Recuerdos de Pablo Neruda, cuya tumba ha sido abierta por orden de la justicia chilena
Pablo Neruda, El Poeta./eltiempo.com |
Hubo un libro fundamental en mi formación literaria: El viajero
inmóvil: Introducción a Pablo Neruda, del crítico uruguayo Emir
Rodríguez Monegal. Recuerdo que mi primo Oscar Alarcón Núñez, que
entonces se iniciaba como reportero en El Espectador y vivía en mi casa,
había comprado el libro y después de leerlo me lo había prestado. Esto
fue a mediados de 1968. Yo acababa de publicar la primera edición de El
laberinto, que era un cuadernillo de 8 páginas y que, sin embargo, me
había otorgado cierta notoriedad en el mundillo literario de Bogotá. Era
un poema híbrido: allí hablaba de Sartre, de Neruda, de Antonioni. Me
había impresionado la película El desierto rojo, donde Mónica Vitti
hacía el papel de mujer ávida de afecto, tal como le acontecía a María
Angélica Solano, la prima a quien estaba dedicado el poema.
En aquella época yo andaba buscando afanosamente un lenguaje propio.
El experimento era un reguero de influencias mal asimiladas: allí estaba
el trastocamiento de la ortografía a lo Cortázar, el monólogo nervioso
en segunda persona a lo Carlos Fuentes, los juegos del tiempo en el
espacio urbano a lo Vargas Llosa y la disposición de párrafos muy breves
a manera de pensamientos, entre comillas, a lo Rulfo. De quien menos
tenía influencia era de García Márquez —el quinto de mis narradores
preferidos, entonces, junto con los anteriores—, porque precisamente yo
libraba una batalla sin tregua para huir de su cercana y pesada sombra.
El laberinto, poema en prosa y en verso, vanguardista, era lo
contrario de mis poemas anteriores, casi siempre breves, de gran
intensidad amorosa, con hondas reminiscencias del modernismo y del
primer Neruda y en su mayoría telúricos. Era, pues, un niño que escribía
versos en las tinieblas. Durante casi diez años planeaba febrilmente,
día y noche, durante las horas escolares, centenares de poemas
—místicos, en algún tiempo; políticos hacia 1960 y 1962—, con una
fecundidad que ahora me impresiona.
Entonces la lectura de un libro como El viajero inmóvil vino a
partirme en dos la existencia: puso orden en mi oficio, me enseñó a
saber que la poesía era también voz del inconsciente, voz del visionario
y voz del vaticinador. Me enseñó que el poeta también era un ser
político, un escritor de variados géneros y un hombre con todas las
posibilidades para realizarse en el amor y en la felicidad. Me enseñó
muchas cosas vitales y me abrió los ojos hacia diversas raíces
literarias. Desde entonces, Neruda se entronizó como dios mayor en mi
poesía y en mi vida. Cuando terminé el libro y lo volví a leer enseguida
con la más ardiente emoción, sentí que yo era otro poeta y otro hombre.
Inmediatamente compré Genio y figura de Pablo Neruda, escrito por su
ahijada y secretaria Margarita Aguirre, quien años más tarde daría a
conocer una versión más amplia con el nombre de Las vidas de Pablo
Neruda, título que casualmente yo le había puesto a un artículo mío
sobre el poeta.
Para colmo de la alegría y de la obsesión, para esta fecha —octubre
de 1968— llegó Neruda a Bogotá, después de una ausencia de 25 años. Luis
Fayad, primero, y luego Álvaro Miranda, fueron testigos de mi emoción,
mi ayuno y mi sola devoción. Lo vi cuando descendió por las escalerillas
del avión que lo trajo de Caracas, junto con Matilde Urrutia, su
tercera esposa y musa de sus últimos 20 libros, vestida ella con un
radiante traje amarillo. Lo vi cuando recibió el abrazo de Jorge Zalamea
y de Jirina, su esposa checa, y los saludos afectuosos de Eduardo
Carranza, Arturo Camacho Ramírez, León de Greiff, Gilberto Vieira, Jorge
Regueros Peralta, Jorge Rojas y otros amigos colombianos. Lo vi cuando
repartió saludos y autógrafos a admiradores y a colegialas que fueron a
recibirlo al aeropuerto Eldorado. Lo vi cuando Álvaro Miranda le entregó
poemas nuestros, los cuales recibió con paternal calor, balbuciendo un
“muchas gracias” con su inconfundible acento del sur de Chile. Lo vi
cuando salió con Matilde, el embajador de Chile y otros amigos suyos
hacia el automóvil del diplomático y cuando su cuerpo de gigante
bondadoso pasó junto a mí como navegando en la niebla.
Cuando se sentó en la parte delantera del automóvil, junto a Matilde,
yo, solidario, le hice un rápido saludo con la mano derecha. Matilde le
llamó la atención con el codo, susurrándole algo al oído. Neruda de
inmediato devolvió mi saludo, quitándose la cachucha, emocionado, con
una amplia sonrisa al tiempo que achinaba los ojos.
No supo nunca Rodríguez Monegal, el inmenso servicio que prestó a
este adolescente —tenía yo entonces 22 años— mareado, inseguro,
confundido, que desde ese inolvidable año 68 sabía ya qué quería y qué
buscaba entre los procelosos laberintos de la escritura.
En julio de 1970 era yo todavía un joven de endemoniada timidez,
lleno de profundos complejos y anegado de falsos orgullos y de gratuitas
prevenciones contra escritores famosos y poderosos. Mi gran amigo y
maestro Manuel Zapata Olivella, me invitó a que hiciera parte de la
delegación colombiana al III Congreso Latinoamericano de Escritores, que
se celebraría en Caracas, junto con León de Greiff, Germán Arciniegas,
Fernando Charry Lara, Fanny Buitrago, Dora Castellanos, Germán Espinosa,
Carlos Perozzo, David Bonells Rovira, Carlos Celis Cepero, Jaime Tello,
Clemente Airó, Germán Posada Mejía, Mario Laserna, Hernando Vega
Escobar y otros destacados intelectuales del país.
Entre los escritores venezolanos y de otros países que allí se
congregaron recuerdo a Miguel Otero Silva, Arturo Uslar-Pietri,
Guillermo Meneses, Pedro Sotillo, José Ramón Medina, Luis Pastori,
Caupolicán Ovalles, Elvio Romero —el valeroso poeta paraguayo con quien
trabé amistad—, Benjamín Carrión, Ricardo E. Molinari, Ricardo Gullón,
C. Córdova Itúrburi —tío del Che Guevara—, Ángel Rosemblant, Roberto y
Sara de Ibáñez, Silvina Bullrich, Henri Charriere, “Papillón”, cuya fama
comenzaba, Rosario Castellanos, Enrique Anderson-Imbert —quien tuvo una
inolvidable discusión sobre Shakespeare con Carlos Perozzo—, Ulises
Petit de Muriat, Augusto Tamayo Vargas, Augusto Céspedes, Braulio
Arenas, Rubén Astudillo, Lucila Velásquez —que había sido novia de Fidel
Castro en México en los años 50—, Pablo Antonio Cuadra, Rogelio Sinán y
el admirado Emir Rodríguez Monegal.
Existía la posibilidad de que Neruda —quien se encontraba en Brasil—
llegara de un momento a otro por vía marítima. Pero pasaron dos días con
sus noches y el autor del Canto general no aparecía por parte alguna.
Mientras tanto, me pareció lo más natural acercarme al crítico uruguayo
para desahogarme, para hablarle del fantasma que se me atragantaba
febrilmente; quería darle las gracias por su libro, por haberme ayudado a
descubrir mis propias raíces y a encauzar mis propias obsesiones. Pero
cada vez que lo intentaba me esquivaba con evidente antipatía, yo diría
que con fastidio, y desde el primer momento me decretó una severa
distancia. La jovencita norteamericana que lo acompañaba, en cambio, me
saludaba siempre con la más fresca de sus sonrisas. ¡Qué gran escenario
hubiera sido aquel, frente al mar Caribe, en la patria de Bolívar, en el
paradisíaco balneario de Puerto Azul, a pocos kilómetros de La Guaira,
con Neruda presente y todos mis demonios en ebullición, para conversar
con Monegal sobre El viajero inmóvil. La emotividad de la juventud o su
prevenida timidez aleja muchas veces a quienes queremos expresarle
nuestro afecto.
Una mañana, de regreso al hotel en compañía de Fanny Buitrago, quien
venía del mar, observé reflectores, lamparazos y camarógrafos de la
televisión y de noticieros cinematográficos. Me acerqué al “lobby” del
edificio y allí, en un descanso de la escalera principal, vi primero la
cachucha verde, luego el inconfundible perfil, el esbelto rostro pálido y
la mirada serena bajo los grandes párpados: estaba allí de cuerpo
entero, Pablo Neruda, alto, poderoso, paternal, conversando
distraídamente con su entrañable amigo Otero Silva, muy cerca de Matilde
y de Elvio Romero.
Sobreponiéndome a mi timidez me lancé a saludarlo en mi calidad de
miembro de la delegación colombiana. Neruda estrechó mi mano con
efusividad, balbuceó algo afectuoso sobre Colombia y esperó a que Fanny
también lo saludara. Al contrario de su biógrafo uruguayo, el gran
chileno mostraba una enorme sencillez, revestida de una espléndida
alegría.
Durante los tres días que duró el evento anduve muy cerca de Neruda,
sin que, desde luego, él se percatara de su observador, pues aparte de
mi timidez sentía temor enfermizo al rechazo. Lo admiraba, confundido
entre las docenas de mesas circulares en el amplio comedor, entre los
formidables almuerzos y las suculentas cenas. Lo veía a lo lejos apurar
con lentitud un vaso de whisky. Miraba su esbelta figura, grueso de
tórax y delgado de piernas, tomar del brazo a mi compatriota León de
Greiff, los dos solos, mientras contemplaban el mar infinito. Pensaba yo
entonces: “¿De qué hablarán este par de colosos marinos mientras
contemplan el insondable teatro de sus poemas?” Veía también a Neruda
llegar con pasos lentos a la tribuna donde se llevaban a cabo las
sesiones del Congreso: se sentaba sin prisa y desde allí, con los ojos
achinados, saludaba a Córdova Itúrburi, que se hallaba en la última
esquina de la enorme sala. El poeta chileno escuchaba las ponencias de
los delegados, oía a Caupolicán Ovalles hablar de “los ojos tristes de
Pablo Neruda” y él en su trono, tranquilo, con los párpados
entrecerrados que disimulaban su eterna alegría de niño, escribiendo
mientras tanto con una pluma de tinta verde, el discurso que
pronunciaría minutos después.
Y lo recuerdo, más cerca, de espaldas y de perfil, a pocos pasos de
mí, durante el recital colectivo ofrecido en el auditorio de la
Universidad Central, en Caracas, junto con De Greiff, los Ibáñez,
Molinari y Otero Silva. Los delegados al Congreso estábamos sentados en
el escenario, detrás de ellos y frente al público. A un lado, mirando
nuestros perfiles, en el mismo escenario, se hallaban algunos invitados
de honor, entre ellos Matilde Urrutia, María Teresa de Otero Silva y
otros que no recuerdo.
Se trataba de un recital en beneficio de los damnificados de un
reciente terremoto acontecido en Perú. Me parecía increíble tener a
Neruda ahí, muy cerca de mí, a menos de un metro, durante tres horas,
vestido con un traje de dacrón gris claro, zapatos de gamuza, camisa
blanca y corbata roja, un poco tímido, discreto, serio y feliz, leyendo
Alturas de Macchu Picchu con esa voz única de salmodiante, mientras su
compañera Matilde, pequeña y pelirroja, de ojos grandes y expresivos lo
observaba rígida y devota hasta el final.
Recuerdo que De Greiff —muy admirado y aplaudido por el público de
Venezuela—, con su exagerada manera de fumar en su singular boquilla
blanca, ocasionó un acceso de tos a Molinari, quien tuvo que abandonar
el escenario durante varios minutos. Y sin querer, también botó al piso
con su codo la cachucha de Neruda. Este terminó su recital leyendo
Testamento de otoño, poema final deEstravagario, libro al que yo debo la
alegría de vivir. Desde que comenzó su lectura yo anduve pendiente de
la expresión que pondría el público cuando llegara a los versos que
dicen: “En fin, podemos existir, / aunque no acepten nuestras vidas /
unos cuantos hijos de puta”, que simbolizan la apoteosis de su amor por
Matilde. Pero Neruda dijo los versos con la misma expresión de tierna
letanía con que había leído sus poemas anteriores. Matilde siguió con la
misma inmovilidad devota y el público continuó con la misma admiración
expectante de siempre.
Cuando terminó el acto, el público, compuesto en su mayoría por niñas
y estudiantes, se abalanzó sobre Neruda con libros, cuadernos
escolares, papeles y hasta servilletas, para que el poeta estampara su
autógrafo, pero Matilde se levantó de su silla y comenzó a apartar a su
marido de los admiradores. “¡Pablo está enfermo!”, exclamaba. “No lo
molesten!”, en tanto que él, como un gigante pasivo y amable, se abría
camino entre la multitud hasta ser rescatado por el brazo generoso de
Otero Silva.
Más tarde, durante un intermedio de un bellísimo espectáculo de
ballet folclórico efectuado en un teatro cerca de Macuto, invité a De
Greiff a tomar una CocaCola. Él me preguntó: “¿Y usted tiene moneda?”. Y
yo le dije: “Esto es gratis”. Y hundí el botón del aparato que nos
llenó el par de conos de cartón. En ese momento pasó Neruda y se detuvo
un instante frente al maestro colombiano. Lo saludó calurosamente y De
Greiff me presentó en términos excesivamente generosos teniendo en
cuenta su proverbial parquedad para los elogios. Enseguida se acercó un
grupo de personas y alguien le preguntó a quemarropa: “Maestro Neruda:
¿Qué piensa proponer en este Congreso? Y él rápidamente respondió: “Voy a
proponer un congreso para acabar con todos los congresos!” y se alejó
trabajosamente entre el montón de gentes que lo rodeaba, sin dejar un
sólo momento su traviesa risa infantil.
* Círculo de Poesía - Revista electrónica de literatura . 8 de April
del 2013. Publicación semanal editada por Territorio Poético A.C.
Azabache 136-A Lomas del Mármol, Puebla, Pue. C.P. 72574.
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