Carlos Barral tenía 61 años al morir en 1989 Su nieto, también editor, traza aquí la semblanza de su abuelo
Carlos Barral, fotografiado en 1988 en Madrid. / Bernardo Pérez./elpais.com |
España ha sido cuna de grandes editores. Muchos han tenido que
sortear escollos como la ausencia de papel en la posguerra o la censura
franquista. En las situaciones más adversas siempre han estado allí, con
más vocación que voluntad de negocio. A Jaume Vallcorba, José Janés o
Javier Pradera no se les rendirá nunca homenaje suficiente ni ocuparán
el lugar que merecen en la cultura de nuestro país.
En el caso de Carlos Barral
(1928-1989), como en parte en el caso de Pradera, su recuerdo como
editor queda además diluido en sus otras facetas literarias. Carlos
Barral, de cuya muerte se cumplen este mes 25 años,
mantenía siempre ser editor por casualidad, negando de este modo —y con
coquetería— cualquier vocación editorial de tintes comerciales o
industriales. Quiso ser más poeta,
más memorialista e incluso más marinero que editor. No obstante, y
aunque le pese, su tarea como editor es, sin duda, la que ha dejado más
poso y ha hecho más por la siempre achacosa cultura española. Sin
embargo, sus desventuras empresariales y la potencia de su personaje que
todo lo engullía han desdibujado sus papeles incluso en el pequeño y
endogámico sector editorial que, posiblemente por su propia naturaleza
presentista, tiende a cegarse hoy por lo que ya se había hecho antes.
De hecho, lo más recurrente en los últimos años son las menciones a
diversas versiones de un hecho que nunca se produjo: el rechazo por su
parte de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez que,
por cierto, él mismo se encargó de aclarar en una carta a Juan Goytisolo
en 1979. Según Barral escribe, nunca llegó a leer el manuscrito y, para
ser más exactos, nunca lo tuvo en su poder. No se quedó en ninguna mesa
ni esperó todo un verano a ser desempolvado. Yo mismo tuve ocasión de
preguntárselo a García Márquez para cerciorarme ante tantas versiones
diferentes. Si no lo desmintió con fuerza antes, me temo, es por la
escasa importancia que le daba a los logros editoriales y —de nuevo la
coquetería— porque parecerse a André Gide (que rechazó, éste sí, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust) le parecía mejor que ser el gran editor que fue pero que nunca reconoció ser.
Es incontrovertible que Barral abrió ventanas con la edición de los autores de lo que se ha venido a llamar el boom
latinoamericano. Pero fue mucho más allá, entendió la literatura en
español como una unidad con múltiples tradiciones y tendió puentes que
hoy, tantos años después, siguen transitando muchísimos editores, desde
los más pequeños hasta los ingentes conglomerados editoriales. Apostó
siempre por América y apostó siempre por estar en América. En estos
días, en una de las crisis más severas que ha sufrido el sector del
libro en España, muchos editores sobreviven gracias a los lectores
americanos, cruzando puertas que varios, pero en especial Barral,
abrieron en épocas mucho más adversas.
"¡Lo que dirán en Madrid!"
EL PAÍS, Madrid
Tenía 61 años y era un cuerpo cansado. Carlos Barral acababa de
escribirle una larga carta al entonces presidente del Senado, Juan José
Laborda. Ya no iba a estar en la Alta Cámara. Para dar dos pasos
(exactamente dos pasos), aquel hombre tenía que hacer algunos altos; con
la carta en la mano, franqueada, hizo ese trayecto desde su casa hasta
el buzón de enfrente. Se sentó, dijo que iba a escribir un poema, y con
dificultad se e dirigió al buzón. Entonces hizo que entrara la carta en
la ranura, y al mismo tiempo emitió una risa metálica, aquella alegría
de Carlos Barral. Entonces gritó en medio de la calle: “¡Lo que dirían
en Madrid si supiera que en el buzón Madrid se llama Provincias!” Esa
misma tarde acordó con EL PAÍS escribir crítica literaria, a su manera.
Prometió dos, una sobre Gabriel Ferrater y otra sobre Félix de Azúa.
Murió días más tarde. Y dejó prueba escrita de que ya había asumido la
tarea. (Tanto de la carta a Laborda como de los textos que comenzó a
escribir para este periódico hay constancia en el libro que tiempo
después publicó la editorial de su amigo Mario Muchnik).
Pero el mérito de Barral como editor trasciende con mucho el hecho de
haber acercado literariamente los dos charcos y no es menor la apuesta
por la alta literatura europea, entonces aparentemente inviable, y hoy
imprescindible. Lo cierto es que Barral entendió la edición como un acto
intelectual y no comercial y como un diálogo permanente. Así, la
creación del premio Formentor, que él mismo definió como “una suerte de
sociedad de naciones de la alta literatura” respondía al mismo espíritu
que las colecciones de sus diferentes proyectos editoriales.
En definitiva, Carlos Barral afianzó en nuestra tradición editorial
la figura del editor humanista y elevó, sin quererlo, un oficio ya
digno. Seguramente nunca dejaré de oír las referencias displicentes
sobre su gestión empresarial. Él contaba, no sé si es invención suya,
que un día un inspector de Hacienda le pidió el libro de contabilidad y
él replicó que nunca lo había editado. Esa era su forma de renegar de lo
que él no quiso ser: “un tendero de libros” pero, aunque él hubiera
querido ser recordado por su gorra marinera, por sus poemas o por sus
memorias la verdad es que Carlos Barral es uno de los cimientos de lo
que somos hoy. Y no me refiero a un sector industrial, me refiero a
nosotros, porque no seríamos los mismos y no leeríamos lo mismo, que
para el caso es la misma cosa, si el azar no hubiera hecho que aquel
joven entrara a trabajar en una empresa que publicaba libros de texto y
mapas y decidiera, con la ayuda de muchos otros, convertir esa pequeña
editorial en un torrente cultural que regó los campos en los que todavía
cultivamos, eso sí con más torpeza, todos los editores que, veinticinco
años después de su muerte, intentamos cruzar los puentes que dejó
tendidos.
Malcolm Otero Barral es editor de Malpaso y nieto de Carlos Barral.