Gabriel García Márquez
En este pueblo no hay ladrones
Dámaso regresó al cuarto con los primeros gallos. Ana, su mujer, encinta
de seis meses, lo esperaba sentada en la cama, vestida y con zapatos. La
lámpara de petróleo empezaba a extinguirse. Dámaso comprendió que su mujer no
había dejado de esperarlo un segundo en toda la noche, y que aún en ese
momento, viéndolo frente a ella, continuaba esperando. Le hizo un gesto
tranquilizador que ella no respondió. Fijó los ojos asustados en el bulto de
tela roja que él llevaba en la mano, apretó los labios y se puso a temblar.
Dámaso la asió por el corpiño con una violencia silenciosa. Exhalaba un tufo
agrio.
Ana se dejó levantar casi en vilo. Luego descargó todo el peso del cuerpo
hacia adelante, llorando contra la franela a rayas coloradas de su marido, y lo
tuvo abrazado por los riñones hasta cuando logró dominar la crisis.
-Me dormí sentada -dijo-, de pronto abrieron la puerta y te empujaron dentro
del cuarto, bañado en sangre.
Dámaso la separó sin decir nada. La volvió a sentar en la cama. Después
le puso el envoltorio en el regazo y salió a orinar al patio. Entonces ella
soltó los nudos y vio: eran tres bolas de billar, dos blancas y una roja, sin
brillo, estropeadas por los golpes.
Cuando volvió al cuarto, Dámaso la encontró en una contemplación
intrigada.
-¿Y esto para qué sirve? -preguntó Ana.
Él se encogió de hombros.
-Para jugar billar.
Volvió a hacer los nudos y guardó el envoltorio con la ganzúa
improvisada, la linterna de pilas y el
cuchillo, en el fondo del baúl. Ana se acostó de cara a la pared sin quitarse
la ropa. Dámaso se quitó sólo los pantalones. Estirado en la cama, fumando en
la oscuridad, trató de identificar algún rastro de su aventura en los susurros
dispersos de la madrugada, hasta que se dio cuenta de que su mujer estaba
despierta.
-¿En qué piensas?
-En nada -dijo ella.
La voz, de ordinario matizada de registros baritonales, parecía más densa
por el rencor.
Dámaso dio una última chupada al cigarrillo y aplastó la colilla en el
piso de tierra.
-No había nada más -suspiró-. Estuve adentro como una hora.
-Han debido pegarte un tiro -dijo ella.
Dámaso se estremeció.
-Maldita sea -dijo, golpeando con los nudillos el marco de madera de la
cama. Buscó a tientas, en el suelo, los cigarrillos y los fósforos.
-Tienes entrañas de burro -dijo Ana
-. Has debido tener en cuenta que yo estaba aquí sin poder dormir,
creyendo que te traían muerto cada vez que había un ruido en la calle.
-Y agregó con un suspiro
-: Y todo eso para salir con tres bolas de billar.
-En la gaveta no había sino veinticinco centavos.
-Entonces no has debido traer nada.
-El problema era entrar -dijo Dámaso-. No podía venirme con las manos
vacías.
-Hubieras cogido cualquier otra cosa.
-No había nada más -dijo Dámaso.
-En ninguna parte hay tantas cosas como en el salón de billar.
-Así parece -dijo Dámaso-. Pero después, cuando uno está allá adentro, se
pone a mirar las cosas y a registrar por todos lados y se da cuenta de que no
hay nada que sirva.
Ella hizo un largo silencio. Dámaso la imaginó con los ojos abiertos,
tratando de encontrar algún objeto de valor en la oscuridad de la memoria.
-Tal vez -dijo.
Dámaso volvió a fumar. El alcohol lo abandonaba en ondas concéntricas y
él asumía de nuevo el peso, el volumen y la responsabilidad de su cuerpo.
-Había un gato allá adentro -dijo-. Un enorme gato blanco.
Ana se volteó, apoyó el vientre abultado contra el vientre de su marido,
y le metió la pierna entre las rodillas. Olía a cebolla.
-¿Estabas muy asustado?
-¿Yo?
-Tú -dijo Ana-. Dicen que los hombres también se asustan. Él la sintió
sonreír, y sonrió.
-Un poco -dijo-. No podía aguantar las ganas de orinar.
Se dejó besar sin corresponder. Luego, consciente de los riesgos pero sin
arrepentimiento, como evocando los recuerdos de un viaje, le contó los
pormenores de su aventura.
Ella habló después de un largo silencio.
-Fue una locura.
-Todo es cuestión de empezar -dijo Dámaso, cerrando los ojos-. Además,
para ser la primera vez la cosa no salió tan mal.
El sol calentó tarde. Cuando Dámaso despertó, hacía rato que su mujer
estaba levantada. Metió la cabeza en el chorro del patio y la tuvo allí varios
minutos, hasta que acabó de despertar. El cuarto formaba parte de una galería
de habitaciones iguales e independientes, con un patio común atravesado por
alambres de secar ropa. Contra la pared posterior, separados del patio por un
tabique de lata, Ana había instalado un anafe para cocinar y calentar las
planchas, y una mesita para comer y planchar. Cuando vio acercarse a su marido
puso a un lado la ropa planchada y quitó las planchas de hierro del anafe para
calentar el café. Era mayor que él, de piel muy pálida, y sus movimientos
tenían esa suave eficacia de la gente acostumbrada a la realidad. Desde la
niebla de su dolor de cabeza, Dámaso comprendió que su mujer quería decirle
algo con la mirada. Hasta entonces no había puesto atención a las voces del
patio.
-No han hablado de otra cosa en toda la mañana -murmuró Ana, sirviéndose
el café-. Los hombres se fueron para allá desde hace rato. Dámaso comprobó que
los hombres y los niños habían desaparecido del patio. Mientras tomaba el café,
siguió en silencio la conversación de las mujeres que colgaban la ropa al sol.
Al final encendió un cigarrillo y salió de la cocina.
-Teresa -llamó.
Una muchacha con la ropa mojada, adherida al cuerpo, respondió al
llamado.
-Ten cuidado -dijo Ana. La muchacha se acercó.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Dámaso.
-Que se metieron en el salón de billar y cargaron con todo -dijo la
muchacha.
Parecía minuciosamente informada. Explicó cómo desmantelaron el
establecimiento,
Pieza por pieza, hasta llevarse la mesa de billar. Hablaba con tanta
convicción que Dámaso no pudo
creer que no fuera cierto.
-Mierda -dijo, de regreso a la cocina.
Ana se puso a cantar entre dientes. Dámaso recostó un asiento contra la
pared del patio, procurando reprimir la ansiedad. Tres meses antes, cuando
cumplió 20 años, el bigote lineal, cultivado no sólo con un secreto espíritu de
sacrificio sino también con cierta ternura, puso un toque de madurez en su rostro
petrificado por la viruela. Desde entonces se sintió adulto. Pero aquella
mañana, con los recuerdos de la noche anterior flotando en la ciénaga de su
dolor de cabeza, no encontraba por dónde empezar a
vivir. Cuando acabó de planchar, Ana repartió la ropa limpia en dos
bultos iguales y se dispuso a
salir a la calle.
-No te demores -dijo Dámaso.
-Como siempre.
La siguió hasta el cuarto.
-Ahí te dejo la camisa de cuadros -dijo Ana-. Es mejor que no te vuelvas
a poner la franela.
-Se enfrentó a los diáfanos ojos de gato de su marido-. No sabemos si
alguien te vio.
Dámaso se secó en el pantalón el sudor de las manos.
-No me vio nadie.
-No sabemos -repitió Ana. Cargaba un bulto de ropa en cada brazo-.
Además, es mejor que no salgas. Espera primero que yo dé una vueltecita por
allá, como quien no quiere la cosa.
No se hablaba de nada distinto en el pueblo. Ana tuvo que escuchar varias
veces, en versiones diferentes y contradictorias, los pormenores del mismo
episodio. Cuando acabó de repartir la ropa, en vez
de ir al mercado como todos los sábados, fue directamente a la plaza.
No encontró frente al salón de billar tanta gente como imaginaba. Algunos
hombres conversaban a la sombra de los almendros. Los sirios habían guardado
sus trapos de colores para almorzar, y los almacenes parecían cabecear bajo los
toldos de lona. Un hombre dormía desparramado en un mecedor, con la boca y las
piernas y los brazos abiertos, en la sala del hotel.
Todo estaba paralizado en el calor de las doce.
Ana siguió de largo por el salón de billar, y al pasar por el solar
baldío situado frente al puerto se encontró con la multitud. Entonces recordó
algo que Dámaso le había contado, que todo el mundo sabía pero que sólo los
clientes del establecimiento podían tener presente: la puerta posterior del
salón de billar daba al solar baldío. Un momento después, protegiéndose el vientre
con los brazos, se encontró confundida con la multitud, los ojos fijos en la
puerta violada. El candado estaba intacto, pero una de las argollas había sido
arrancada como una muela. Ana contempló por un momento los estragos de aquel
trabajo solitario y modesto, y pensó en su marido con un sentimiento de piedad.
-¿Quién fue?
No se atrevió a mirar en torno suyo.
-No se sabe -le respondieron-. Dicen que fue un forastero.
-Tuvo que ser -dijo una mujer a sus espaldas-. En este pueblo no hay
ladrones. Todo el mundo conoce a todo el mundo.
Ana volvió la cabeza.
-Así es -dijo sonriendo. Estaba empapada en sudor. A su lado había un
hombre muy viejo con arrugas profundas en la nuca.
-¿Cargaron con todo? -preguntó ella.-Doscientos pesos y las bolas de
billar -dijo el viejo. La examinó con una atención fuera de lugar-. Dentro de
poco habrá que dormir con los ojos abiertos.
Ana apartó la mirada.
-Así es -volvió a decir. Se puso un trapo en la cabeza, alejándose, sin
poder sortear la impresión de que el
viejo la seguía mirando. Durante un cuarto de hora, la multitud bloqueada en el
solar observó una conducta respetuosa, como si hubiera un muerto detrás de la
puerta violada. Después se agitó, giró sobre sí misma, y desembocó en la plaza.
El propietario del salón de billar estaba en la puerta, con el alcalde y
dos agentes de la policía. Bajo y redondo, los pantalones sostenidos por la
sola presión del estómago y con unos anteojos como los que hacen los niños,
parecía investido de una dignidad extenuante.
La multitud lo rodeó. Apoyada contra la pared, Ana escuchó sus
informaciones hasta que la multitud empezó a dispersarse. Después regresó al
cuarto, congestionada por la sofocación, en medio de una bulliciosa
manifestación de vecinos.
Estirado en la cama, Dámaso se había preguntado muchas veces cómo hizo
Ana la noche anterior para esperarlo sin fumar. Cuando la vio entrar,
sonriente, quitándose de la cabeza el trapo empapado en sudor,
aplastó el cigarrillo casi entero en el piso de tierra, en medio de un
reguero de colillas, y esperó con mayor ansiedad.
-¿Entonces?
Ana se arrodilló frente a la cama.
-Que además de ladrón eres embustero -dijo.
-¿Por qué?
-Porque me dijiste que no había nada en la gaveta.
Dámaso frunció las cejas.
-No había nada.
-Había doscientos pesos -dijo Ana.
-Es mentira -replicó él, levantando la voz. Sentado en la cama recobró el
tono confidencial-. Sólo había veinticinco centavos.
La convenció.
-Es un viejo bandido -dijo Dámaso, apretando los puños-. Se está buscando
que le desbarate la cara.
Ana rió con franqueza.
-No seas bruto.
También él acabó por reír. Mientras se afeitaba, su mujer lo informó de
lo que había logrado averiguar. La policía buscaba a un forastero.
-Dicen que llegó el jueves y que anoche lo vieron dando vueltas por el
puerto -dijo-. Dicen que no han podido encontrarlo por ninguna parte. -Dámaso
pensó en el forastero que no había visto nunca y por un instante sospechó de él
con una convicción sincera.
-Puede ser que se haya ido -dijo Ana.
Como siempre, Dámaso necesitó tres horas para arreglarse. Primero fue la
talla milimétrica del bigote. Después el baño en el chorro del patio. Ana
siguió paso a paso, con un fervor que nada había quebrantado desde la noche en
que lo vio por primera vez, el laborioso proceso de su peinado. Cuando lo vio
mirándose al espejo para salir, con la camisa de cuadros rojos, Ana se encontró
madura y desarreglada. Dámaso ejecutó frente a ella un paso de boxeo con la elasticidad
de un profesional. Ella lo agarró por las muñecas.
-¿Tienes moneda?
-Soy rico -contestó Dámaso de buen humor-. Tengo los doscientos pesos.
Ana se volteó hacia la pared, sacó del seno un rollo de billetes, y le
dio un peso a su
marido, diciendo:
-Toma, Jorge Negrete.
Aquella noche, Dámaso estuvo en la plaza con el grupo de sus amigos. La
gente que llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo,
colgaba toldos en medio de los puestos de frituras y las mesas de lotería, y
desde la prima noche se les oía roncar. Los amigos de Dámaso no parecían más
interesados por el robo del salón de billar que por la transmisión radial del
campeonato de béisbol, que
no podrían escuchar esa noche por estar cerrado el establecimiento.
Hablando de béisbol, sin ponerse de acuerdo ni enterarse previamente del
programa, entraron al cine.
Daban una película de Cantinflas. En la primera fila de la galería,
Dámaso rió sin remordimientos. Se sentía convaleciente de sus emociones. Era
una buena noche de junio, y en los instantes vacíos en que sólo se percibía la
llovizna del proyector, pesaba sobre el cine sin techo el silencio de las
estrellas.
De pronto, las imágenes de la pantalla palidecieron y hubo un estrépito
en el fondo de la platea. En la claridad repentina, Dámaso se sintió
descubierto y señalado, y trató de correr. Pero en seguida vio al público de la
platea, paralizado, y a un agente de la policía, el cinturón enrollado en la
mano, que golpeaba rabiosamente a un hombre con la pesada hebilla de cobre. Era
un negro monumental. Las mujeres empezaron a gritar, y el agente que golpeaba
al negro empezó a gritar por encima de los gritos de las
mujeres: “¡Ratero! ¡Ratero!” El negro se rodó por entre el reguero de
sillas, perseguido por dos agentes que lo golpearon en los riñones hasta que
pudieron trabarlo por la espalda. Luego el que lo había azotado le amarró los
codos por detrás con la correa y los tres lo empujaron hacia la puerta. Las
cosas sucedieron con tanta rapidez, que Dámaso sólo comprendió lo ocurrido
cuando el negro pasó junto a él, con la camisa
rota y la cara embadurnada de un amasijo de polvo, sudor y sangre,
sollozando: “Asesinos, asesinos.” Después encendieron las luces y se reanudó la
película. Dámaso no volvió a reír. Vio retazos de una historia descosida,
fumando sin pausas hasta que se encendió la luz y los espectadores se miraron
entre sí, como asustados de la realidad.“Qué buena”, exclamó alguien a su lado.
Dámaso no lo miró.
-Cantinflas es muy bueno -dijo.
La corriente lo llevó hasta la puerta. Las vendedoras de comida, cargadas
de trastos, regresaban a casa. Eran más de las once, pero había mucha gente en
la calle esperando a que salieran del cine para informarse de la captura del
negro.
Aquella noche Dámaso entró al cuarto con tanta cautela que cuando Ana lo
advirtió entre sueños fumaba el segundo cigarrillo, estirado en la cama.
-La comida está en el rescoldo -dijo ella.
-No tengo hambre -dijo Dámaso.
Ana suspiró.
-Soñé que Nora estaba haciendo muñecos de mantequilla -dijo, todavía sin
despertar.
De pronto cayó en la cuenta de que había dormido sin quererlo y se volvió
hacia
Dámaso, ofuscada, frotándose los ojos.
-Cogieron al forastero -dijo.
Dámaso se demoró para hablar.
-¿Quién dijo?
-Lo cogieron en el cine -dijo Ana-. Todo el mundo está por aquellos
lados.
Contó una versión desfigurada de la captura. Dámaso no la rectificó.
-Pobre hombre -suspiró Ana.
-Pobre por qué -protestó Dámaso, excitado-. ¿Quisieras entonces que fuera
yo el que estuviera en el cepo?
Ella lo conocía demasiado para replicar. Lo sintió fumar, respirando como
un asmático, hasta que cantaron los primeros gallos. Después lo sintió
levantado, trasegando por el cuarto en un trabajo oscuro que parecía más del
tacto que de la vista. Después lo sintió raspar el suelo debajo de la cama por
más de un cuarto de hora, y después lo sintió desvestirse en la oscuridad, tratando
de no hacer ruido, sin saber que ella no había dejado de ayudarlo un instante
al hacerle creer que estaba dormida. Algo se movió en
lo más primitivo de sus instintos. Ana supo entonces que Dámaso había
estado en el cine, y comprendió por qué acababa de enterrar las bolas de billar
debajo de la cama. El salón se abrió el lunes y fue invadido por una clientela
exaltada. La mesa de billar había sido cubierta con un paño morado que le
imprimió al establecimiento un carácter funerario. Pusieron un letrero en la
pared: “No hay servicio por falta de
bolas.” La gente entraba a leer el letrero como si fuera una novedad.
Algunos permanecían frente a él, releyéndolo con una devoción indescifrable.
Dámaso estuvo entre los primeros clientes. Había pasado una parte de su
vida en los escaños destinados a los espectadores del billar y allí estuvo
desde que volvieron a abrirse las puertas. Fue algo tan difícil pero tan
momentáneocomo un pésame. Le dio una palmadita en el hombro al propietario por
encima del mostrador, y le dijo:
-Qué vaina, don Roque.
El propietario sacudió la cabeza con una sonrisita de aflicción,
suspirando: “Ya ves.” Y siguió atendiendo a la clientela, mientras Dámaso,
instalado en uno de los taburetes del mostrador, contemplaba la mesa espectral
bajo el sudario morado.
-Qué raro -dijo.
-Es verdad
-confirmó un hombre en el taburete vecino-. Parece que estuviéramos en
semana santa.
Cuando la mayoría de los clientes se fue a almorzar, Dámaso metió una
moneda en el tocadiscos automático y seleccionó un corrido mexicano cuya
colocación en el tablero conocía de memoria. Don Roque trasladaba mesitas y
silletas al fondo del salón.
-¿Qué hace? -le preguntó Dámaso.
-Voy a poner barajas -contestó don Roque-. Hay que hacer algo mientras
llegan las
bolas.
Moviéndose casi a tientas, con una silla en cada brazo, parecía un viudo
reciente.
-¿Cuándo llegan? -preguntó Dámaso.
-Antes de un mes, espero.
-Para entonces habrán aparecido las otras -dijo Dámaso.
Don Roque observó satisfecho la hilera de mesitas.
-No aparecerán -dijo, secándose la frente con la manga-. Tienen al negro
sin comer desde el sábado y no ha querido decir dónde están. -Midió a Dámaso a
través de los cristales empañados por el sudor.
-Estoy seguro de que las echó al río.
Dámaso se mordisqueó los labios.
-¿Y los doscientos pesos?
-Tampoco -dijo don Roque-. Sólo le encontraron treinta.
Se miraron a los ojos. Dámaso no habría podido explicar su impresión de
que aquella mirada establecía entre él y don Roque una relación de complicidad.
Esa tarde, desde el lavadero, Ana lo vio llegar dando saltitos de boxeador. Lo
siguió hasta el cuarto.
-Listo -dijo Dámaso-. El viejo está tan resignado que encargó bolas
nuevas. Ahora
Es cuestión de esperar que nadie se acuerde.
-¿Y el negro?
-No es nada -dijo Dámaso, alzándose de hombros-. Si no le encuentran las
bolas tienen que soltarlo.
Después de la comida, se sentaron a la puerta de la calle y estuvieron
conversando con los
vecinos hasta que se apagó el parlante del cine. A la hora de acostarse
Dámaso estaba excitado.
-Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo -dijo.
Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el
atardecer.
-Me voy de pueblo en pueblo -continuó Dámaso-. Me robo las bolas de
billar en uno y
lasvendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.
-Hasta que te peguen un tiro.
-Qué tiro ni qué tiro -dijo él-. Eso no se ve sino en las películas.
-Plantado en la mitad del
cuarto se ahogaba en su propio entusiasmo. Ana empezó a desvestirse, en
apariencia indiferente,
pero en realidad oyéndolo con una atención compasiva.
-Me voy a comprar una hilera de vestidos -dijo Dámaso, y señaló con el
índice un ropero imaginario del tamaño de la pared-. Desde aquí hasta allí. Y
además cincuenta pares de zapatos.
-Dios te oiga -dijo Ana.
Dámaso fijó en ella una mirada seria.
-No te interesan mis cosas -dijo.
-Están muy lejos para mí -dijo Ana. Apagó la lámpara, se acostó contra la
pared, y agregó
con una amargura cierta-: Cuando tú tengas treinta años yo tendré
cuarenta y siete.
-No seas boba -dijo Dámaso.
Se palpó los bolsillos en busca de los fósforos.
-Tú tampoco tendrás que aporrear más ropa -dijo, un poco desconcertado.
Ana le dio
fuego. Miró la llama hasta que el fósforo se extinguió, y tiró la ceniza.
Estirado en la cama,
Dámaso siguió hablando.
-¿Sabes de qué hacen las bolas de billar?
Ana no respondió.
-De colmillos de elefantes -prosiguió él-. Son tan difíciles de encontrar
que se necesita
un mes para que vengan. ¿Te das cuenta?
-Duérmete -lo interrumpió Ana-. Tengo que levantarme a las cinco.
Dámaso había vuelto a su estado natural. Pasaba la mañana en la cama,
fumando, y después de la siesta empezaba a arreglarse para salir. Por la noche
escuchaba en el salón de billar la transmisión radial del campeonato de
béisbol. Tenía la virtud de olvidar sus proyectos con tanto entusiasmo como necesitaba
para concebirlos.
-¿Tienes plata? -preguntó el sábado a su mujer.
-Once pesos -respondió ella. Y agregó suavemente-: Es la plata del
cuarto.
-Te propongo un negocio.
-¿Qué?
-Préstamelos.
-Hay que pagar el cuarto.
-Se paga después.
Ana sacudió la cabeza. Dámaso la agarró por la muñeca y le impidió que se
levantara de la
mesa, donde acababan de desayunar.
-Es por pocos días -dijo acariciándole el brazo con una ternura
distraída-. Cuando venda
las bolas tendremos plata para todo.
Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dámaso no le quitó la mano del
hombro ni siquiera cuando conversó con sus amigos en el intermedio. Vieron la
película a retazos. Al final, Dámaso estaba impaciente.
-Entonces tendré que robarme la plata -dijo.
Ana se encogió de hombros.
-Le daré un garrotazo al primero que encuentre -dijo Dámaso empujándola
por entre lamultitud que abandonaba el cine-. Así me llevarán a la cárcel por
asesino.
Ana sonrió en su interior. Pero continuó inflexible. A la mañana
siguiente, después de una noche tormentosa,
Dámaso se vistió con una urgencia ostensible y amenazante. Pasó junto a su mujer,
gruñendo:
-No vuelvo más nunca.
Ana no pudo reprimir un ligero temblor.
-Feliz viaje -gritó.
Después del portazo empezó para Dámaso un domingo vacío e interminable.
La vistosa cacharrería del mercado público y las mujeres vestidas de colores
brillantes que salían con sus niños de la misa de ocho, ponían toques alegres
en la plaza, pero el aire empezaba a endurecerse de calor. Pasó el día en el
salón de billar. Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del
almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el
establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba
la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación.
Después de que cerraron el salón, Dámaso se encontró sin rumbo en una
plaza que parecía desangrar
se. Descendió por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de una
música alegre y remota. Al final de la calle había una sala de baile enorme y
escueta, adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una
banda de músicos sobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor
a carmín
de labios. Dámaso se instaló en el mostrador. Cuando terminó la pieza, el
muchacho que tocaba
los platillos en la banda recogió monedas entre los hombres que habían
bailado. Una muchacha abandonó su pareja en el centro del salón y se acercó a
Dámaso.
-Qué hubo, Jorge Negrete.
Dámaso la sentó a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la
oreja, preguntó en falsete:
-¿Qué toman?
La muchacha se dirigió a Dámaso.
-¿Qué tomamos?
-Nada.
-Es por cuenta mía.
-No es eso -dijo Dámaso-. Tengo hambre.
-Lástima -suspiró el cantinero-. Con esos ojos.
Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la
muchacha parecía excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el
barniz de los labios impedían conocer su verdadera edad. Después de comer,
Dámaso la siguió al cuarto, al fondo de un patio oscuro donde se sentía la
respiración de los animales dormidos. La cama estaba ocupada por un niño de
pocos meses envuelto en trapos de colores. La muchacha puso los trapos en una
caja de madera, acostó al niño dentro, y luego puso la caja en el suelo.
-Se lo van a comer los ratones -dijo Dámaso.
-No se lo comen -dijo ella.
Se cambió el traje rojo por otro más descotado con grandes flores
amarillas.
-¿Quién es el papá? -preguntó Dámaso.
-No tengo la menor idea -dijo ella. Y después, desde la puerta-: Vuelvo
en seguida.
La oyó cerrar el candado. Fumó varios cigarrillos, tendido boca arriba y
con la ropa puesta. El lienzo de la cama vibraba al compás del mambo. No supo
en qué momento se durmió. Al despertar, el cuarto parecía más grande en el vacío
de la música.
La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.
-¿Qué hora es?
-Como las cuatro -dijo ella-. ¿No ha llorado el niño?
-Creo que no -dijo Dámaso.
La muchacha se acostó muy cerca de él, escrutándolo con los ojos
ligeramente desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dámaso comprendió que
ella había estado bebiendo enserio. Trató de apagar la lámpara.
-Déjala así -dijo ella-. Me encanta mirarte los ojos.
El cuarto se llenó de ruidos rurales desde el amanecer. El niño lloró. La
muchacha lo llevó a la cama y le dio de mamar, cantando entre dientes una
canción de tres notas, hasta que todos se durmieron. Dámaso no se dio cuenta de
que la muchacha despertó hacia las siete, salió del cuarto y regresó sin el
niño.
-Todo el mundo se va para el puerto -dijo.
Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la
noche.
-¿A qué?
-A ver al negro que se robó las bolas -dijo ella-. Hoy se lo llevan.
Dámaso encendió un cigarrillo.
-Pobre hombre -suspiró la muchacha.
-Pobre por qué -dijo Dámaso-. Nadie lo obligó a ser ratero.
La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en
voz muy
baja:
-No fue él.
-Quién dijo.
-Yo lo sé -dijo ella-. La noche que se metieron en el salón de billar el
negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la
noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
-Gloria se lo puede decir a la policía.
-El negro se lo dijo -dijo ella-. El alcalde vino donde Gloria, volteó el
cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por
cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.
Dámaso se levantó antes de las ocho.
-Quédate -le dijo la muchacha-. Voy a matar una gallina para el almuerzo.
Dámaso sacudió la peinilla en la palma de la mano antes de guardársela en
el bolsillo posterior del pantalón.
-No puedo -dijo, atrayendo a la muchacha por las muñecas. Ella se había
lavado la cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que
le daban un aire desamparado. Lo abrazó por la cintura.
-Quédate -insistió.
-¿Para siempre?
Ella se ruborizó ligeramente, y lo separó.
-Embustero -dijo.
Ana se sentía agotada aquella mañana. Pero se contagió de la excitación
del pueblo. Recogió más a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana,
y se fue al puerto a presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente
esperaba frente a las lanchas listas para zarpar. Allí estaba Dámaso.
Ana lo hurgó con los índices por los riñones.
-¿Qué haces aquí? -preguntó Dámaso dando un salto.
-Vine a despedirte -dijo Ana.
Dámaso golpeó con los nudillos un poste del alumbrado público.
-Maldita sea - dijo.
Después de encender el cigarrillo arrojó al río la cajetilla vacía. Ana
sacó otra del corpiño y
se la metió en el bolsillo de la camisa. Dámaso sonrió por primera vez.
-Eres burra -dijo.
-Ja, ja -hizo Ana.
Poco después embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza,
las muñecas amarrada
s a la espalda con una soga tirada por un agente de la policía. Otros dos
agentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio
inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas
de la multitud con una dignidad pasiva. En la puerta del salón de billar, donde
se había concentrado la mayor cantidad de público para participar de los dos
extremos del espectáculo, el
propietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo
observó con una especie de fervor.
La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y
manos a un tambor de petróleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del
río y pitó por última vez, la espalda del negro lanzó un destello.
-Pobre hombre -murmuró Ana.
-Criminales -dijo alguien cerca de ella-. Un ser humano no puede aguantar
tanto sol.
Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a
moverse hacia la plaza.
-Hablas mucho -susurró al oído de Ana-. Lo único que falta es que te
pongas a gritar el cuento.
Ella lo acompañó hasta la puerta del billar.
-Por lo menos anda a cambiarte -le dijo al abandonarlo-. Pareces un
pordiosero.
La novedad había llevado al salón una clientela alborotada. Tratando de
atender a todos, don Roque servía a varias mesas al mismo tiempo. Dámaso esperó
a que pasara junto a él.
-¿Quiere que lo ayude?
Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los
vasos embocados en el cuello.
-Gracias, hijo.
Dámaso llevó las botellas a la mesa. Tomó varios pedidos, y siguió
trayendo y llevando
botellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada,
cuando volvió al cuarto, Ana comprendió que había estado bebiendo. Le cogió la
mano y se la puso en el vientre de ella.
-Tienta aquí -le dijo-. ¿No sientes?
Dámaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.
-Ya está vivo -dijo Ana-. Se pasa la noche dándome pataditas por dentro.
Pero él no reaccionó. Concentrado en sí mismo, salió al día siguiente muy
temprano y no volvió hasta la medianoche. Así transcurrió la semana. En los
escasos momentos que pasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la
conversación. Ana extremó su solicitud. En cierta ocasión, al principio de su
vida en común, él se había comportado de igual modo, y entonces ella no lo
conocía tanto como para no intervenir. Acaballado sobre ella en la cama, Dámaso
la había golpeado hasta hacerla sangrar.
Esta vez esperó. Por la noche ponía junto a la lámpara una cajetilla de
cigarrillos, sabiendo que él era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no
la necesidad de fumar. Por fin, a mediados de julio, Dámaso regresó al cuarto
al atardecer. Ana se inquietó, pensando que él debía estar muy aturdido cuando
venía a buscarla a esa hora. Comieron sin hablar. Pero antes de acostarse,
Dámaso estaba ofuscado y blando, y dijo espontáneamente:
-Me quiero ir.
-¿Para dónde?
-Para cualquier parte.
Ana examinó el cuarto. Las carátulas de revistas que ella misma había
recortado y pegadoen las paredes hasta empapelarlas por completo con
litografías de actores de cine, estaban gastadas y sin color. Había perdido la cuenta
de los hombres que paulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se habían
ido llevando esos colores.
-Estás aburrido conmigo -dijo.
-No es eso -dijo Dámaso-. Es este pueblo.
-Es un pueblo como todos.
-No se pueden vender las bolas.
-Deja esas bolas tranquilas -dijo Ana-. Mientras Dios me dé fuerzas para
aporrear ropa
no tendrás que andar aventurando. -Y agregó suavemente después de una
pausa-: No sé cómo se te ocurrió meterte en eso.
Dámaso terminó el cigarrillo antes de hablar.
-Era tan fácil que no me explico cómo no se le ocurrió a nadie -dijo.
-Por la plata -admitió Ana-. Pero nadie hubiera sido tan bruto de traerse
las bolas.
-Fue sin pensarlo -dijo Dámaso-. Ya me venía cuando las vi detrás d
el mostrador, metidas en su cajita, y pensé que era mucho trabajo para
venirme con las manos vacías.
-La mala hora -dijo Ana.
Dámaso experimentaba una sensación de alivio.
-Y mientras tanto no llegan las nuevas -dijo-. Mandaron decir que ahora
son más caras
y don Roque dice que así no es negocio. -Encendió otro cigarrillo, y
mientras hablaba
sentía que su corazón se iba desocupando de una materia oscura.
Contó que el propietario había decidido vender la mesa de billar. No
valía mucho. El paño roto por las audacias de los aprendices había sido
remendado con cuadros de diferentes colores y era necesario cambiarlo por
completo. Mientras tanto, los clientes del salón, que habían envejecido en
torno al billar, no tenían ahora más diversión que las transmisiones del
campeonato de béisbol.
-Total -concluyó Dámaso-, que sin quererlo nos tiramos al pueblo.
-Sin ninguna gracia -dijo Ana.
-La semana entrante se acaba el campeonato -dijo Dámaso.
-Y eso no es lo peor. Lo peor es el negro.
Acostada en su hombro, como en los primeros tiempos, sabía en qué estaba
pensando su marido. Esperó a que terminara el cigarrillo. Después, con voz
cautelosa, dijo:
-Dámaso.
-¿Qué pasa?
-Devuélvelas.
Él encendió otro cigarrillo.
-Eso es lo que estoy pensando hace días -dijo-. Pero la vaina es que no
encuentro cómo.
Así que decidieron abandonar las bolas en un lugar público. Ana pensó
luego que eso resolvía el problema del salón de billar, pero dejaba pendiente
el del negro. La policía habría podido interpretar el hallazgo de muchos modos
sin absolverlo. No descartaba tampoco el riesgo de que las bolas fueran
encontradas por alguien que en vez de devolverlas se quedara con ellas para
negociarlas.
-Ya que se van a hacer las cosas -concluyó Ana-, es mejor hacerlas bien
hechas.
Desenterraron las bolas. Ana las envolvió en periódicos, cuidando de que
el envoltorio no revelara la forma del contenido, y las guardó en el baúl.
-Es cosa de esperar una ocasión -dijo.
Pero en espera de la ocasión transcurrieron dos semanas. La noche del 20
de agosto –dos meses después del asalto-Dámaso encontró a don Roque sentado
detrás del mostrador, sacudiéndose los zancudos con un abanico de palma. Su
soledad parecía más intensa con la radio apagada.
-Te lo dije -exclamó don Roque con un cierto alborozo por el pronóstico
cumplido-. Esto se fue al carajo.
Dámaso puso una moneda en el tocadiscos automático. El volumen de la
música y el sistema de colores del aparato le parecieron una ruidosa prueba de
su lealtad. Pero tuvo la impresión de que don Roque no lo advirtió. Entonces
acercó un asiento y trató de consolarlo con argumentos ofuscados que el
propietario trituraba sin emoción, al compás negligente de su abanico.
-No hay nada que hacer -decía-. El campeonato de béisbol no podía durar
toda la vida.
-Pero pueden aparecer las bolas.
-No aparecerán.
-El negro no pudo habérselas comido.
-La policía buscó por todas partes -dijo don Roque con una certidumbre
desesperante-. Las echó al río.
-Puede suceder un milagro.
-Déjate de ilusiones, hijo -replicó don Roque-. Las desgracias son como
un caracol. ¿Tú
crees en los milagros?
-A veces -dijo Dámaso.
Cuando abandonó el establecimiento aún no habían salido del cine. Los
diálogos enormes
y rotos del parlante resonaban en el pueblo apagado, y en las pocas casas
que permanecían abiertas había algo de provisional. Dámaso erró un momento por
los lados del cine. Después fue al salón de baile.La banda tocaba por un solo
cliente que bailaba con dos mujeres al tiempo. Las otras, juiciosamente
sentadas contra la pared, parecían a la espera de una carta. Dámaso ocupó una mesa,
hizo señal al cantinero de que le sirviera una cerveza, y la bebió en la
botella con breves pausas para respirar, observando como a través de un vidrio
al hombre que bailaba con las dos mujeres. Era más pequeño que ellas.
A la medianoche llegaron las mujeres que estaban en el cine, perseguidas
por un grupo De hombres. La amiga de Dámaso, que hacía parte del grupo,
abandonó a los otros y se sentó a su mesa.Dámaso no la miró. Se había tomado
media docena de cervezas y continuaba con la vista fija en el hombre que ahora
bailaba con tres mujeres, pero sin ocuparse de ellas, divertido con las filigranas
de sus propios pies. Parecía feliz, y era evidente que habría sido aún más
feliz si además de las piernas y los brazos hubiera tenido una cola.
-No me gusta ese tipo -dijo Dámaso.
-Entonces no lo mires -dijo la muchacha.
Pidió un trago al cantinero. La pista empezó a llenarse de parejas, pero
el hombre de las tres mujeres siguió sintiéndose solo en el salón. En una
vuelta se encontró con la mirada de Dámaso, imprimió mayor dinamismo a su
baile, y le mostró en una sonrisa sus dientecillos de conejo. Dámaso sostuvo la
mirada sin parpadear, hasta que el hombre se puso serio y le volvió la espalda.
-Se cree muy alegre -dijo Dámaso.
-Es muy alegre -dijo la muchacha-. Siempre que viene al pueblo coge la
música por su cuenta, como todos los agentes viajeros.
Dámaso volvió hacia ella los ojos desviados.
-Entonces vete con él -dijo-. Donde comen tres comen cuatro.
Sin replicar, ella apartó la cara hacia la pista de baile, tomando el
trago a sorbos lentos. Eltraje amarillo pálido acentuaba su timidez. Bailaron
la tanda siguiente. Al final, Dámaso estaba denso.
-Me estoy muriendo de hambre -dijo la muchacha, llevándolo por el brazo
hacia el mostrador-. Tú también tienes que comer. -El hombre alegre venía con
las tres mujeres en sentido contrario.
-Oiga -le dijo Dámaso.
El hombre le sonrió sin detenerse. Dámaso se soltó del brazo de su
compañera y le cerró elpaso.
-No me gustan sus dientes.
El hombre palideció, pero seguía sonriendo.
-A mí tampoco -dijo.
Antes de que la muchacha pudiera impedirlo, Dámaso le descargó un
puñetazo en la cara y
el hombre cayó sentado en el centro de la pista. Ningún cliente
intervino. Las tres mujeres abrazaron a Dámaso por la cintura, gritando,
mientras su compañera lo empujaba hacia el fondo del salón. El hombre se
incorporaba con la cara descompuesta por la impresión. Saltó como un mono en el
centro de la pista y gritó:
-¡Que siga la música!
Hacia las dos, el salón estaba casi vacío, y las mujeres sin clientes
empezaron a comer. Hacía calor. La muchacha llevó a la mesa un plato de arroz
con frijoles y carne frita, y comió todo con una cuchara. Dámaso la miraba con
una especie de estupor. Ella tendió hacia él una cucharada de arroz.
-Abre la boca.
Dámaso apoyó el mentón en el pecho y sacudió la cabeza.
-Eso es para las mujeres -dijo-. Los machos no comemos.
Tuvo que apoyar las manos en la mesa para levantarse. Cuando recobró el
equilibrio, el cantinero estaba cruzado de brazos frente a él.
-Son nueve con ochenta -dijo-. Este convento no es del gobierno.
Dámaso lo apartó.
-No me gustan los maricas -dijo.
El cantinero lo agarró por la manga, pero a una señal de la muchacha lo
dejó pasar,
diciendo:
-Pues no sabes lo que te pierdes.
Dámaso salió dando tumbos. El brillo misterioso del río bajo la luna
abrió una hendija de lucidez en su
cerebro. Pero se cerró en seguida. Cuando vio la puerta de su cuarto, al otro
lado del pueblo, Dámaso tuvo la certidumbre de haber dormido caminando. Sacudió
la cabeza. De un modo confuso pero urgente se dio cuenta de que a partir de ese
instante tenía que vigilar cada uno de sus movimientos. Empujó la puerta con
cuidado para impedir que crujieran los goznes.
Ana lo sintió registrando el baúl. Se volteó contra la pared para evitar
la luz de la lámpara, pero luego se dio cuenta de que su marido no se estaba
desvistiendo. Un golpe de clarividencia la sentó en la cama. Dámaso estaba
junto al baúl, con el envoltorio de las bolas y la linterna en la mano.
Se puso el índice en los labios.
Ana saltó de la cama.
-Estás loco -susurró corriendo hacia la puerta. Rápidamente pasó la tranca.
Dámaso se guardó la linterna en el bolsillo del pantalón junto con el
cuchillito y la lima afilada, y avanzó hacia ella con el envoltorio apretado
bajo el brazo. Ana apoyó la espalda contrala puerta.
-De aquí no sales mientras yo esté viva -murmuró.
Dámaso trató de apartarla.
-Quítate -dijo.
Ana se agarró con las dos manos al marco de la puerta. Se miraron a los
ojos sin parpadear.
-Eres un burro -murmuró Ana-. Lo que Dios te dio en ojos te lo quitó en
sesos.
Dámaso la agarró por el cabello, torció la muñeca y le hizo bajar la
cabeza, diciendo con los dientes apretados:
-Te dije que te quitaras.
Ana lo miró de lado con el ojo torcido como el de un buey bajo el yugo.
Por un momento se sintió invulnerable al dolor, y más fuerte que su marido,
pero él siguió torciéndole el cabello hasta que se le atragantaron las
lágrimas.
-Me vas a matar el muchacho en la barriga –dijo.
Dámaso la llevó casi en vilo hasta la cama. Al sentirse libre, ella le
saltó por la espalda, lo trabó con las piernas y los brazos, y ambos cayeron en
la cama. Habían empezado a perder fuerzas por la sofocación.
-Grito -susurró Ana contra su oído-. Si temueves me pongo a gritar.
Dámaso bufó en una cólera sorda, golpeándole las rodillas con el
envoltorio de las bolas. Ana lanzó un quejido y aflojó las piernas pero volvió
a abrazarse a su cintura para impedirle que llegara a la puerta. Entonces
empezó a suplicar.
-Te prometo que yo misma las llevo mañana -decía-. Las pondré sin que
nadie se dé cuenta.
Cada vez más cerca de la puerta, Dámaso le golpeaba las manos con las
bolas. Ella lo soltaba por momentos mientras pasaba el dolor. Después lo
abrazaba de nuevo y seguía suplicando.
-Puedo decir que fui yo -decía-. Así como estoy no pueden meterme en el
cepo.
Dámaso se liberó.
-Te va a ver todo el pueblo -dijo Ana
- Eres tan bruto que no te das cuenta de que hay luna clara. -Volvió a
abrazarlo antes de que acabara de quitar la tranca. Entonces, con los ojos cerrados,
lo golpeó en el cuello y en la cara, casi gritando
-: Animal, animal. -Dámaso trató de protegerse, y ella se abrazó a la
tranca y se la arrebató de las manos.
Le lanzó un golpe a la cabeza. Dámaso lo esquivó, y la tranca sonó en el
hueso de su hombro como un cristal.
-Puta -gritó.
En ese momento no se preocupaba por no hacer ruido. La golpeó en la oreja
con el
revés del puño, y sintió el quejido profundo y el denso impacto del
cuerpo contra la
pared, pero no miró. Salió del cuarto sin cerrar la puerta. Ana
permaneció en el suelo, aturdida por el dolor, y esperó que algo ocurriera en
su vientre. Del otro lado de la pared la llamaron con una voz que parecía de
una persona enterrada. Se mordió los labios para no llorar. Después se puso en
pie y se vistió. No pensó -como no lo había pensado la primera vez-que Dámaso
estaba aún frente al cuarto, diciéndole que el plan había fracasado, y en
espera de que ella saliera dando gritos. Pero Ana cometió el mismo error por
segunda vez: en lugar de perseguir a su marido, se puso los zapatos, ajustó la
puerta y se sentó en la cama a esperar. Sólo cuando se ajustó la puerta
comprendió Dámaso que no podía retroceder. Un alboroto de perros lo persiguió
hasta el final de la calle, pero después hubo un silencio espectral. Eludió los
andenes, tratando de escapar a sus propios pasos, que sonaban grandes y ajenos
en el pueblo dormido. No tuvo ninguna precaución mientras no estuvo en el solar
baldío, frente a la puerta falsa del salón de billar. Esta vez no tuvo que
servirse de la linterna. La puerta sólo había sido reforzada en el sitio de la
argolla violada. Habían sacado un pedazo de madera del tamaño y la forma de un
ladrillo, lo habían reemplazado por madera nueva, y habían vuelto a poner la misma
argolla. El resto eraigual. Dámaso tiró del candado con la mano izquierda,
metió el cabo de la lima en la raíz de la argolla que no había sido reforzada,
y movió la lima varias veces como una barra de automóvil, con fuerza pero sin
violencia, hasta
cuando la madera cedió en una quejumbrosa explosión de migajas podridas.
Antes de empujar la puerta levantó la hoja desnivelada para amortiguar el rozamiento
en los ladrillos del piso. La entreabrió apenas. Por último se quitó los
zapatos, los deslizó en el interior junto con el paquete de las bolas, y entró
santiguándose en el salón anegado de luna.
En primer término había un callejón oscuro atiborrado de botellas y
cajones vacíos. Más allá, bajo el chorro de luna de la claraboya vidriada,
estaba la mesa de billar, y luego el revés de los armarios, y al final las
mesitas y las sillas parapetadas contra el revés de la puerta principal.
Todo era igual a la primera vez, salvo el chorro de luna y la nitidez del
silencio. Dámaso, que
hasta ese momento había tenido que sobreponerse a la tensión de los
nervios, experimentó una
rara fascinación.
Esta vez no se cuidó de los ladrillos sueltos. Ajustó la puerta con los
zapatos y después de atravesar el chorro de luna encendió la linterna para
buscar la cajita de las bolas detrás del
mostrador. Actuaba sin prevención. Moviendo la linterna de izquierda a derecha
vio un montón de frascos polvorientos, un par de estribos con espuelas, una camisa
enrollada y sucia de aceite de motor, y luego la cajita de las bolas en el
mismo lugar en que la había dejado. Pero no detuvo el haz de luz hasta el
final. Allí estaba el
gato.
El animal lo miró sin misterio a través de la luz. Dámaso lo siguió
enfocando hasta querecordó con ligero escalofrío que nunca lo había visto en el
salón durante el día. Movió la linterna hacia adelante, diciendo: “Zape”, pero
el animal permaneció impasible. Entonces hubo una especie de detonación
silenciosa dentro de su cabeza y el gato desapareció por completo de su
memoria. Cuando comprendió lo que estaba pasando, ya había soltado la linterna
y apretaba el paquete de las bolas contra el pecho. El salón estaba iluminado.
-¡Epa!
Reconoció la voz de don Roque. Se enderezó lentamente, sintiendo un
cansancio terrible en los riñones. Don Roque avanzaba desde el fondo del salón,
en calzoncillos y con una barra de hierro en la mano, todavía ofuscado por la
claridad. Había una hamaca colgada detrás de las botellas y los cajones vacíos,
muy cerca de donde había pasado Dámaso al entrar. También eso era distinto a la
primera vez. Cuando estuvo a menos de diez metros, don Roque dio un saltito y
se puso en guardia. Dámaso escondió la mano con el paquete. Don Roque frunció
la nariz, avanzando la cabeza, para reconocerlo sin los anteojos.
-Muchacho -exclamó.
Dámaso sintió como si algo infinito hubiera por fin terminado. Don Roque
bajó la barra y
se acercó con la boca abierta. Sin lentes y sin la dentadura postiza
parecía una mujer.
-¿Qué haces aquí?
-Nada -dijo Dámaso.
Cambió de posición con un imperceptible movimiento del cuerpo.
-¿Qué llevas ahí? -preguntó don Roque.
Dámaso retrocedió.
-Nada -dijo.
Don Roque se puso rojo y empezó a temblar.
-Qué llevas ahí -gritó, dando un paso hacia adelante con la barra
levantada. Dámaso le dio el paquete. Don Roque lo recibió con la mano
izquierda, sin descuidar la guardia, y lo examinócon los dedos. Sólo entonces
comprendió.
-No puede ser -dijo.
Estaba tan perplejo, que puso la barra sobre el mostrador y pareció
olvidarse de Dámaso mientras abría el paquete. Contempló las bolas en silencio.
-Venía a ponerlas otra vez -dijo Dámaso.
-Por supuesto -dijo don Roque.
Dámaso estaba lívido. El alcohol lo había abandonado por completo, y sólo
le quedaba un sedimento terroso en la lengua y una confusa sensación de
soledad.
-Así que éste era el milagro -dijo don Roque, cerrando el paquete-. No
puedo creer que
seas tan bruto. -Cuando levantó la cabeza había cambiado de expresión-.
¿Y los doscientos
pesos?
-No había nada en la gaveta -dijo Dámaso.
Don Roque lo miró pensativo, masticando en el vacío, y después sonrió.
-No había nada -repitió varias veces-. De manera que no había nada.
-Volvió a agarrar labarra, diciendo:
-Pues ahora mismo le vamos a echar ese cuento al alcalde.
Dámaso se secó en los pantalones el sudor de las manos.
-Usted sabe que no había nada.
Don Roque siguió sonriendo.
-Había doscientos pesos -dijo-. Y ahora te los van a sacar del pellejo,
no tanto por ratero como por bruto.