Y ahí entra un Mario Conde más desengañado y cínico que nunca. Una figura algo desesperada pero no desesperanzada que es contratado por el hijo de Daniel, Elias, un judio neoyorquino, artista, grandote y honesto que quiere saber qué pasó con el lienzo y, aunque no lo confiese, quién se lo quedó y mandó a sus abuelos y a su tía Judith a la muerte
El S.S. Saint Louis fondeado en el puerto de La Habana, en 1939, esperando permisos./elpais.com |
En 1939 el S.S. Saint Louis
estuvo fondeado varios días frente a La Habana. En él viajaban novecientos
judíos que tenían la esperanza de encontrar en Cuba un lugar del que
escapar de la barbarie nazi. La familia del niño Daniel Kaminsky, que
esperaba en la orilla con su tío Joseph, tenía un as en la manga para
conseguir quedarse: un pequeño lienzo de Rembrandt que había pasado de
generación en generación y con el que tenían la esperanza de comprar a
las autoridades cubanas. Pero nada salió bien, los judíos fueron
enviados de regreso a una muerte segura en Europa y el cuadro
desapareció.
Ese es el fascinante y crudo punto de partida de Herejes, la última novela de Leonardo Padura (La Habana, 1955) que Tusquets publica el 28 de agosto y de la que hoy ofrecemos en exclusiva el adelanto del tercer capítulo.
En 2007, un descendiente de aquellos judíos pide a Mario
Conde, ex policía, librero y a veces detective, que aclare qué ha pasado
con el lienzo, que aparece en una subasta en Londres. Nos embarcamos
entonces en una aventura que no da respiro, un relato del dolor de los
judíos a lo largo de los siglos, de la desesperación de los cubanos, de
la avaricia y la desdicha. La mejor novela de las ocho que ha escrito
Padura con Conde como protagonista.
Herejes es una novela sobre el dolor. El de la
pérdida de los seres queridos, el de la pérdida de la esperanza, de las
ilusiones. El dolor del desarraigo, de la frustración por no poder ser
lo que se quiere. Se trata de una obra compleja, con saltos temporales,
de la Cuba de la década de los 50, a la de los primeros años
revolucionarios, pasando por el Amsterdam del XVII, con su efervescencia
pictórica y su tolerancia religiosa. Escenarios de cambio político y
social elegidos y combinados de manera magistral por el autor de El hombre que amaba a los perros
(Tusquets), que viaja hasta esos Países Bajos que siguen luchando
contra España para explicar el origen del lienzo pintado por el gran
maestro holandés, que usa como modelo a un judío que se rebela contra
las prohibiciones de los suyos. Porque Herejes es también eso:
un conjunto de seres que luchan contra la dictadura en todas sus formas,
que buscan la libertad individual por encima de cualquier cosa.
Conde, más melancólico, más enfadado, mejor
Y ahí entra un Mario Conde más desengañado y cínico que
nunca. Una figura algo desesperada pero no desesperanzada que es
contratado por el hijo de Daniel, Elias, un judio neoyorquino, artista,
grandote y honesto que quiere saber qué pasó con el lienzo y, aunque no
lo confiese, quién se lo quedó y mandó a sus abuelos y a su tía Judith a
la muerte. Conde, que se define como “un comemierda con dos doctorados”
acepta el encargo para ganar unos buenos dólares, pero dice de sí
mismo: “Yo no soy detective. Fui policía y ahora no soy nada”.
A través de los personajes, la obra analiza más y mejor que
otras anteriores de la serie la situación de Cuba y la pérdida
progresiva de toda esperanza.
“A sus 54 años cumplidos Conde se sabía un pragmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. (...) Apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes”.
¿Y qué país es ese? Pues uno que ha ido de la esperanza al
desencanto, la miseria, el ahogo y la corrupción. O, en palabras de
Conde:
“Coño, Manolo, me parece que voy a cumplir cien años. No entiendo ni timbales.Tanto que nos jodieron la vida con, el sacrificio, el futuro, la predestinación histórica y un pantalón al año, para llegar a esto…”
Para los fans del que fuera 10 años policía en La Habana,
tranquilidad: sigue siendo un amante de los libros, sigue soñando con
escribir esa novela parecida a las de Salinger, sigue disfrutando de la
vida con las comilonas que prepara la madre de Carlos El flaco y
“hablando mierda” con los amigos y sigue, aunque él no termine de
comprenderlo, con la apabullante Tamara.
Leonardo Padura entre burgueses neerlandeses del siglo XVII
El mayor mérito de la novela es que, al tiempo que
disfrutamos del mejor Conde, nos muestra con crudeza y realismo lo peor
de la persecución y las matanzas de judíos en el siglo XVII, una
narración conseguida a partir de “una exhaustiva investigación histórica
y con documentos históricos de primera mano”, en palabras del propio
Padura, y nos mete de lleno en la realidad cubana, compleja y dura.
No se puede contar mucho más sin estropear la trama. Sólo
decir que en la resolución de las historias, como en cada novela de
Conde, como en la vida, hay una dosis de dolor y otra de esperanza. Y
los protagonistas no escapan impunes. Que la disfruten.