Georges Simenon
El hombre en la calle
Los cuatro hombres iban apretujados dentro del taxi. En París
helaba. A las siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida, el
viento hacía correr a ras de suelo un polvillo de hielo.
El más
delgado de los cuatro, en un asiento abatible, tenía un cigarrillo
pegado al labio inferior e iba esposado. El más importante, de mandíbula
fuerte, envuelto en un recio abrigo y con un sombrero hongo en la
cabeza, fumaba en pipa viendo desfilar ante sus ojos la verja del Bois
de Boulogne.
-¿Le hago el número de la pataleta? -propuso
amablemente P’tit Louis, el hombre de las esposas-. ¿Con contorsiones,
espumarajos, insultos y todo eso?
Maigret gruñó, quitándole el
cigarrillo de los labios y abriendo la portezuela, porque ya habían
llegado a la Porte de Bagatelle:
-No quieras pasarte de listo.
Los
caminos del Bois estaban desiertos, blancos y duros como el mármol.
Unas diez personas pateaban la nieve para combatir el frío al lado de un
sendero para jinetes, y un fotógrafo quiso retratar al grupo que se
acercaba. Pero P’tit Louis, tal como le habían recomendado, levantó los
brazos para taparse la cara.
Maigret, con aire malhumorado, giraba
la cabeza como un oso, observándolo todo: los edificios nuevos del
Boulevard Richard-Wallace, todavía con los postigos cerrados, unos
obreros en bicicleta que venían de Puteaux, un tranvía iluminado, dos
porteras que caminaban con las manos violáceas de frío.
-¿Todo a punto? -preguntó.
La víspera, había permitido a los periódicos que publicaran la información siguiente:
«EL CRIMEN DE BAGATELLE
»En esta ocasión la policía no ha tardado mucho en aclarar un asunto que parecía ofrecer dificultades insuperables. Como es sabido, el lunes por la mañana un guarda del Bois de Boulogne descubrió en uno de los senderos, a unos cien metros de la Porte de Bagatelle, el cadáver de un hombre que pudo ser identificado inmediatamente.
»Se trata de Ernest Borms, médico vienés muy conocido que vivía en Neuilly desde hacía varios años. Borms vestía esmoquin. Alguien debió de atacarle en la noche del domingo al lunes cuando volvía a su piso, en el Boulevard Richard-Wallace.
»Una bala disparada a quemarropa con un revólver de pequeño calibre lo alcanzó en el corazón.
»Borms, que aún era joven, de buena apariencia, muy elegante, llevaba una intensa vida social.
»Apenas cuarenta y ocho horas después de este crimen, la Policía Judicial acaba de proceder a una detención. Mañana por la mañana, entre las siete y las ocho, se procederá a la reconstrucción del crimen en el lugar de los hechos».
Posteriormente, en el Quai des
Orfèvres se habló de este asunto, y se comentaba que en él Maigret había
utilizado tal vez el más característico de sus procedimientos; pero
cuando lo mencionaban en su presencia, reaccionaba de un modo extraño,
volviendo la cabeza y emitiendo un gruñido.
¡Vamos allá! Todo el
mundo estaba en su sitio. Muy pocos mirones, tal como había previsto.
Por algo había elegido aquella hora matinal. Y además, entre las diez o
quince personas que daban patadas en el suelo podía reconocerse a varios
inspectores que adoptaban un aire lo más inocente posible, y uno de
ellos, Torrence, a quien le encantaba disfrazarse, se había vestido de
repartidor de leche, lo cual hizo que su jefe se encogiera de hombros.
¡Con
tal de que P’tit Louis no exagerara! Era un «cliente» suyo, un
delincuente muy conocido, a quien habían detenido el día anterior
mientras practicaba su oficio de carterista en el metro.
«Mañana por la mañana nos echarás una mano, y ya procuraremos que esta vez no salgas muy mal librado...»
Lo habían sacado de la prisión.
-¡Adelante! -gruñó Maigret-. Cuando oíste pasos estabas escondido en este rincón, ¿verdad?
-Fue
exactamente así, señor comisario. Yo tenía hambre, ¿me comprende? Y no
me quedaba ni un céntimo. Entonces me dije que un tipo que volvía a su
casa de esmoquin, seguro que llevaba la cartera repleta... «¡La bolsa o
la vida!», le dije acercándome a él. Y le juro que no fue culpa mía si
se me disparó. Supongo que fue el frío lo que hizo que el dedo apretara
el gatillo...
Las once de la mañana. Maigret recorría su
despacho del Quai des Orfèvres a grandes zancadas, fumaba una pipa tras
otra, no cesaba de atender al teléfono.
-¡Oiga! ¿Es usted, jefe?
Soy Lucas. He seguido al viejo que parecía interesarse por la
reconstrucción. Una pista falsa: es un maniático que todas las mañanas
da un paseíto por el Bois.
-De acuerdo, puedes volver.
Once y cuarto.
-Oiga,
¿es el jefe? Soy Torrence. He seguido al joven que usted me indicó
mirándome de reojo. Participa en todos los concursos de detectives.
Trabaja de dependiente en una tienda de los Campos Elíseos. ¿Puedo
regresar?
Hasta las doce menos cinco no recibió una llamada de Janvier.
-Tengo
que ser breve, jefe, no sea que el pájaro eche a volar. Lo vigilo por
el espejito incrustado en la puerta de la cabina. Estoy en el bar del
Nain Jaune, en el Boulevard Rochechouart... Sí, me ha visto. No tiene la
conciencia tranquila. Al cruzar el Sena ha tirado algo al río. Además,
ha intentado despistarme diez veces. ¿Lo espero aquí?
Así empezó
una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por
entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar,
de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y
sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de
cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido.
Maigret bajó
del taxi delante del Nain Jaune, a la hora del aperitivo, y encontró a
Janvier acodado en el mostrador. No se tomó la molestia de adoptar un
aire inocente. ¡Al contrario!
-¿Quién es?
Con la barbilla,
el inspector le indicó un hombre sentado en un rincón, delante de un
velador. El hombre los miraba con sus pupilas claras, de un azul
grisáceo, que daban a su fisonomía el aspecto de ser extranjero.
¿Nórdico? ¿Eslavo? Más bien eslavo. Llevaba un abrigo gris, un traje de
buenas hechuras, un sombrero flexible.
Debía de tener unos treinta y cinco años. Estaba pálido, recién afeitado.
-¿Qué quiere tomar, jefe? ¿Un Picon caliente?
-De acuerdo, un Picon caliente. ¿Qué bebe él?
-Aguardiente.
Se ha tomado cinco esta mañana. Y no le extrañe si me trabuco un poco
al hablar: siguiéndolo he tenido que entrar en todas las tabernas. Tiene
mucho aguante, ¿sabe usted?... Además, fíjese, lleva toda la mañana
así. Éste no se da por vencido fácilmente.
Era verdad. Y parecía
raro. Aquello no podía llamarse arrogancia ni desafío. El hombre
sencillamente los miraba. Si estaba inquieto, no dejaba que nada
trasluciese. Su rostro expresaba más bien tristeza, pero una tristeza
tranquila, meditabunda.
-En Bagatelle, cuando se dio cuenta de que
usted no lo perdía de vista, se fue en seguida, y yo tras él. Aún no
había andado cien metros cuando ya había girado la cabeza. Entonces, en
vez de salir del Bois, como parecía su intención, echó a andar a grandes
zancadas por el primer sendero que encontró. Volvió la cabeza otra vez.
Me reconoció. Se sentó en un banco a pesar del frío, y yo me paré a mi
vez. Varias veces tuve la impresión de que quería dirigirme la palabra,
pero acabó por alejarse encogiéndose de hombros.
»En la Porte
Dauphine estuve a punto de perderlo, porque tomó un taxi, pero tuve la
suerte de encontrar otro casi al momento. Bajó en la Place de l’Opéra, y
se metió precipitadamente en el metro. Yo iba siguiéndolo, cambiamos
cinco veces de línea, hasta que empezó a comprender que de esta manera
no podría despistarme.
»Volvimos a subir a la superficie.
Estábamos en la Place Clichy. Desde entonces no hemos dejado de ir de
bar en bar. Yo esperaba que entrara en un buen lugar, con una cabina
telefónica desde donde pudiera vigilarlo. Cuando me ha visto telefonear,
ha hecho una mueca irónica y triste. Luego, yo hubiese jurado que lo
estaba esperando a usted.
-Telefonea a «casa». Que Lucas y
Torrence se preparen para venir corriendo al primer aviso. Y que venga
también un fotógrafo de Identidad Judicial, con una cámara muy pequeña.
-¡Camarero! -llamó el desconocido-. ¿Qué le debo?
-Tres cincuenta.
-Apostaría a que es polaco -murmuró Maigret a Janvier-. En marcha.
No
fueron muy lejos. En la Place Blanche el hombre entró en un pequeño
restaurante; ellos lo siguieron y se sentaron a una mesa que estaba
junto a la suya. Era un restaurante italiano, y comieron pasta.
A las tres, Lucas fue a relevar a Janvier, cuando éste se hallaba con Maigret en una cervecería frente a la Gare du Nord.
-¿Y el fotógrafo? -preguntó Maigret.
-Espera en la calle para sorprenderlo cuando salga.
Y,
en efecto, cuando el polaco salió, después de haber leído los
periódicos, un inspector se acercó rápidamente a él. A menos de un metro
le hizo una foto. El hombre se llevó en seguida la mano a la cara, pero
ya era demasiado tarde, y entonces, demostrando que comprendía, dirigió
a Maigret una mirada de reproche.
-Amigo mío -monologaba el
comisario-, tienes muy buenas razones para no llevamos a tu domicilio.
Pero si tú tienes paciencia, yo tengo tanta como tú...
Al
oscurecer, había copos de nieve revoloteando por las calles, mientras el
desconocido andaba, con las manos en los bolsillos, esperando la hora
de acostarse.
-¿Lo relevo durante la noche, jefe? -propuso Lucas.
-No.
Prefiero que te ocupes de la fotografía. En primer lugar, consulta el
fichero. Luego investiga en los ambientes extranjeros. Ese tipo conoce
París. Seguro que hace tiempo que vive aquí. Alguien ha de conocerlo.
-¿Y si publicásemos su foto en los periódicos?
Maigret
miró a su subordinado con desdén. ¿O sea que Lucas, que trabajaba con
él desde hacía tantos años, aún no comprendía? ¿Acaso la policía tenía
un solo indicio? ¡Nada! ¡Ni un testimonio! Matan a un hombre de noche en
el Bois de Boulogne. No se encuentra el arma. Ni una huella. El doctor
Borms vive solo, y su único sirviente ignora adónde fue la víspera.
-¡Haz lo que te digo! Largo...
A
las doce de la noche por fin el hombre se decidió a cruzar el umbral de
un hotel. Maigret le seguía los pasos. Era un hotel de segunda o
incluso de tercera categoría.
-Quisiera una habitación.
-¿Me rellena esta ficha, por favor?
La
rellena entre titubeos, con los dedos entumecidos por el frío. Mira a
Maigret de arriba abajo, como diciéndole: «¡Si cree que me importa que
me esté mirando! Escribiré lo que me dé la gana».
Y, en efecto,
escribe el primer nombre y apellido que le viene a la cabeza: Nikolas
Slaatkovich, domiciliado en Cracovia, que había llegado a París el día
anterior.
Todo falso, evidentemente. Maigret telefonea a la
Policía Judicial. Se revisan los expedientes de los pisos amueblados,
los registros de extranjeros, llaman a los puestos fronterizos. No
existe ningún Nikolas Slaatkovich.
-¿Usted también desea una habitación? -pregunta el dueño con una mueca, porque ya se huele que está ante un policía.
-No, gracias. Pasaré la noche en la escalera.
Es
más seguro. Se sienta en un peldaño, delante de la puerta de la
habitación número 7. Por dos veces esta puerta se abre. El hombre
escudriña la oscuridad con la mirada, ve la silueta de Maigret, y
termina por acostarse. Por la mañana, la barba le ha crecido, tiene las
mejillas rasposas. No ha podido cambiarse de ropa. Ni siquiera tenía
peine, y lleva el pelo alborotado.
Lucas acaba de llegar.
-¿Lo relevo, jefe?
Maigret no se resigna a dejar a su desconocido. Lo ha visto pagar la habitación. Lo ha visto palidecer. Y adivina lo que pasa.
En
efecto, poco después, en un bar en el que toman, por así decirlo, codo
con codo, un café con leche y unos croissants, el hombre, sin ocultarse
lo más mínimo, cuenta el dinero que le queda. Un billete de cien
francos, dos monedas de veinte, una de diez y menudo. Sus labios se
estiran en una mueca de contrariedad.
¡Bueno! Con eso no irá muy
lejos. Cuando llegó al Bois de Boulogne, acababa de salir de su casa,
porque iba recién afeitado, sin una mota de polvo, sin una arruga en el
traje. ¿Tenía intención de volver al cabo de poco? Ni siquiera se
preocupó por el dinero que llevaba encima.
Maigret adivina lo que tiró al Sena: los documentos de identidad, tal vez tarjetas de visita.
Quiere evitar a toda costa que se descubra dónde vive.
Y
el callejeo típico de los que no tienen techo vuelve a empezar, con
paradas delante de las tiendas, de los puestos de vendedores ambulantes,
o en los bares, en los que tiene que entrar de vez en cuando, aunque
sólo sea para sentarse, sobre todo porque en la calle hace frío, o para
leer los periódicos.
¡Ciento cincuenta francos! Al mediodía, nada
de restaurantes. El hombre se conforma con huevos duros, que come de pie
ante un mostrador, y una cerveza, mientras Maigret engulle unos
bocadillos.
El otro duda mucho antes de entrar en un cine. Dentro
del bolsillo su mano juega con las monedas. Hay que resistir todo el
tiempo posible. El hombre anda y anda...
¡Por cierto! Hay un
detalle que llama la atención de Maigret. En su agotadora caminata, el
hombre recorre siempre determinados barrios: de la Trinité a la Place
Clichy; de la Place Clichy a Barbès, pasando por la Rue Caulaincourt; de
Barbès a la Gare du Nord y a la Rue La Fayette...
¿Tiene también
miedo de que lo reconozcan? Seguramente elige los barrios más alejados
de su casa o de su hotel, los que suele frecuentar.
¿Vive en Montparnasse, como tantos extranjeros? ¿En los alrededores del Panteón?
La
ropa que usa indica una posición media. Son prendas cómodas, sobrias,
de buena hechura. Sin duda, una profesión liberal. ¡Lleva alianza! O sea
que ¡está casado!
Maigret ha tenido que resignarse a ceder su
lugar a Torrence. Pasa rápidamente por su casa. Madame Maigret está
contrariada: su hermana ha venido de Orléans, ha preparado una cena muy
especial, y su marido, después de haberse afeitado y cambiado de ropa,
vuelve a irse anunciando que no sabe cuándo regresará.
El comisario se precipita hacia el Quai des Orfèvres.
-¿No hay nada de Lucas para mí?
¡Sí!
Hay una nota del brigada. Éste ha ensenado la fotografía en numerosos
círculos polacos y rusos. Nadie lo conoce. Tampoco nada en los grupos
políticos. En último extremo, ha sacado numerosas copias de la famosa
fotografía. En todos los barrios de París hay agentes que van de puerta
en puerta, de portería en portería, mostrando la foto a los dueños de
los bares y a los camareros.
-¡Oiga! ¿El comisario Maigret? Soy
una acomodadora del Ciné-Actualités, en el Boulevard de Strasbourg...
Hay aquí un señor, Monsieur Torrence, que me ha dicho que lo telefonee a
usted para decirle que está aquí, pero que no se atreve a salir de la
sala.
¡No es tonto el hombre! Ha escogido el mejor lugar para
pasar algunas horas: con calefacción y por poco precio, sólo dos francos
de entrada... ¡y con derecho a varias sesiones!
Se ha
establecido una curiosa intimidad entre perseguidor y perseguido, entre
el hombre cuya barba crece, cuyas ropas se arrugan, y Maigret, que no lo
pierde de vista ni un instante. Incluso hay un detalle divertido. Los
dos se han resfriado. Tienen la nariz enrojecida. Casi al mismo tiempo
sacan el pañuelo del bolsillo, y en una ocasión el hombre no ha podido
evitar una vaga sonrisa al ver cómo Maigret suelta una serie de
estornudos.
Un hotel sucio, en el Boulevard de la Chapelle,
después de cinco sesiones continuas de documentales. En el registro, el
mismo nombre. Y de nuevo Maigret se instala en un peldaño de la
escalera. Pero como es una casa de citas, cada diez minutos tiene que
apartarse para dejar pasar a parejas que lo miran con extrañeza, y las
mujeres se quedan intranquilas.
Cuando se le acaben los recursos,
cuando los nervios ya no resistan más, ¿se decidirá a volver a su casa?
En una cervecería en la que el otro se queda bastante rato y se quita el
abrigo gris, Maigret no vacila en tomar la prenda y mirar el interior
del cuello. El abrigo se compró en Old England, en el Boulevard des
Italiens. Es de confección, y la casa debió de vender docenas de abrigos
parecidos. Sin embargo, hay un indicio. Es del invierno anterior. Así
pues, el desconocido lleva en París por lo menos un año. Y en el curso
de un año seguro que ha tenido que recalar en algún lugar.
Maigret
se dedica a tomar ponches para matar el resfriado. El otro va soltando
el dinero con cuentagotas. Toma cafés, pero sin añadirles licor. Se
alimenta de croissants y de huevos duros.
Las noticias de «casa»
son siempre las mismas: ¡nada nuevo! Nadie reconoce la fotografía del
polaco. No se ha denunciado ninguna desaparición.
Por lo que
respecta al muerto, tampoco nada. Tenía un consultorio importante. Se
ganaba muy bien la vida, no se metía en política, salía mucho y, como se
ocupaba sobre todo de enfermedades nerviosas, entre sus pacientes
abundaban las mujeres.
Era una experiencia que Maigret aún
no había tenido ocasión de llevar hasta el final: ¿en cuánto tiempo un
hombre bien educado, aseado, bien vestido, pierde su barniz exterior
cuando tiene que vagabundear por la calle?
¡Cuatro días! Ahora lo
sabía. Primero la barba. La primera mañana, el hombre parecía un abogado
o un médico, un arquitecto, un industrial; uno se lo imaginaba saliendo
de un confortable piso. Una barba de cuatro días lo ha transformado
hasta el punto de que, si hubiesen publicado su retrato en los
periódicos evocando el caso del Bois de Boulogne, la gente hubiera
dicho: «¡Se ve a la legua que tiene cara de asesino!»
Por el frío y
el dormir mal, se le había enrojecido el borde de los párpados, y el
resfriado le ponía un toque de fiebre en los pómulos. Los zapatos, que
habían dejado de estar lustrosos, comenzaban a deformarse. El abrigo
empezaba a ajarse y sus pantalones tenían rodilleras.
Incluso se
le notaba en la manera de andar. Ya no andaba de la misma forma: iba
pegado a las paredes, bajaba la vista cuando los transeúntes lo
miraban... Un detalle más: volvía la cabeza al pasar ante un restaurante
donde había clientes instalados a las mesas ante copiosos platos.
«¡Tus últimos veinte francos, amigo mío!», calculaba Maigret. «¿Y después?»
Lucas,
Torrence y Janvier lo relevaban de vez en cuando, pero él les cedía su
lugar con la menor frecuencia posible. Entraba en el Quai des Orfèvres
como un huracán, veía al jefe.
-Sería mejor que descansara, Maigret.
Un Maigret huraño, susceptible, como si estuviera dominado por sentimientos contradictorios, contestaba:
-Mi deber es descubrir al asesino, ¿no?
-Evidentemente...
-¡Pues en marcha! -suspiraba con una especie de rencor en la voz-. Me pregunto dónde dormirá esta noche.
¡Los
últimos veinte francos! ¡Menos aún! Cuando se reunió con Torrence, éste
le dijo que el hombre había comido tres huevos duros y tomado dos cafés
con licor en un bar de la esquina de la Rue Montmartre.
-Ocho francos con cincuenta... Le quedan once francos con cincuenta.
Lo
admiraba. El otro no sólo no se escondía, sino que andaba a su misma
altura, a veces a su lado, y tenía que contenerse para no dirigirle la
palabra.
«¡Vamos a ver, hombre! ¿No crees que ya sería hora de que
empezases a cantar? En algún lugar te espera una casa con calefacción,
una cama, unas zapatillas, una navaja de afeitar, ¿verdad? Y una buena
cena...»
¡Pero no! El hombre vagó bajo las luces eléctricas de Les
Halles, como los que ya no saben adónde ir, entre los montones de coles
y de zanahorias, apartándose al oír el silbato del tren, al paso de los
camiones de los hortelanos.
«¡Ya no puedes pagarte una habitación!»
Aquella
noche el Servicio Meteorológico registró ocho grados bajo cero. El
hombre se compró unas salchichas calientes que una vendedora preparaba
al aire libre. ¡Apestaría a ajo y a grasa toda la noche!
En cierto
momento intentó introducirse en un pabellón y echarse en un rinconcito.
Un agente, al que Maigret no tuvo tiempo de dar instrucciones, lo echó
de allí. Ahora cojeaba. Los muelles. El Pont des Arts. ¡Con tal de que
no se le ocurriera tirarse al Sena! Maigret no se sentía con ánimos para
saltar tras él al agua negra, que empezaba a arrastrar pedazos de
hielo.
Iba por el muelle de la sirga. Unos vagabundos refunfuñaban. Bajo los puentes, los buenos lugares ya estaban ocupados.
En
uña calleja, cerca de la Place Maubert, a través de los cristales de
una extraña taberna se veían a unos viejos que dormían con la cabeza
apoyada sobre la mesa. ¡Por veinte céntimos, incluyendo un vaso de vino
tinto! El hombre miró a Maigret por entre la oscuridad. Esbozó un ademán
fatalista y empujó la puerta. En el tiempo en que ésta se abrió y
volvió a cerrarse, Maigret recibió una repugnante tufarada en el rostro.
Prefirió quedarse en la calle. Llamó a un agente, lo dejó vigilando en
la acera y fue a telefonear a Lucas, que esa noche estaba de guardia.
-Hace
una hora que estamos buscándolo, jefe. ¡Lo hemos identificado! Ha sido
gracias a una portera. El tipo se llama Stephan Strevzki, arquitecto,
treinta y cuatro años, nacido en Varsovia, instalado en Francia desde
hace tres años. Trabaja con un decorador del Faubourg Saint-Honoré. Está
casado con una húngara, una mujer guapísima que se llama Dora. Vive en
Passy, Rue de la Pompe, en un piso por el que paga doce mil francos de
alquiler. Nada de política... La portera nunca vio a la víctima. Stephan
salió de su casa el lunes por la mañana más temprano de lo que solía.
Ella se sorprendió al ver que no regresabas pero dejó de preocuparse al
ver que...
-¿Qué hora es?
-Las tres y media. Aquí estoy solo. Me he hecho subir cerveza pero está muy fría...
-Óyeme
bien, Lucas. Irás... ¡Sí! ¡Ya lo sé! Es demasiado tarde para los de la
mañana, pero en los de la tarde... ¿Lo has entendido?
Aquella
mañana el hombre llevaba pegado a su ropa un sordo olor a miseria. Los
ojos más hundidos. La mirada que dirigió a Maigret, en la pálida mañana,
contenía el más patético de los reproches.
¿No lo habían
conducido, poco a poco, pero a una velocidad que no dejaba de ser
vertiginosa, hasta lo más bajo del escalafón? Se levantó el cuello del
abrigo. No salió del barrio. Con mal sabor de boca, se metió en una
taberna que acababa de abrir y se bebió, una tras otra, cuatro copas,
como para arrancarse el espantoso regusto que aquella noche le había
dejado en la garganta y en el pecho.
¡Qué más daba! ¡Ahora ya no
le quedaba nada! Sólo podía echar a andar recorriendo calles que el
hielo había vuelto resbaladizas. Debía de tener agujetas. Cojeaba de la
pierna izquierda. De vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor
con desesperación.
Como ya no entraba en ningún café donde hubiera teléfono, a Maigret le era imposible hacer que lo relevaran. ¡Otra vez los muelles! ¡Y ese gesto maquinal del hombre que revuelve entre los libros de lance, pasando las páginas, a veces asegurándose de la autenticidad de un grabado o de una estampa! Un viento helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las chalanas en movimiento, porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si fueran lentejuelas.
Desde lejos, Maigret vio el edificio de la Policía Judicial, la ventana de su despacho. Su cuñada ya había regresado a Orléans. Con tal de que Lucas...
No sabía aún que aquella atroz investigación se convertiría en clásica, y que generaciones de inspectores repetirían sus detalles a los novatos. Era una tontería, pero, por encima de todo, lo conmovía un detalle ridículo: el hombre tenía un grano en la frente, un grano que, fijándose bien, seguramente era un forúnculo, de un color que iba pasando de rojo a morado.
Con tal de que Lucas...
A las doce, el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió hacia donde repartían la sopa popular, al final del Boulevard Saint-Germain Y se puso en la fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no entenderlo. Entonces otro, con la cara picada de viruela, le habló en ruso.
Maigret cruzó a la acera de enfrente, vaciló, se vio obligado a comer unos bocadillos en una taberna, y volvió la espalda a medias para que el otro, a través de los cristales, no lo viera comer.
Aquellos pobres diablos avanzaban lentamente, entraban en grupos de cuatro o de seis en la sala donde les servían escudillas de sopa caliente. La cola se alargaba. De vez en cuando, los de atrás empujaban, y algunos dejaban oír protestas.
La una. Un chiquillo apareció en el extremo de la calle. Corría, adelantando el cuerpo.
-L ‘Intran... L ‘Intran...
Tampoco él quería perder tiempo. Sabía desde lejos qué transeúntes comprarían el periódico. No hizo el menor caso de la hilera de mendigos.
-L ‘Intran...
Humildemente, el hombre alzó la mano y dijo:
-¡Eh, eh!
Los demás lo miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para comprarse un periódico?
Maigret también llamó a al vendedor, desplegó la hoja y, aliviado, encontró en la primera página lo que buscaba, la fotografía de una mujer joven, bella, sonriente.
Como ya no entraba en ningún café donde hubiera teléfono, a Maigret le era imposible hacer que lo relevaran. ¡Otra vez los muelles! ¡Y ese gesto maquinal del hombre que revuelve entre los libros de lance, pasando las páginas, a veces asegurándose de la autenticidad de un grabado o de una estampa! Un viento helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las chalanas en movimiento, porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si fueran lentejuelas.
Desde lejos, Maigret vio el edificio de la Policía Judicial, la ventana de su despacho. Su cuñada ya había regresado a Orléans. Con tal de que Lucas...
No sabía aún que aquella atroz investigación se convertiría en clásica, y que generaciones de inspectores repetirían sus detalles a los novatos. Era una tontería, pero, por encima de todo, lo conmovía un detalle ridículo: el hombre tenía un grano en la frente, un grano que, fijándose bien, seguramente era un forúnculo, de un color que iba pasando de rojo a morado.
Con tal de que Lucas...
A las doce, el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió hacia donde repartían la sopa popular, al final del Boulevard Saint-Germain Y se puso en la fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no entenderlo. Entonces otro, con la cara picada de viruela, le habló en ruso.
Maigret cruzó a la acera de enfrente, vaciló, se vio obligado a comer unos bocadillos en una taberna, y volvió la espalda a medias para que el otro, a través de los cristales, no lo viera comer.
Aquellos pobres diablos avanzaban lentamente, entraban en grupos de cuatro o de seis en la sala donde les servían escudillas de sopa caliente. La cola se alargaba. De vez en cuando, los de atrás empujaban, y algunos dejaban oír protestas.
La una. Un chiquillo apareció en el extremo de la calle. Corría, adelantando el cuerpo.
-L ‘Intran... L ‘Intran...
Tampoco él quería perder tiempo. Sabía desde lejos qué transeúntes comprarían el periódico. No hizo el menor caso de la hilera de mendigos.
-L ‘Intran...
Humildemente, el hombre alzó la mano y dijo:
-¡Eh, eh!
Los demás lo miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para comprarse un periódico?
Maigret también llamó a al vendedor, desplegó la hoja y, aliviado, encontró en la primera página lo que buscaba, la fotografía de una mujer joven, bella, sonriente.
«INQUIETANTE DESAPARICIÓN
»Se nos comunica que desde hace cuatro días ha desaparecido una joven polaca, Madame Dora Strevzki, que no ha vuelto a su domicilio en Passy, Rue de la Pompe, número 17.
»A ello se añade el significativo hecho de que el marido de la desaparecida, Monsieur Stephan Strevzki, también desapareció de su domicilio la víspera, es decir, el lunes, y la portera, que ha avisado a la policía, declara...»
Al
hombre sólo le faltaban por recorrer cinco o seis metros, en la fila
que lo arrastraba, para tener derecho a su escudilla de sopa humeante.
En ese momento salió de la cola, cruzó la calzada, donde estuvo a punto
de que lo atropellara un autobús, y llegó a la otra acera, para
encontrarse justo ante Maigret.
-¡Estoy a su disposición! -se limitó a decir el hombre-. Lo acompaño adonde usted quiera. Contestaré todas sus preguntas...
Estaban
todos en el pasillo de la Policía Judicial: Lucas, Janvier, Torrence,
además de otros que no habían intervenido en el caso pero que estaban al
corriente. Al pasar, Lucas le hizo una señal a Maigret que quería
decir: «¡Asunto resuelto!»
Una puerta que se abre y que vuelve a cerrarse. Cerveza y bocadillos encima de la mesa.
-Antes que nada, coma un poco.
Se siente incómodo. No consigue tragar. Por fin el hombre habla.
-Ya que ella se ha ido y está a salvo...
Maigret pareció sentir la necesidad de atizar la estufa.
-Cuando
leí en los periódicos lo del crimen, ya hacía tiempo que sospechaba que
Dora me engañaba con aquel hombre. También sabía que no era su única
amante. Yo conocía bien a Dora, su carácter impetuoso, ¿me comprenden?
Sin duda él intentó librarse de ella, y yo sabía que Dora era capaz
de... Ella siempre llevaba en el bolso un revólver con adornos de nácar.
Cuando los periódicos anunciaron la detención del asesino y la
reconstrucción del crimen, quise ver...
Maigret hubiera querido
poder decir, como los policías ingleses: «Le advierto que todo lo que
declare podrá utilizarse en su contra».
No se había quitado el abrigo. Seguía llevando el sombrero puesto.
-Ahora
que ella ya está en lugar seguro... Porque Supongo... -Miró a su
alrededor con angustia. Una sospecha cruzó por su mente-. Debió de
comprender lo que pasaba al ver que yo no volvía. Yo sabía que eso
acabaría así, que Borms no era un hombre para ella, que Dora nunca iba a
aceptar servirle de pasatiempo, y que entonces volvería a mí. El
domingo por la tarde salió sola, como solía hacer en estos últimos
tiempos. Seguramente lo mató cuando...
Maigret se sonó. Se sonó
durante largo rato. Un rayo de sol, de ese sol puntiagudo de invierno
que acompaña a los grandes fríos, entraba por la ventana. El grano, el
forúnculo, brillaba en la frente de aquel a quien no podía llamar más
que «el hombre».
-Su esposa lo mató, sí, cuando comprendió que se
había burlado de ella. Y usted comprendió que ella lo había matado. Y
entonces quiso... -Se acercó bruscamente al polaco-. Le pido perdón,
amigo -masculló como si hablase con un antiguo compañero-. Me habían
encargado que descubriese la verdad, ¿no? Mi deber era...
-Abrió la puerta-. Que entre Madame Dora Strevzki. Lucas, sigue tú, yo...
Y en la Policía Judicial nadie volvió a verlo durante dos días. El jefe lo telefoneó a su casa.
-Bueno, Maigret. Ya debe de saber que ella lo ha confesado todo y que... A propósito, ¿cómo va su resfriado? Me han dicho...
-No es nada, estoy muy bien. Dentro de veinticuatro horas... ¿Y él?
-¿Cómo dice? ¿Quién?
-¡Él!
-¡Ah, ya comprendo! Ha contratado al mejor abogado de París. Confía en que... Ya sabe, los crímenes pasionales...
Maigret volvió a acostarse y quedó atontado a fuerza de ponches y de aspirinas.
Posteriormente,
cuando alguien quería hablarle de aquella investigación, Maigret
gruñía: «¿Qué investigación?», para desanimar a los preguntones.
Y el hombre iba a verlo una o dos veces por semana, y lo tenía al corriente de las esperanzas del abogado.
No fue una absolución completa: un año de libertad vigilada.
Y fue ese hombre quien enseñó a Maigret a jugar al ajedrez.
Georges Joseph Christian Simenon ([ʒɔʁʒ simnɔ̃] Lieja, 13 de febrero de 1903 — Lausana, 4 de septiembre de 1989).Escritor belga en lengua francesa.
Nació en Lieja, oficialmente el 12 de febrero de 1903. Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13
de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición.
Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192
novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas
bajo 27 seudónimos.
Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de
ejemplares. También fue de llamar la atención en otros aspectos: una vez
declaró haber hecho el amor a treinta mil mujeres, cifra que, por
supuesto, no ha podido confirmarse.
André Gide, André Therive y Robert Brasillach fueron los primeros en reconocer que se trataba de un gran escritor.
Simenon nació en el tercer piso del 26 (actualmente 24) de la « rue Léopold», en Lieja.
Fue el primer hijo de Désiré Simenon, contador de una oficina de
seguros, y de Henriette, ama de casa, decimotercera hija nacida en una
familia acomodada, quienes se casaron el 22 de abril de 1902. A finales de abril de 1905, la familia se mudó al 3 de la « rue Pasteur» (actualmente 25 de la "rue Georges Simenon") en el barrio de Outremeuse. Encontramos la historia de su nacimiento al comienzo de su novela Pedigree.
La familia Simenon era originaria del Limburgo belga, una región de tierras bajas cercanas al río Mosa, encrucijada entre Flandes, Alemania y los Países Bajos. La familia de su madre era también originaria de Limburgo,
pero del lado holandés, región llana de tierras húmedas y de brumas, de
canales y de granjas. Por el lado de su madre, descendía de Gabriel
Brühl, campesino y criminal de la banda de los verts-boucs que azotó Limburgo a partir de 1726, desvalijando granjas e iglesias durante el régimen austríaco, y que terminó colgado en septiembre de 1743 en el Patíbulo de Waubach. Esta ascendencia explica quizás el particular interés del comisario Maigret por las gentes sencillas convertidas en asesinos.
En septiembre de 1906
nació su hermano Christian, quien será el hijo preferido de sus padres,
lo que marcó profundamente a Georges. Este malestar lo encontramos en
novelas como Pietr-le-Letton y Le Fond de la bouteille. Aprende a leer y a escribir a los tres años en la Escuela Sainte-Julienne para párvulos. A partir de septiembre de 1908, empieza sus estudios primarios en el Institut Saint-André, donde siempre se ubica entre los tres primeros puestos de su clase, durante los seis años que ahí pasó, hasta julio de 1914.
En febrero de 1911, la familia se instala en una gran casa en el 53 de la « rue de la Loi»,
donde su madre alquila habitaciones a inquilinos -estudiantes o
pasantes-, de diversos orígenes (rusos, polacos, judíos o belgas). Esto
fue para el joven Georges una extraordinaria apertura al mundo que
encontraremos en varias de sus novelas como Pedigree, Le Locataire o Crime impuni. Poco después de esta época, se convierte en niño de coro, experiencia que encontramos en L’Affaire Saint-Fiacre y en Le Témoignage de l’enfant de chœur.
En septiembre de 1914, durante su sexto curso, entra al colegio jesuita de Saint-Louis. En el verano de 1915,
a la edad de doce años, tiene su primera experiencia sexual con una
"muchachona" de quince años, lo que será para él una verdadera
revelación, completamente encontrada al adoctrinamiento de pudibundez y
castidad impartido por los padres jesuitas. Simenon prefiere, por otro lado, ingresar al colegio Saint-Servais,
especializado en ciencias y en letras, en donde pasó los siguientes
tres años escolares. Sin embargo, el futuro escritor fue siempre
relegado por sus compañeros más adinerados; si en el colegio de los
jesuitas Simenon se alejó de la religión, en el colegio Saint-Servais encontró suficientes razones para odiar a los ricos, quienes le hicieron sentir su inferioridad social.
En febrero de 1917, la familia se muda a una antigua oficina de correos abandonada en el barrio de Amercœur. En junio de 1918,
tomando como pretexto los problemas cardíacos de su padre, decide
abandonar definitivamente los estudios, sin participar siquiera en los
exámenes de fin de año. Se sucederán, a partir de entonces, varios
trabajos ocasionales sin futuro (aprendiz de panadero, encargado de
biblioteca).
En enero de 1919, en abierto conflicto con su madre, Simenon debuta como reportero de la sección de sucesos del periódico conservador La Gazette de Liège,
dirigido por Joseph Demarteau tercero. Esta etapa periodística fue para
el joven Simenon, a la edad de dieciséis años, una experiencia
extraordinaria que le permitió conocer los recovecos de una gran ciudad,
tanto en la política como en la criminalidad; asimismo, pudo adentrarse
en la vida nocturna, conoció los ambientes marginales de los bares y de
las casas de paso, y aprendió a redactar de manera eficaz. Escribió más
de 150 artículos bajo el seudónimo « G.Sim». Durante este
periodo se interesó particularmente en las investigaciones policiales y
asistió a conferencias sobre el método policíaco científico, impartidas
por el criminalista francés Edmond Locard.
En junio de 1919, la familia se muda para retornar al barrio de Outremeuse, en la rue de l’Enseignement. Simenon redactó allí su primera novela Au pont des Arches, publicada en 1921 bajo su seudónimo de periodista. A partir de noviembre de 1919, publica las primeras de sus 800 columnas humorísticas, bajo el seudónimo de Monsieur Le Coq (hasta diciembre de 1922). Durante este periodo, profundiza su conocimiento del ambiente nocturno, de las prostitutas, la ebriedad y de las casas de cita. En sus recorridos, encuentra anarquistas, artistas bohemios, así como a dos asesinos a que encontraremos en su novela Les Trois crimes de mes amis. Frecuenta también a un grupo artístico, denominado « La Caque», pero sin comprometerse realmente; es en este medio donde conoce a una estudiante de Bellas Artes, Régine Renchon, con quien se casa en marzo de 1923.
Durante todo este período, en el que frecuenta a bohemios y
marginales, comienza a acariciar la idea de una verdadera ruptura, que
hará realidad después de la muerte de su padre, en 1922, huyendo con la rubia Régine Renchon para instalarse en París. En París
Simenon lleva una "vida de artista", descubriendo aquella gran capital y
aprendiendo a amarla por sus delirios, sus desórdenes y sus delicias.
Se lanza al descubrimiento de sus cafés, sus comerciantes de carbón, sus
pensiones, sus hoteles lamentables, sus bares de cerveza y sus
restaurancillos, que le ofrecen el vino del Beaujolais, el embutido y los sencillos platillos adobados tradicionales (la gastronomía es un leitmotiv
secundario en las novelas del comisario Maigret, basta recordar al
comisario en una de sus típicas escenas; ordenando bocadillos y cervezas
en el curso de una enquête (investigación) o durante un
interrogatorio). Allí encuentra al vulgo parisino de artesanos
menesterosos, conserjes desabridos y tipos miserables de doble vida.
Comienza a escribir bajo diferentes seudónimos y su creatividad le
asegura un éxito financiero inmediato.
En 1928,
inicia un largo viaje en gabarra que aprovecha para sus reportajes. De
este modo descubre el mar y la navegación, que será una constante a lo
largo de toda su vida. Simenon decide en 1929 emprender un viaje por los canales de Francia y hace construir un barco el "Ostrogoth" en el que vive hasta 1931. En 1930, en una serie de novelas cortas escritas para Détective, por encargo de Joseph Kessel, aparece por primera vez el personaje del comisario Maigret. En 1932, Simenon inicia una serie de viajes y de reportajes sobre África, Europa oriental, la Unión Soviética y Turquía. Después de una larga travesía por el Mediterráneo,
se embarca en un viaje alrededor del mundo entre 1934 y 1935. En sus
escalas efectúa reportajes, se entrevista con numerosos personajes, y
toma muchas fotografías. Aprovecha también para descubrir el placer de
las mujeres de todas las latitudes.
En la obra de Simenon, treinta cuatro novelas y novelas cortas se sitúan o evocan la ciudad de La Rochelle. Entre Las Novelas, podemos citar « Le Testament Donnadieu» (1936), « Le Voyageur de la Toussaint» (1941) y « Les Fantômes du Chapelier».
Simenon descubre La Rochelle en 1927 en camino de sus vacaciones en la Isla de Aix, huyendo de la peligrosa atracción de Joséphine Baker
de la que era amante. En ese año descubre también la pasión por el mar,
y es en el curso de una travesía en barco que desembarcará en los
muelles de La Rochelle e irá a tomar un trago al « Café de la Paix» que luego será su cuartel general y escenario central de su novela « Le Testament Donadieu». Es en este café, en 1939, donde toma conocimiento a través de la TSF de la declaración de guerra; Simenon ordena entonces una botella de champán, y haciendo frente a la sorpresa de los parroquianos, dice: « ¡Al menos así estaremos seguros que ésta no se la beberán los alemanes!».
De abril de 1932 a 1936, se instala con su esposa « Tigy» en La Richardière, una mansión del siglo XVI, situada en Marsilly, que utilizará como modelo del castillo Donnadieu: « ese
edificio de piedra gris coronada de pizarras, rodeado por una avenida
de castaños, con un pequeño parque estrecho, tupido, húmedo, arrinconado
entre viejos muros, un bosque en miniatura, dos hectáreas de robles,
ámbito de arañas y serpientes».
Desde comienzos de 1938, alquila la villa Agnès, en La Rochelle, antes de comprar en agosto de 1938 « una casa sencilla de la campiña» en Nieul-sur-Mer. Su primer hijo nacerá allí en 1939.
La visión ambigua que Simenon tendrá de la región y de la burguesía
local ofuscará algunas veces a sus habitantes. Finalmente, incómodos
pero felices, en 1989, la ciudad le rendirá un homenaje al bautizar con el nombre de « Georges Simenon» al muelle situado al frente del de los Grandes Yates, sin embargo ya muy enfermo, Simenon no pudo hacer el viaje. En 2003, otro homenaje tuvo lugar en presencia de su hijo « John Simenon».
Simenon pasa la guerra en Vendée y mantiene correspondencia con André Gide. En 1945, al finalizar la guerra, se traslada a Estados Unidos, a Connecticut,
pero va a recorrer durante diez años ese inmenso continente, a fin de
saciar su curiosidad y su apetito por la vida. Durante esos años
norteamericanos, visita intensamente Nueva York, Florida, Arizona, California
y toda la Costa Este, miles de miles de moteles, de rutas y de paisajes
grandiosos. Va a descubrir también una nueva manera de trabajar para la
Policía y la Justicia y conoce también a su segunda esposa, la
canadiense Denise Ouimet, 17 años más joven que él. Simenon vivirá con
ella una relación pasional de sexo, celos y disputas alcohólicas.
En 1952, es recibido en la Academia Real de Bélgica, y regresa definitivamente a Europa en 1955. Después de un animado período en la Costa Azul codeándose con la jet-set, termina por instalarse en Lausana, Suiza. En 1960, preside el festival de Cannes; aquel año la prestigiosa Palma de Oro es atribuida al film de culto La dolce vita de Federico Fellini. A partir de los años sesenta desarrolló un meningioma,
una clase de tumor cerebral benigno con el que, como que en aquella
época no había escáneres, vivió casi 15 años y a consecuencia del cual
le cambió el carácter y él y su familia padecieron sus migrañas,
irritabilidad y mal humor y, cuando se operó ya con 83 años, se
convirtió en otra persona y, como cuenta su hijo y principal heredero John Simenon,
la transformación fue extraordinaria: "Se convirtió en un tipo
dinámico, divertido, se transformó en el personaje que describían todos
los que le habían conocido antes de la guerra". El tumor aparentemente
no afectó a su trabajo, aunque es posible que tuviera bastante que ver
con su decisión de dejar de escribir novelas en 1972,1
cuando tenía sólo 69 años, pero sin dejar la escritura y la exploración
de los meandros humanos, comenzando por sí mismo, en una larga
autobiografía de 21 volúmenes, dictada a su pequeño magnetófono: «Me
interesé por los hombres, el hombre de la calle en particular, intenté
comprenderlo de una manera fraternal... ¿Qué he construido? En el fondo,
eso no me interesa». Se trata de los 21 volúmenes de Dictées, a los que siguieron la Carta a mi madre y dos volúmenes de Memorias íntimas; como cuenta en estas últimas, el suicidio de su hija Marie-Jo amargó sus últimos años.
A diferencia de muchos autores de hoy, quienes intentan construir una
intriga lo más compleja posible -como en un juego de ajedrez- Simenon
propone una intriga simple, con un argumento y personajes definidos, y
un héroe dotado de humanidad, obligado a ir al borde de sí mismo, de su
lógica.
El mensaje de Simenon es complejo y ambiguo: ni culpables ni
inocentes absolutos, sólo culpabilidades que se engendran y se destruyen
en cadena. Las novelas del escritor sumergen al lector en un mundo rico
de formas, colores, olores, ruidos, sabores y sensaciones táctiles; al
que se entra desde la primera frase...
En la estación de Poitiers, en la que había cambiado de tren, ella no pudo resistir.(...) Hacía realmente calor. Era agosto y el expreso que la había traído desde París estaba rebosante de gente que se iba de vacaciones. Revolviendo furtivamente en su bolsa para buscar una moneda, balbuceó: Sírvame otra.
Extraído de Tía Jeanne
El crítico Robert Poulet ha dicho: "Casi todos sus relatos
comienzan por cien páginas magistrales en las que se asiste como a un
fenómeno natural y en las cuales se encuentra infaliblemente ante una
determinada cantidad de materia viva de la que otro Simenon se apoderará
para extraer dramas y sorpresas bastante menos hábilmente" Él
también ha precisado que Simenon era mejor en la pintura de estados que
en la de acciones, definiendo su universo como estático.
Fuera del Comisario Maigret, sus mejores novelas están basadas en
intrigas situada en pequeñas ciudades de provincia en las que incuban
sombríos personajes de apariencia respetable, pero dedicados a oscuras
empresas, en una atmósfera hipócrita y agobiante, de la que los mejores
ejemplos son las novelas Les Inconnus dans la maison y Le Voyageur de la Toussaint, pero también Panique, Les Fiançailles de M. Hire, La Marie du port y La Vérité sur bébé Donge.
Simenon en cifras.
Sus novelas hacen referencia a 1800 lugares en el mundo entero y dan vida a más de 9000 personajes; pero cuyos datos son grosso modo:
103 episodios de Maigret (75 novelas y 28 novelas cortas);117 novelas
conteniendo 25000 páginas; Obras completas publicadas bajo su patrónimo
contenidas en 27 volúmenes; Más de 500 millones de libros vendidos;
Traducciones en 55 lenguas; Publicado en 44 países; Más de 50 filmes
basados en su obra, sólo en el cine francés; Millares de artículos en
diferentes periódicos; Un millar de reportajes alrededor del mundo.
Simenon en el cine.
El Simenon es relativamente estático, pero eso no ha desanimado a los realizadores cinematográficos, considerado como el "arte del movimiento",
a llevar a la pantalla grande su obra. Más de cincuenta películas han
sido rodadas en el cine francés a partir de las obras de Simenon.
Decenas de otros han sido rodados por otras industrias cinematográficas
alrededor del mundo.
Fue el primer novelista contemporáneo en ser adaptado desde el debut del cine parlante con La nuit du carrefour y Le chien jaune, aparecidos en 1931 y llevados a la pantalla en 1932.
Pero, en fin, los filmes logrados son bastante raros, porque entre la
fidelidad decepcionante y la traición fecunda, la línea divisoria es
estrecha. Numerosos realizadores lo han intentado con mayor o menor
éxito. Finalmente la elección del intérprete se revela siempre
primordial, sobre todo para el célebre comisario Maigret, porque es
alrededor de él que se estructurará el film; su personalidad, su
humanidad y su presencia, deben ser tan definidos como la intriga.
Los actores que han interpretado, en el cine, al famoso comisario son: Pierre Renoir, quien fue uno de los mejores, Abel Tarride, Harry Baur quien fue también uno de los mejores, Albert Préjean quien fue el menos convincente y el peor elegido, Charles Laughton, Michel Simon, Maurice Manson, Jean Gabin quien supo llenar el rol y darle una composición inteligente, Gino Cervi y Heinz Rühmann quien compuso un Maigret rico y verosímil.
Jean Gabin
y Simenon eran muy amigos y el actor interpretó un total de diez filmes
adaptados de Simenon, con los cuales hizo casi olvidar su pasado
cinematográfico y sus numerosos roles de chico malo. Simenon en la televisión.
Hay varias series de telefilms relacionados con el comisario Maigret en numerosos países:
En Francia, una mini-serie y dos series han sido rodadas: Una primera
serie de tres episodios fue rodada a inicios de los años 50 con Maurice
Manson en el rol de Maigret. En realidad esos episodios reagrupados y
retrabajados, fueron estrenados en el cine bajo el título « Maigret dirige l'enquête». En 1960, un telefilm dramático, « Liberty-Bar»,
fue también realizado con Jean-Marie Coldefy en el rol. La primera
serie fue la realizada a partir de 1967 con Jean Richard en el rol
principal, rol que interpretará 88 veces en 24 años; la otra con Bruno Cremer.
En Inglaterra, tres series han sido realizadas: una serie de 52
episodios fue realizada entre 1960 y 1964 con Rupert Davies en el rol de
Maigret; una segunda serie, entre 1964 y 1968 con Kees Bruce en el rol
principal; una tercera realizada en 1991 con Michael Gambon bajo el Título de « Inspector Maigret» (sí, se trata del mismo actor que interpreta a Albus Dumbledore en Harry Potter y el Prisionero de Azkabán).
En Italia, una serie fue realizada con Bruno Cervi.
Finalmente, en Estados Unidos, algunos títulos fueron adaptados en telefilms desde mayo de 1950 en la CBS con Herbert Berghof en el rol principal y en 1952 con Eli Wallach. Como estrellas invitadas de las series francesas, podemos encontrar a grandes actores como:
Catherine Allégret, Michel Blanc, Patrick Bruel, Jean-Pierre Castaldi, Daniel Ceccaldi, Fanny Cottençon, Gérard Depardieu, Jean Desailly, Gérard Desarthe, Dora Doll, Suzanne Flon, Michel Galabru, Ginette Garcin, Roland Giraud, Daniel Gélin, Macha Méril, Simone Valère, Rosy Varte, Marthe Villalonga, y otros más… en la primera serie; Heinz Bennent, Michel Bouquet, Élisabeth Bourgine, Aurore Clément, Arielle Dombasle, Marie Dubois, Renée Faure, Andréa Ferréol, Ginette Garcin, Bernadette Lafont, Odette Laure, Michael Lonsdale, Claude Piéplu, Agnès Soral, Alexandra Vandernoot, Emmanuelle Béart, Virginie Ledoyen, Karin Viard, Jean Yanne, y otros más… en la segunda serie.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: Internet.