El Cristo de la rue Jacob reúne una serie de textos biográficos del escritor muerto en París, en 1993
Creía que era difícil desaparecer del todo. Severo Sarduy repetía que la vida de uno empieza antes del nacimiento. También sospechaba que la vida no se detiene con la muerte.
Cuando al escritor cubano le pidieron escribir una breve biografía,
retrocedió muchas vidas antes de fechar su nacimiento: Camagüey, 25 de
febrero de 1937.
Sarduy, una de las voces más notables de la literatura cubana,
escribió de sus padres: él, jefe de estación de ferrocarriles. Ella, una
santa a cargo del hogar. Luego habló de sus abuelos, del origen francés
de los “Sarduy”, apellido que había sido alterado al llegar a Cuba.
Finalmente supo que su origen era español.
“Nací, pues, ahogado. Una comadrona obesa y negra, Inés María, me
sacó, la pobre, como pudo: salí morado y con la boca abierta, como en
ese cuadro de Munch, en un grito mudo”, anota Severo Sarduy en el libro El Cristo de la rue Jacob, de 1987, rescatado por Ediciones UDP con otros textos inéditos.
“El libro es quizás el primero en el que Sarduy acepta escribir sobre
sí de manera, digamos, desnuda”, dice el autor argentino Alan Pauls en
el prólogo del libro.
El cubano nacido en Camagüey se instaló a los 20 años en La Habana
para estudiar medicina. “Era muy buen alumno, pero los cadáveres que se
acumulaban en las mesas de metal, en las clases de disección y el olor a
formol, me sacudieron para siempre”, escribe Sarduy, quien en 1960,
obtuvo una beca para estudiar arte en la Escuela del Louvre, en París.
Fue a pocos meses de que la Revolución Cubana llegara al poder. Nunca
más volvería a Cuba.
Instalado en París, mientras pintaba -inspirado en Mark Rothko-,
comenzó a elaborar a la par una obra tejida por el lenguaje del
neobarroco. Viajó a la India, Marruecos, Italia, Latinoamérica, pero
quedaría encantado por el misticismo budista.
“Poco importa en nombre de qué dios, pero hay que bañarse en el
Ganges. A las seis de la mañana, esa convicción que otorga el
fanatismo...”, comenta en El Cristo de la rue Jacob, donde igualmente
alude al cristianismo, el Islam, como también al turismo religioso en
Oriente. Experiencias que le inspirarían novelas como Cobra (1972),
ganadora del Premio Médicis, y Maitreya (1978).
En París, Sarduy trabajó escribiendo críticas para la revista Tel
Quel, y asistió a los seminarios del ensayista Roland Barthes, con quien
desarrolló una amistad. “Gustaba casi con exceso del café; detestaba el
alcohol”, señala. A su vez François Wahl, una de las figuras más
influyentes en el mundo intelectual parisino, fue su pareja hasta 1993
cuando murió, a los 56 años, víctima del sida. De la enfermedad pensaba
que era un acoso. “Es como si alguien en cualquier momento, con
cualquier pretexto, pudiera tocar a la puerta y llevarte para siempre”,
apunta en el volumen, donde va y regresa sobre Cuba. La obsesión de
quien sabe que nunca más volverá a su tierra.
En 1969 recibe una carta de José Lezama Lima, quien le responde ante
una invitación suya a París. “Ya el saltimbanquismo me atrae muy poco”,
le dice Lezama. Luego Severo hace un breve perfil del autor de Paradiso:
“La voluptuosidad de saber, la magnitud de similitudes, de conexiones y
referencias que hilvana este hombre inmóvil son tales, que asombran…”.
Pero Cuba será una herida, a pesar de que sus padres lo visitan en
París. La ausencia de su obra en la isla lo atormenta. “Han pasado
treinta años y hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los
que debían de leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden
leer”, escribe y retoca su biografía hasta el final del volumen.
Sarduy decía que escribía con el cuerpo. “Creo que podría hacer un
diagrama tántrico para mostrar que esa energía va hacia la mano”, dijo
en una entrevista televisiva tras dejar su casa, donde tenía un altar
con deidades de la santería cubana y estatuillas budistas.