miércoles, 21 de agosto de 2013

La ruta de Andrés Caicedo en Cali

En un bus que pasa por el edificio donde se suicidó y va hasta el Valle de los Hongos, los amantes del escritor pueden reconstruir su mundo

Andrés Caicedo, autor de la celebrada novela adolescente, ¡Qué viva la música!./las2orillas.co
Son las 8 y 30 de la mañana y el bus ha llegado puntual al parque de las banderas. 17 adoradores de la obra de Andrés Caicedo se van subiendo a un colectivo que una vez al mes se convierte en una máquina del tiempo. Durante las próximas diez horas recorrerán las mismas calles que cuarenta años atrás caminaría en puntas de pie una rubia, rubísima, una pandilla de hermanos-lobos, un adolescente pálido y miserable.
Un tipo bajito y moreno, con el rostro cuarteado de un acné consolidado por décadas de excesos, nos va hablando del Atravesado y sobre todo de Que viva la música. Es Guillermo Lemos, el hermano de Clarisol, el discípulo aventajado, el amante fugaz. Películas, libros y paraísos artificiales compartieron en dos mil noches en vela. Allí está, sin que la operación a la que fue sometido hace poco más de un mes hubiera hecho mella en su trajinado cuerpo. Guillermito es antes que nada un sobreviviente, el último vestigio de un naufragio.
Detrás de mí un uruguayo que dice ser escritor y que no para de hablar de Onetti le toma fotos al cadáver que alguna vez fue el sitio donde Andrés Caicedo pasaba sus películas. Me imagino que La Ruta de Caicedo, esta iniciativa creada por Guillermito y  Angela Rosa Giraldo, una investigadora formada en la Universidad del Valle quien prepara su tesis de maestría sobre cómo enseñar la obra de Andrés en los últimos grados de bachillerato o primeros semestres de universidad, atraerá a miles de caicedianos esparcidos por el mundo. “Nosotros estábamos cansados de que vinieran a Cali, nos buscaran y me preguntaran donde fue que pasaron los hechos de la novela, de los cuentos. Entonces mejor organizarnos y hacer una ruta” Dice Guillermo quien por estos días está de plácemes no sólo por haber superado una delicada cirugía sino porque La ruta caicediana acaba de ganar la convocatoria Estímulos 2013, que posicionará definitivamente a este recorrido como una de las atracciones turísticas que tendrá Cali en los próximos años.
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El bus de la ruta pasa por el apartamento donde escribió ¡Qué viva la música! y donde se suicidó. FOTO: archivo particular.
Un ansioso turista bogotano todo el tiempo alza la mano y le pregunta a nuestro guía cuando se realizará la primera parada. Lemos le dice que justo cuando lleguen al valle de los hongos en Jamundí podrá bajarse y mirar el río donde alguna vez, hace muchos años ya, unos hippies acidados robaron a un gringo y lo dejaron en bola. El pobre casi muere de insolación. El sol de acá no respeta a nadie, ni siquiera a los turistas. El rolito ya más tranquilo se acomodó en su silla, miró a su novia, una rubia larga y bonita y le apretó la mano. Ya llegarás al valle de los hongos hermano mío, te alejarás unos pasos y entre los arbustos encenderás el primer joint del día. Con el humo en la cabeza comenzarás a ver los fantasmas saliendo de la inmovilidad de los libros y otra vez el parque Versalles y el panamericano se llenarán de muchachitos con camisetas sicodélicas y acetatos debajo del brazo, especulando sobre todas las fiestas de mañana.
Que viva la música como las grandes novelas contiene en la estrechez de sus páginas la desmesura de una ciudad. Allí está Cali como en el Ulises está Dublin o Crimen y Castigo contiene a San Petersburgo.
En la capital de Irlanda cientos de joycianos se reúnen cada 16 de junio para conmemorar ese día de verano de 1906 en que Leopoldo Bloom salió de su casa para ir a un entierro y después llegar al trabajo. Durante un día los lectores del Ulises serán Stephen Dedalus o Molly Bloom. La boca se manchará de la grasa de los riñoncitos asados que comerán mientras hacen la ruta.
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El recorrido reconstruye todos los lugares de su ciudad, Cali que amó y odió, a la que llamó en un cuento: Calicalabozo. FOTO: archivo particular.
En San Petensburgo está la ruta de Raskolnikov. Te meten en un cuartucho, de paredes estrechas con marcas de mugre y de sangre. En esas paredes el joven estudiante estallaba sus piojos. Es verano, el termómetro marca los 38 grados. La camiseta se te pega al cuerpo y en cualquier momento aparecerá la fiebre. El guía te obliga a tomarte tres tragos de vodka, uno detrás de otro y sales de allí, y cruzas la calle y aunque las calles están limpias y hayan pasado 200 años, puedes sentir gracias a la fiebre, al calor y al vodka, el olor a pescado podrido, el bullicio del mercado, el mando del hacha. Las ganas de matar. Llegarás a la fachada de un oscuro edificio, subirás las escaleras de madera y escucharás el eco de tus propios pasos retumbando. Estarás ante una puerta y tocarás tres veces el timbre. Una viejita te abrirá la puerta, te dará la espalda y entonces le verás el cráneo.
En la ruta de Caicedo  no sientes este agobio. Al contrario, si cuentas con los elementos necesarios incluso podrás viajar en el tiempo. Podrás meterte en uno de esos libros que cargan los turistas que hacen conmigo, en sus tardes de desparche, el recorrido por la obra del escritor caleño. Una señora que se ha sentado al lado mío me pregunta con insistencia  que si vamos a entrar al apartamento donde se mató. “Terrible… tan jovencito ¿no? diga usted pobrecitos los papás que son los que se quedan sufriendo”. Yo sonrío y con discreción le voy dando la espalda y me pongo a mirar la calle. En el parque de las piedras me parece ver a un grupo de muchachos buscando pelea. Me restriego los ojos y ya no los veo. Debe ser que bajo este sol de justicia empiezan a aparecer los espejismos.
El bus pasa por San Fernando. Al mediodía, hace cuarenta años esto solía llenarse de estudiantes de la Universidad del Valle, de drogadictos, desempleados, una que otra ama de casa en crisis o raponeros. Lo único que tenían en común era su afición por el cine. Pepe Metralla escribía con su habitual desafuero las reseñas de las películas que pasaba allí. Una guía para el espectador. Unos las dejaban olvidadas en sus sillas, otros se las comían mientras veían la película, los de los últimos puestos las usaban para armar sus baretos y solo unos cuantos buenos amigos las leían, las conservaron y muchos años después las compilaron en un libro al que bautizaron como su revista, la genial y fugaz Ojo al cine. Todo eso nos va contando Guillermito, mientras el rolito calma su ansiedad dándole un beso a la rubia que lo acompaña.
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No podía faltar una estación en el TEC de Enrique Buenaventura donde toda su generación aprendió teatro. FOTO: archivo particular.
Al llegar al valle de los hongos efectivamente el rolito y su pareja se perdieron detrás de unos árboles. Por momentos me llegaba el olor del mango biche. Cali y Jamundí han cambiado hasta tal punto que si Caicedo se despertara de su tumba convertido en un zombie no reconocería sus calles. Lo que vemos son las ruinas del esplendor pasado, cuando Cali, justo por la época de los Juegos Panamericanos, se despertó culturalmente y muchachos que apenas pasaban de los veinte años sacaron las cámaras a la calle y comenzaron a filmarla, a inmortalizarla. Murieron y dejaron obra. Después vino el narcotráfico, la plata que todo lo que corrompe y Cali no fue más capital de ningún cielo.
Volvemos a estar en el bus. El rolo parece haber recibido la dosis que necesita, atosiga a su compañera con una estrafalaria historia ocurrida en High Ashbury, por allá en los sesenta, “Cuando los sueños se hacían realidad” Dice este aspirante a hippie. Cierro los ojos por un momento y me quedo dormido. No soñé con nada.
El recorrido está a punto de terminar. Estamos en el cementerio, frente a la tumba de Andrés. Alguien ha dejado unas flores. Hubo una época a principios de los ochenta, donde nadie se acercaba a ese lugar. Colombia, como buen país católico castiga a sus suicidas con el látigo del olvido. La fama viene a sorprender a Andrés cuando ya está en la adultez de su muerte. Está enterrado con otra persona, con un niño. Me acordé de Thomas Bernhard y su tumba compartida con un matrimonio. Pobrecitos, mejor pasar la eternidad solos que con una compañía. A la larga después de cierto tiempo el otro siempre se convierte en una carga. Mis compañeros de ruta comienzan a dispersarse. Guillermito nos va entregando un CD con la banda sonora de Que viva la música, la novela. Me empiezo a dar cuenta que la gran mayoría de los que hicieron el recorrido eran extranjeros que seducidos por la obra de Andrés Caicedo habían descubierto que Cali era mucho más que un punto en un mapa.
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Una de las paradas de la ruta es en el Cementerio de Cali donde está enterrado Andrés Caicedo. Esta es su tumba. FOTO: archivo particular.
Caía la tarde y el calor se disipaba. Me dieron ganas de tomarme una cerveza.  A lo lejos, saliendo del cementerio, vi a un grupo de muchachos caminar en silencio.  Uno de ellos, el que llevaba un radio transistor donde se alcanzaban a escuchar los ecos de Moonlight Mile, se estaba rezagando. Lo alcancé y le vi en el rostro la marca de una infinita tristeza. Estaba pálido y miserable. Después miré para adelante y ya no estaba el grupo, solo estaba ella, caminando en puntas de pies, dejando que el viento jugará con su cabellera espesa y rubia. Rubísima.
A esa hora ya no hay espejismos.