miércoles, 16 de octubre de 2013

Carácter y destino

Las series de televisión se han apoderado de la imaginación narrativa de casi todos nosotros

Bryan Cranston como Walter White,  Di mi nombre, Heisenberg, en la finalizada serie Breaking Bad./elpais.com
Parece indudable que las series de televisión se han apoderado de la imaginación narrativa de casi todos nosotros. Las hay sumamente sofisticadas y contundentemente sencillas, directas como un derechazo en la barbilla y enredadas en inextricables meandros como el jardín borgiano de los senderos que se bifurcan: intrigan, denuncian, estimulan la libido, hacen reír, parodian o retratan… Cada cual se define por sus preferidas —dime qué serie te gusta y te diré quién eres— hasta el punto de que no me extrañaría que pronto fuera obligatorio confesarse al respecto en los perfiles curriculares. Algunas aprovechan eficazmente un presupuesto modesto con actores eficaces aunque sin especial relieve, mientras otras movilizan ingentes recursos, legiones de guionistas e intérpretes carismáticos que alcanzan mayor renombre que otros de la gran pantalla. En cualquier caso, todas confirman y amplían el criterio de Chesterton de que la literatura (añado: y la estética cinematográfica) es un lujo, pero la ficción es una necesidad.
A los protagonistas de las series también se les puede aplicar la división clásica entre héroes de carácter y héroes de destino. La recuerdo sucintamente: los héroes de carácter viven peripecias destinadas una y otra vez a confirmar o demostrar su personalidad inmutable (don Quijote, Mr. Pickwick, Sherlock Holmes, Charlot…); los héroes de destino despliegan su ejecutoria a lo largo de una evolución que les lleva desde lo que fueron como semilla original hasta alcanzar su estatura definitiva, feliz o desastrada (Madame Bovary, Raskolnikov, Lord Jim, Meursault, el sastrecillo valiente…). Desde luego, estas categorías nunca son absolutamente puras y la tendencia general es que, si duran lo suficiente, todo carácter acabe desembocando finalmente en un destino: don Quijote lo encuentra en la playa de Barcelona y termina siendo Alonso Quijano, el feraz en recursos Ulises llegando a Ítaca y su batalla final, incluso el característico Hercules Poirot remata su trayectoria como asesino en Telón. Sin embargo, aunque imperfecta en ocasiones o dudosa, esta división basta como clasificación elemental. Queremos frecuentar caracteres y conocer destinos: queremos ficción.
Las primeras series de televisión que en España conquistaron el aprecio popular fueron protagonizadas por característicos inolvidables (para nosotros los de entonces, que ya no somos los mismos): Bonanza, Perry Mason y después Ironside, El Santo, El teniente Colombo… Esos episodios paralizaban en sus noches correspondientes el país (recuerden que entonces no podían grabarse, o los veías o te los perdías para siempre) y acaparaban en la mañana siguiente las charlas de colegio y peluquería. Quizá el primer protagonista que mezcló carácter y destino —mejor, que convirtió su carácter en destino— fue David Kimble, el fugitivo. También el no menos atribulado David Vincent en su lucha contra los invasores del espacio… En tiempos recientes, las series basadas en caracteres, como Los Soprano o House, alternan con otras en que prevalece el destino, como El ala oeste de la Casa Blanca —que en mi aprecio sigue inmarcesible— o la decepcionante Perdidos.
La combinación de caracteres complejos y bien trazados con un destino de peripecias cada vez más emocionantes alcanza hoy su ápice en Homeland, cuyo poder de convocatoria de espectadores y apasionados debates iguala casi al de aquellas viejas series del canal único. Para mi gusto, un logro comparable aunque condensado en menos entregas es The bridge. Desde su comienzo en el Puente de las Américas entre Ciudad Juárez (México) y El Paso (Estados Unidos), reminiscente del inicio de Sed de mal, la intriga fronteriza de asesinatos sexuales, corrupción policial, inmigrantes acosados, etcétera, mantiene sin decaer su interés, aunque podría haber sido una más de muchas buenas. Pero la hacen excepcional la eficaz realización, los notables secundarios (el veterano Ted Levine, la inquietante Annabeth Gish), y sobre todo la pareja protagonista, estrictamente inolvidable: el policía mexicano apasionado que busca la rectitud personal y profesional en un mundo torcido, insuperablemente interpretado por Demián Bichir, y la detective yanqui sagaz en su trabajo y autista en todo lo demás, memorable creación de Diane Kruger. No se pierdan esta joya televisiva de una era en que abunda más la purpurina snob que el oro de ley.