable —dijo.
         La ciega se había servido una taza de café.
         —Tienes rabia —dijo, rodando un asiento hacia el corredor—. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. —Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las man­gas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros des­cubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
         —Vas a llegar después del evangelio —dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
         Mina pasó directamente hacia el excusado.
         —No puedo ir a misa —dijo—. Las man­gas están mojadas y toda mi ropa sin plan­char. —Se sintió perseguida por una mirada clarividente.
         —Primer viernes y no vas a misa —dijo la ciega.
         De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
         —Tú tienes la culpa —murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
         —Estás llorando —exclamó la ciega.
         Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
         —Estás llorando.
         Mina puso la taza en el suelo antes de in­corporarse.
         —Lloro de rabia —dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela—: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del. pri­mer viernes.
         La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se in­clinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo­:
         —Dios sabe que tengo la conciencia tran­quila.
         La madre de Mina salió del dormitorio.
         —¿Con quién hablas? —preguntó.
         —Con nadie —dijo la ciega—. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
         Encerrada en su cuarto, Mina se desaboto­nó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del ar­mario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de co­lor, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.
         —No pudo ir —intervino la ciega—. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.
         —Todavía están húmedas —murmuró Mina.
         —Ha tenido que trabajar mucho en estos días —dijo la ciega.
         —Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua —dijo Mina.
         El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas ar­tificiales: una cesta llena de pétalos y alam­bres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.
         —No tenía mangas —dijo Mina.
         —Cualquiera hubiera podido prestártelas —dijo Trinidad.
         Rodó una silla para sentarse junto al ca­nasto de pétalos.
         —Se me hizo tarde —dijo Mina.
         Terminó una rosa. Después acercó el ca­nasto para rizar pétalos con las tijeras. Tri­nidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.
         Mina observó la caja.
         —¿Compraste zapatos? —preguntó.
         —Son ratones muertos —dijo Trinidad.
         Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y foto­grafías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás e interrumpió el trabajo.
         —¿Qué pasó? —dijo.
         Mina se inclinó hacia ella.
         —Que se fue —dijo.
         Trinidad soltó las tijeras en el regazo.
         —No.
         —Se fue —repitió Mina.
         Trinidad la miró sin parpadear. Una arru­ga vertical dividió sus cejas encontradas.
         —¿Y ahora? —preguntó.
         Mina respondió sin temblor en la voz.
         —Ahora, nada.
         Trinidad se despidió antes de las diez.
         Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado. La ciega estaba po­dando el rosal.
         —A que no sabes qué llevo en esta caja —le dijo Mina al pasar.
         Hizo sonar los ratones.
         La ciega puso atención.
         —Muévela otra vez —dijo.
         Mina repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.
         —Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia —dijo Mina.
         Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar.Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.
         —Mina —dijo la ciega—. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.
         Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.
         —Estás nerviosa —dijo la ciega.
         —Por tu culpa —dijo Mina.
         —¿Por qué no fuiste a misa?
         —Tú lo sabes mejor que nadie.
         —Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa —dijo la ciega—. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.
         Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
         —Eres adivina —dijo.
         —Has ido al excusado dos veces esta ma­ñana —dijo la ciega—. Nunca vas más de una vez.
         Mina siguió haciendo rosas.
         —¿Serías capaz de mostrarme lo que guar­das en la gaveta del armario? —preguntó la ciega.
         Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.
         —Anda a verlo con tus propios ojos —dijo.
         La ciega examinó las llavecitas con las pun­tas de los dedos.
         —Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.
         Mina levantó la cabeza y entonces experi­mentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabía que la estaba mirando.
         —Tírate al fondo del excusado si te inte­resan tanto mis cosas —dijo.
         La ciega evadió la interrupción.
         —Siempre escribes en la cama hasta la ma­drugada —dijo.
         —Tú misma apagas la luz —dijo Mina.
         —Y en seguida tú enciendes la linterna de mano —dijo la ciega—. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.
         Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.
         —Bueno —dijo sin levantar la cabeza—. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?
         —Nada —respondió la ciega—. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.
         Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.
         —¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? —preguntó. Las dos per­manecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta—: Fui a cagar.
         La abuela tiró en el canasto las tres llave­citas.
         —Sería una buena excusa —murmuró, di­rigiéndose a la cocina—. Me habrías conven­cido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.
         La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos es­pinosos.
         —¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
         —Que estoy loca —dijo la ciega—. Pero por lo visto no piensan mandarme para el ma­nicomio mientras no empiece a tirar piedras.