Fue el primero en publicar Rayuela y Cien años de soledad y un referente ineludible en el mundo de los libros
Francisco Porrúa, editor español de la primera edición de Cien años de soledad./elpais.com |
Conocí a Paco Porrúa (Corcubión, La Coruña 1922-Barcelona, 18 de
diciembre de 2014) por intermedio del escritor argentino Marcelo Cohen.
Fue por los años ochenta. Porrúa había leído una reseña mía (en el
suplemento de libros de este diario, que por entonces se llamaba Libros) de una novela de José Bianco editada por Anagrama. Se trataba de Sombras suele vestir.
Me llamó por teléfono para que habláramos un “rato de literatura”. En
realidad de lo que quería hablar, lo descifré unos días más tarde, era
de mi reseña de José Bianco, Pepe Bianco le llamaba él.
Hasta hoy nunca supe si la reseña le había gustado poco o nada. Mucho
seguro que no. Pero entonces tuvo la suficiente elegancia como para no
aclarármelo. Parece que mi crítica de Bianco le había parecido
equivocada. Positiva pero equivocada. Eso me llenó de pavor porque me
acordé de una sentencia de Jaime Gil de Biedma sobre Gonzalo Sobejano,
de quien escribe en sus diarios, con una apenas disimulada crueldad, que
era muy buen critico pero casi nunca decía aquello esencial que tenía
que decirse de un libro.
Esa duda nunca se agravó con el transcurrir de nuestros encuentros,
por lo menos no tanto como para que quien escribe eso desistiese para
siempre de la crítica literaria como oficio. Pero tampoco se sintió
obligado a ser abiertamente benévolo conmigo. Me consoló siempre el
hecho de que me diera trabajo como escritor de solapas de libros,
informes literarios y me invitara a comer o a tomar café cerca de su
editorial de la Avenida Diagonal de Barcelona (siempre pagaba él, aunque
uno se esforzara en contrariarlo).
Si cuento todo esto es porque me parece que da pistas sobre cómo era
Paco Porrúa. Un hombre inmensamente culto, un editor apasionado, pero, a
la vez, me lo pareció siempre, incapaz de mentirse a sí mismo mintiendo
a los demás. Sentía una gran admiración por José Bianco, tanta que
cualquier equívoco sobre su modo de entender la ficción lo consideraba
una aberración. Con el tiempo, luego de muchos cafés y comidas, entendí
que eso lo sentía por muchos autores. Y creo, además, que experimentaba
cierta desconfianza hacia los críticos literarios. Pero eso nunca lo
explicitó.
Cuando lo conocí era director de la editorial Edhasa, además de
editor de su colección de ciencia-ficción Minotauro. Nunca dejé de
sentirme un privilegiado hablando (y aprendiendo) con él. Tenía esa
forma algo porteña que tenían mis amigos de tertulia de los cafés de la
calle Corrientes, en los años sesenta. Gente muy formada, muy generosa
con sus conocimientos, pero terriblemente exigentes con el talento
desperdiciado o la sensibilidad mal educada.
Porrúa era un loco de la ciencia-ficción. Tenía conocimientos
exhaustivos del género. Y no recuerdo nunca que haya afirmado que Ray
Bradbury era un autor de género. Creo que lo consideraba un gran poeta.
Dos de los mejores textos sobre ciencia-ficcion y sobre literatura
fantástica (los dos del británico David Pringle) los editó él en su
colección Minotauro. Todo lo que sé sobre estas materias, todo lo que sé
en especial sobre J. G. Ballard, lo aprendí de Porrúa. Su amor y su
inmenso respeto a la literatura fantástica, siempre me pareció que fue
suficiente para que entendiera al instante el valor estético de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, del que fue su primer editor. También de Rayuela, de Julio Cortázar. También fue el responsable de la publicación en castellano de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.
Todo esto pasó hace muchos años. Volví a pensar en Paco Porrúa cuando
leí, hace poco, las casi 40 menciones que tiene en el libro de Xavi
Ayén Aquellos años del boom. Ello da una idea aproximada de su
importancia en todo lo que supuso la arquitectura crucial del boom. El
boom como fenómeno literario pero también comercial y mediático, es en
esencia Gabriel García Márquez. Y Paco Porrúa jugó un papel no menos
esencial como editor. Y sobre todo, como lector y valedor del gran
escritor colombiano.
De sobra está decir que Porrúa era un gran conversador. Un día
comentamos una frase de Jorge Luis Borges, creo que la única
soberbiamente tórrida y sensual que dijo el poeta argentino: “Me duele
una mujer en todo el cuerpo”. Repitió la frase dos o tres veces, como si
no pudiera creer que Borges expresara alguna vez algo semejante.
También gracias a él conocí el funcionamiento de Sur, la
revista de Victoria Ocampo. Lo curioso de nuestras charlas, que no
fueron muchas, es que nunca le escuché decir nada intrascendente. Nada
que no tuviera una importancia inmediata. Nada que no me sirviera
instantáneamente para ser mejor como crítico y como persona.
Resplandor de Porrúa
El editor de Cien años de soledad falleció el 18 de diciembre de 2014
Francisco Porrúa fue un resplandor. Editorial, humano. Un ejemplo de
cómo publicar según el gusto que te manda, de acuerdo con el catálogo
que te organiza, según la pituitaria suprema del azar de tu capacidad
(cultural) de elección. Era un editor, y era un resplandor. Cuando este
periodista inició una serie sobre grandes editores del mundo, el impar
Javier Pradera pasaba por mi lado y me decía: “Y no te olvides de
Porrúa”. Porrúa fue el resplandor para dos o tres, o cuatro,
generaciones de editores entre los que estaba Javier Pradera, como lo
estuvieron Carlos Barral o Jaime Salinas o, más recientemente, ese
editor netamente europeo que fue Jaime Vallcorba.
Pradera lo consideraba un maestro del gusto y del rigor, porque, como
él, se fijaba más en el texto que debía leer el lector que en el texto
mismo. El texto debía tener una consecuencia; el editor, en ese sentido,
no era un mero transmisor, un notario; era, por así decirlo, el que iba
a convocar sobre el texto toda la magia de la que es capaz un editor
cuando dentro de sí hay una historia cultural, una exigencia y una
apuesta. En las cartas que Porrúa le envió a Julio Cortázar, cuando la
confianza del joven autor de Bestiario era todavía como una
hoja de papel, son un ejemplo de esa constancia editorial que Porrúa
imprimió a su trabajo y que Pradera (como tantos otros) apreciaba en el
editor que acaba de morir. De esas cartas uno sabe por lo que decía
Cortázar en las suyas; están, como todas las de Julio, en los volúmenes
que compiló Aurora Bernárdez y que ahora pueden consultarse, en ese caso
al menos, como el mayor monumento que un autor puede hacerle a un
editor.
Las relaciones entre autor y editor han sido marcadas en los últimos
tiempos por la existencia de intermediarios que seguramente han mejorado
el negocio pero que no necesariamente han animado a la persistencia de
una relación radicalmente humana y directa, como la que tuvieron, a la
vista de esa correspondencia, Cortázar y Porrúa. Lo que ocurría entre
ellos era una relación de usted (no de vos ni de tú; de usted).
Eso no era así sólo desde el punto de vista del lenguaje que usaban
para tratarse, que en principio fue de usted, sino que se correspondía
con la propia eficacia del trabajo: lo que Cortázar le decía tenía que
ver con los asuntos del oficio; y mientras esa relación fue así, oficial
y de caballeros, uno y otro debieron aprender mucho, del mismo modo que
muchos otros (como Pradera, seguramente como Barral, es probable que
como Vallcorba) aprendieron de Porrúa en persona o a distancia.
Esas cartas le levantaron la moral a Cortázar, cuando creía que su
porvenir eran unos libros arrumbados en un almacén de los que los
rescató Porrúa; y cuando ya el escritor era el gran autor de Rayuela,
aquel resplandor que se dio entre ambos no conoció tregua, sino que fue
alimentando una amistad que hoy sería, muy probablemente, uno de los
más excepcionales elementos que constituyeron el llamado boom
de la literatura latinoamericana. Entre los protagonistas de ese
universo narrativo que hizo explosión están, como se recuerda siempre,
los nombres propios que todos conocemos (Carlos Fuentes, Gabriel García
Márquez, Mario Vargas Llosa…, en el ámbito puramente literario), Carmen
Balcells, como agente de todos los citados, y después de Julio
Cortázar), y Carlos Barral… No incluir en esa lista a Porrúa, que fue
resplandor primerizo y original de tremendo suceso, pone de los nervios a
quienes han estudiado bien la historia; en concreto, ante esa omisión
que es muy frecuente entre nosotros (y que era de la que alertaba
Pradera) reaccionaba Luis Harss en la esperada, y eficaz, reedición de
su Los nuestros, la imperdible acta notarial del inicio verdadero del boom. En ese libro Porrúa está en su sitio, como lo está ya en la historia. Está en su sitio y ese sitio representa un resplandor.
Lo fue, digo, para Cortázar. Un resplandor. Y lo fue, en gran medida,
para Gabriel García Márquez. Éste contaba que Porrúa le avisó de que se
iban a imprimir siete u ocho mil volúmenes de Cien años de soledad;
entonces, en Argentina, donde la Sudamericana de Porrúa apostó tan
fuerte por la obra maestra de Gabo, esa cifra era una heroicidad. Pero
Porrúa sabía lo que hacía: esa era también una heroicidad en España, y
antes de que cantara el gallo ya esa cifra resultaba ridícula, en
Argentina, en el mundo, para lo que la gente fue pidiendo de inmediato.
No fue tan solo la gente: la gente lee y demanda; es el gusto del
editor, su capacidad tensa de riesgo, la que de algún modo convoca de
inmediato el gusto ajeno. Y García Márquez comprobó en seguida que
estaba en manos de un editor capaz de la magia de comunicar que era oro
lo que relucía.
La vida actúa, decía Fernando Arrabal, en golpes de teatro. A veces
el teatro es la realidad, y ésta te convoca a seguir los pasos de los
maestros, para hacerles caso. Un mediodía triste de Barcelona, sol y
lágrimas, casi otoño de 2009, en la despedida de otro gran editor (en
este caso, un publisher clave, un empresario editorial, Antonio
López Lamadrid) vi en medio de la multitud melancólica el resplandor de
un pelo blanquísimo, blanquísimo, como la nieve de invierno en Lleida.
Al lado de aquel cuerpo vestido también de blanco iba la admirable
mujer, espléndida agente literaria, Isabel Monteagudo.
Ese hombre de blanco, como un resplandor, era Paco Porrúa, que desde
hacía rato vivía en Barcelona. Me acerqué, le di el recado de siempre de
Pradera, y me citó para algún tiempo más tarde. Luego el teléfono fue
despidiendo excusas: él ya no estaba para entrevistas ni siquiera para
café o mate o para nada más que para el descanso que merecía su cuerpo
cansado, vestido en aquel momento del entierro de Toni con aquella
elegancia que lo convertían en un bello indiano de sombrero blanco.
Desde entonces, desde aquel encuentro, incluso cuando leo las cartas
de Cortázar me lo imagino así, con su bastón, con ese traje, bajo el
sol, revisando las pruebas de Rayuela, corrigiendo los apresuramientos de Cien años de soledad,
ejerciendo uno de los oficios más bellos del mundo. Mientras estén su
recuerdo y sus ejemplos, ese oficio de editar lo tendrá como un
referente ineludible. Fue un resplandor, como nos decía Javier Pradera.