sábado, 12 de octubre de 2013

Minicuentos 73



Del encuentro de dos mundos                                                              

    Homenaje  

Profano
Antonio Rodríguez

Hace años, viajando con un arqueólogo por el altiplano de México, encontré en el jacal de un indígena una pieza de rara belleza, que provocó en ambos una reacción muy distinta.
Ignorante como soy de las cosas del pasado… y del presente, sólo advertí lo que de modernísimo existía en aquel pedazo de arcilla, modelada con tanta elegancia por la mano del indio, y sin fijarme que estaba ante un venerable documento de la antigüedad exclamé con una frase socorrida, de profano, pero que reflejaba mi emoción ante la belleza:
—¡Que maravilla!
El arqueólogo, que como hombre de ciencia está impedido de decir palabras vanas, tomó la pieza con gesto de conocedor, le dio dos vueltas a la altura de sus ojos, y después de mirarme con una infinita piedad, exclamó:
—¡Azteca III!

Divorcio azteca
Códice Ramírez

Si acaso se vinieren a descansar (como era costumbre entre ellos en no llevándose bien), hacían partición de los bienes conforme a lo que cada uno trajo, dándoles libertad para que cada uno se casase con quien quisiese, y a ella le daban las hijas y a él los hijos; mandábanles estrechamente que no se tornasen a juntar so pena de muerte, y así se guardaba con mucho rigor.


Elegía
Florentino Chávez
Tú una mame. Una tzetzal. Una otomite. Una pame.
Tú el cerro de la estrella y la laguna de lagartos…Palenque en tus hombros. Ocoxingo en tus rodillas. La isla de Jaina en tus pestañas. El Tajín en tus vértebras. Uxmal como una arracada en tus orejas. Bonampak descansando en tus senos. Mitla en tus negros cabellos. Tula asentándose en tu ombligo. Monte-Albán recortando tu rostro. Y ve: La gran Tenochtitlán refulgiendo en tu frente… ¿Y con todo eso, amor mío, aún piensas dedicarte a la pintura?


El eclipse

Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


La fuente de la eterna juventud
Jairo Aníbal Niño
Y cuentan que don Gonzalo Fernández de Vivar y Montero, durante la conquista, buscó afanosamente por estas tierras la fuente de la eterna juventud. En medio de los pantanos, en la selva, en los páramos, registró el aire, oteó  el lugar donde nacen las aguas, investigó de boca en boca las viejas leyendas. En su caballo pinto vagó muchos años por estos lugares hasta que un día percibió un pequeño cambio; algo así como un anuncio, como un signo. Una transformación del aire, del color de los árboles, del olor del agua. Avanzó hasta un claro del bosque y presenció un espectáculo que lo dejó maravillado. Un tigre, corpulento y feroz rugidomanchadoanaranjado, las garras poderosas y fuertes, el ojo girando,  buscando el colmillo dónde hincar y destrozar, frente al enemigo que lo esperaba sereno con un algo de quietud en el cuerpo. El tigre gigantesco dio un salto en el aire, rugió, cayó levantando la hojarasca, viró presto a continuar el ataque, hasta que sintió el feroz golpe,  la mortal desgarradura, la sangrienta herida en el vientre. La libélula había hecho presa  de él; le había dado la mortal punzadura y el tigre empezó a fenecer bajo la vibradora luz de sus alas. Don Gonzalo acarició  su barba de noventa y cinco años de longitud, espoleó a su caballo y penetró en la floresta húmeda. Y aquel día de gracia de San Martín, en medio de frescas hierbas, con pájaros dorados dando vueltas de carnero en el césped, con roedores de ojos plateados durmiendo la siesta en sus orillas, encontró la fuente de la eterna juventud. Bajó de su caballo pinto y tembloroso hincó la rodilla en tierra declarando esa fuente propiedad de Fernando  e Isabel de Castilla, sacó de su armadura el gran escapulario obsequio del Papa, penetró en la fuente, avanzó mientras entonaba cantos de alabanza a Dios y a María Santísima y murió ahogado en las turbulentas aguas.