Protagonizada por su álter ego, Emilio Renzi, la novela El camino de Ida recrea los años del autor en Estados Unidos y rinde homenaje a su gran pasión: el policial negro
Ricardo Piglia, vuelve por sus fueros: adelanta El camino de Ida./ Rodrigo Néspolo./adncultura.com |
En el origen se esconde una paradoja: camino de ida
debe traducirse, cuando de Ricardo Piglia (Adrogué, 1940) se trata, como
camino de vuelta. En sentido literal, porque después de décadas de
enseñar en Estados Unidos (en la Universidad de Princeton), con un
régimen que lo obligaba a pasar dos años en el norte y le permitía
recalar un tercero en el hemisferio sur, le llegó la hora del retiro y
el retorno voluntario y definitivo a Buenos Aires. Y en sentido
simbólico, porque como efecto colateral, la escritura se convirtió en un
espacio inédito, abierto a la más benigna de las experimentaciones: la
disposición de tiempo.
Autor de narraciones que decantaron laboriosamente -el
paradigma de esto acaso sea la memorable La ciudad ausente-, publica su
nueva novela, El camino de Ida, a menos de tres años de Blanco nocturno,
otro proyecto que fue destilando de manera alambicada. Cuando se le
pregunta por lo inesperado de la celeridad editorial, Piglia asegura que
no sólo hay un estrecho intervalo de publicación. Tampoco había escrito
nunca un libro a este ritmo. "Me llevó apenas un año. Cuando enseñaba,
aunque no me faltaba tiempo, era muy difícil correr la carga hacia la
escritura. Sólo podía dedicarme parcialmente. Los proyectos de larga
duración los dejaba para el año que pasaba en Buenos Aires. Aquella
forma de trabajar daba su resultado, porque volver a un libro después de
dos o tres años permite ver mejor detalles que antes no se detectaban.
En este caso me interesó sin embargo la novedad de la improvisación.
Trabajar sobre un tono, sin salirse de ahí. Sólo sabía que iba a estar
escrita en primera persona por Renzi y que, básicamente, la novela sería
sobre mi experiencia en Estados Unidos."
Piglia sostiene que siempre le atrajo la sensación de
extranjería y la idea de escribir una novela imbuida de "la lucidez
medio nocturna de otra lengua". El voluminoso diario que lleva desde
hace años (y del que hace poco comenzó a publicar algunos fragmentos)
fue una de sus fuentes para reencontrar esos detalles autobiográficos
que impregnan su libro.
El camino de Ida frecuenta las obsesiones e intereses
de las restantes narraciones de Piglia, bajo un prisma narrativo
distinto. En su tranco fluido, la narración pasa por capas de homenajes
apenas velados: al policial negro, al que el autor le dedicó su pasión
analítica, pero también a tradiciones estadounidenses menos exploradas.
Emilio Renzi (álter ego de Piglia que desde hace tiempo goza de
reconocida independencia) narra su experiencia como profesor en Estados
Unidos, adonde llega convocado por Ida Brown, una brillante intelectual
de la academia norteamericana. Crítica y ficción se mezclan hasta dar
forma -vuelta de tuerca al policial contemporáneo mediante- a una trama
en que coinciden literatura y política.
-¿Podría decirse que Blanco nocturno fue tu novela pampeana y que El camino de Ida es tu novela americana?
-Quizá sea inevitable describirla así. Primero, porque
intento narrar de modo imaginario, aunque con toques autobiográficos,
una experiencia en ese país determinado, incluida la extrañeza que
produce el desenvolverse en un idioma ajeno, en el que uno nunca puede
estar seguro, como le ocurre a Renzi, que siempre cree estar
entendiendo, en particular con las mujeres, frases equivocadas .
Segundo, porque la literatura norteamericana siempre estuvo muy presente
en mí y en la gente de mi generación, la de los Puig, Saer, Briante.
Más allá de las diferencias que uno pueda tener con el Estado
norteamericano, que es otra cosa, siempre admiramos la música, la
literatura, el cine de Estados Unidos. El camino. es mi manera de
hacerme cargo de cuestiones sobre las que vengo leyendo y pensando desde
hace tiempo. Pero al mismo tiempo es muy argentina, ¿no? Está muy
ligada a cosas que me pasaron acá.
-Hay dos novelas en El camino. Una, de campus, que
incluye una intriga amorosa entre Renzi e Ida, y después, otra que se
torna policial y paranoica.
-Y que se conectan en algún lugar, un poco como pasaba
en Respiración artificial. En ese sentido se las podría poner en
relación, porque en las dos novelas hay fusiones medio contingentes,
aunque son muy distintas en tono. El camino. es narrativamente más
lineal. Sobre el campus como escenario diría que me interesó una especie
de malentendido que hay en la academia norteamericana, al menos en la
Costa Este y en California. El debate cultural, en el plano de la
literatura, de los estudios culturales, está muy politizado, son todos
izquierdistas pero, por supuesto, a nadie se le ocurre mover un dedo. El
personaje de Ida Brown, la profesora, además de reflexionar sobre esas
cosas, pensó en actuar. Tiene algo de chica de Filosofía y Letras de los
años 70 en la Argentina, que de tanto hablar de Perón se dijo que tenía
que hacer algo.
-A Renzi, Sacramento, la capital de California, le
recuerda La Plata y cuando ve a un grupo de latinos piensa en que a
Estados Unidos no le vendría mal un poco de peronismo. "Mis grasitas",
se dice irónicamente al verlos . ¿A qué apunta exactamente ese
comentario del personaje?
-En Estados Unidos hay una violencia que a los
norteamericanos les cuesta reconocer. Es como si carecieran de la
mediación que promueve entre nosotros el peronismo. Dejando a un lado
todos sus problemas, el peronismo ofrece la sensación de que hay algo
colectivo, la ilusión de que si hay una injusticia se puede recurrir
ahí. En Estados Unidos -y es algo que se percibe claramente cuando se
vive allá- un obrero al que echan muy amablemente de un día para otro
vuelve a su casa y no tiene con quien hablar, en quien apoyarse. Cuando
un buen día agarra una escopeta y empieza a matar gente, es imposible no
ver eso desde una perspectiva política, por más que la sociedad
norteamericana tienda a decir que son psicóticos. Bueno, quizá sean
psicóticos a los que podría curar un poco de peronismo [Piglia se ríe].
-Quizá el psicoanálisis, que no se practica más allá de Nueva York o algún otro lugar progresista, podría ayudar.
-Pero tampoco está esa mediación. [Norman] Mailer decía
que no se puede ser liberal y freudiano al mismo tiempo. Es una frase
buenísima porque se puede pensar como un liberal pero al mismo tiempo no
se puede dejar a un lado que hay pulsiones, cosas que no se van a
resolver solamente conversando, con esa gentileza que allá funciona tan
bien y después termina saltando por el lado menos esperado. Todo esto
dicho con ironía, porque acá tenemos nuestra propia locura, ¿no?
-Por momentos -cuando visita a un detective, por ejemplo- Renzi parecería deslizarse en el interior de un film noir.
-Pero la verdad es que yo conocí a un detective. Fue
por intermedio de una amiga, que lo había contratado para que localizara
a la madre. En ese momento estaba investigando, por encargo de una ONG
de derechos humanos, el asesinato de tres hombres de raza negra en Irak.
También es cierto que, como Parker, el detective de El camino., tenía
una novia que lo había dejado, y que me usó para ver si podía
reconquistarla. El personaje me servía para entrar en una serie de
informaciones que de otra manera iban a resultar muy inverosímiles. Por
ejemplo, para que le prestara el carnet con que Renzi entra a la cárcel
para entrevistarse con alguien, pero es una broma porque ¿quién puede
imaginarse a Renzi como detective?
-Resulta inevitable imaginar un homenaje a los
clásicos policiales. Sobre todo porque la figura del detective se diría
una especie en extinción, alguien dedicado a investigar a lo sumo
infidelidades.
-Yo también lo veo así. Pero en Estados Unidos existe
una industria del juicio importante, y los investigadores pueden
aprovechar esa situación para ganar algo de dinero. Para mí fue una
experiencia divertida conocer a un detective de verdad. El hombre estaba
rodeado de computadoras, no salía nunca a la calle. Era lo opuesto al
mito que nos viene de la literatura.
-En Respiración artificial, que es de 1980, se
nombra a escritores norteamericanos como Donald Barthelme, Thomas
Pynchon, incluso William Gaddis. Es llamativo porque esos autores casi
no circulaban todavía en castellano. ¿Cuándo entraste en contacto con
sus libros?
-Los leí cuando fui a Estados Unidos por primera vez,
en 1977. En vez de exilarme, encontré esa manera de salir un poco del
país. Empecé a pasar un semestre allá. La primera vez me tocó San Diego,
donde había un personaje divino, Joseph Sommers, un tipo del Partido
Comunista norteamericano que cuando se puso muy pesado el macartismo se
metió en la academia como quien se esconde. Pero el lugar en el que
estaba viviendo era La Jolla, donde residía y murió Chandler. Pensé que
no iba a parar de hablar de él, pero, aunque parezca increíble, nadie lo
conocía. En todo caso, fue por aquella época cuando, gracias a las
buenas revistas literarias que hay allá, me puse al día con los
escritores que acabás de nombrar.
-A esos escritores se les podría agregar Don
DeLillo, otro de los grandes narradores de la paranoia contemporánea. La
aparición en El camino de Ida de Munk, o Recycler, parece una alusión
directa a esa línea central de la literatura americana más reciente.
¿Hasta qué punto el personaje se basa en el famoso y enigmático
Unabomber? ¿Y qué te interesó de él?
-Munk está libremente inspirado en él, pero muchas
cosas son verdaderas. El original era lector de Joseph Conrad,
especialmente de El agente secreto, y en los hoteles firmaba como Kurz o
el Marlow de Conrad. Otro dato real es que el FBI lo buscó durante
veinte años. No lo habrían encontrado nunca si no fuera por el canalla
del hermano, que lo denunció. También me gustó que el hermano
descubriera que él era Unabomber porque en el manifiesto que escribió
encontró un elemento estilístico que le resultaba familiar. Después está
la cuestión de la paranoia. En Estados Unidos hay una suerte de
cordialidad profesional donde todo va quedando registrado para emerger
cuando convenga. Es distinto en la Argentina, donde la vigilancia está
más ligada a la intimidación.
-Recycler, es decir Munk, que domina la última parte
de la novela, leyó a Horacio Quiroga y en su biblioteca, se descubre,
tenía un ejemplar de Argentina, sociedad de masas, de Torcuato Di Tella.
-Y es cierto. Unabomber lo tenía en su biblioteca. Como
novelista, no podía dejar pasar la oportunidad. Por lo demás, sabía muy
bien castellano, a tal punto que buena parte de su diario estaba
escrito en nuestro idioma. Lo más interesante del personaje, de todos
modos, era aquello de que no quería que lo consideraran loco porque si
no sus ideas quedarían descalificadas. Al final terminó cediendo, en una
situación muy dostoievskiana.
-La vecina de Renzi, Nina, parece tener algo de Nina Berberova, la escritora rusa que vivió en Estados Unidos. ¿La conociste?
-Sí, vivíamos en el mismo barrio y me encontré con ella
un par de veces a fines de los años 80 o principios de los 90. Me
impresionó su manera de ser. Era uno de esos personajes que no se
pusieron nunca en una posición política de derecha, pese a haber pasado
por experiencias terribles en la Unión Soviética y en Europa. La gente
que está fuera de contexto es narrativamente muy interesante porque
tiene una versión de su vida mucho más condensada. Tienen que contarla
rápido para que se sepa enseguida quiénes son, de qué lado están, en qué
andan.
-Hay una idea que expresa ella en la novela y que es
clave: sugiere que el modelo de las grandes ficciones solía ser el
aventurero o el dandi, pero que en el siglo XXI ese modelo será el
terrorista. Ya en el siglo XIX, la figura del terrorista fascinó a
muchos escritores. ¿Qué lo vuelve tan atractivo ahora, más allá de su
actualidad?
-Son ficciones sociales, grandes personajes que
encarnan imaginarios atractivos o que aterrorizan. En la Argentina,
también fueron muy valorados los héroes del anarquismo. Y otra relación
muy interesante es la que existe entre propaganda y acción armada. Son
cosas que capturan el imaginario de los novelistas porque es un modo de
hacerse leer. Cuando Munk dice -y la cita es textual- que tuvo que matar
con sus cartas-bomba a algunas personas porque lo que se dice en un
libro termina perdiéndose, está señalando que para llamar la atención
hay que encontrar algo extraliterario. DeLillo tiene reflexiones muy
interesantes sobre ese vínculo en Mao II, que está protagonizada por un
escritor que vive recluido. Últimamente la performance del escritor, la
manera en que hace su presentación, y que es bastante visible, en
realidad es una manera desplazada de producir interés por lo que
escribe.
-¿Por qué el interés en personajes tan extremos, que, con otra impronta, ya aparecían en Plata quemada o Blanco nocturno?
-Me gusta trabajar sobre algo que vaya más allá de la
experiencia de los lectores, con personajes que están fuera de mi propia
órbita. Me gustan otros tipos de libros también, pero cuando escribo me
da curiosidad saber qué pasa por la cabeza de gente que experimenta
situaciones límite, experiencias con las que quizá uno fantasea, pero a
las que nunca llega.
-Aquella idea provocativa de que Gombrowicz fue el
mejor escritor argentino del siglo XX y Borges, el mejor escritor del
siglo XIX encuentra un nuevo contendiente en W. H. Hudson, al que Renzi
define como "uno de los acontecimientos más luminosos de la descolorida
literatura argentina". ¿Qué lugar ocuparía en el canon?
-Es un escritor que le da al siglo XIX una cultura
mucho más sofisticada. Aunque escribe desde Londres y en un inglés
maravilloso, es un acontecimiento extraordinario tener un escritor del
nivel de Conrad en nuestro propio espacio. Tenemos a Sarmiento, a José
Hernández. pero es muy endogámica la literatura argentina. Borges llegó a
decir que hay más presencia de paisaje argentino en Hudson que en la
gauchesca. Como personaje me interesa mucho por su don de observador, su
costado autobiográfico, que es uno de los grandes géneros actuales. Yo
estaba tomando notas sobre él y lo aproveché para el curso que tenía que
dar mi personaje, pero después me di cuenta de que también Renzi estaba
en una situación de doble lengua. Hudson, además, era anticapitalista,
uno de esos escritores arcaicos que reaccionan contra la revolución
industrial y buscan volver a la naturaleza, de ahí la idealización del
gaucho y de aquellos ingleses perdidos en la pampa. La mirada que los
arcaicos tienen sobre el capitalismo es muy lúcida, prenuncian la
ecología. Eso, secretamente, me ayudaba a una conexión con Recycler, o
si se prefiere Munk, que también se fue a vivir a la naturaleza.
-¿Es lícito considerarlo parte de la literatura argentina?
-Sí. Alguna vez habría que hacer una historia sobre los
europeos que vinieron a la Argentina, de Paul Groussac en adelante.
Cuando viene a la Argentina un europeo auténtico (entre ellos está
Gombrowicz) produce un efecto increíble. Un poco en broma, me gusta
llevar la genealogía hasta Luca Prodan, que hizo algo parecido en el
rock. Ahora estoy tras la pista de un italiano que se llamaba Attilio
Dabini, que tradujo a Pavese, y después se volvió a Italia.
-Mientras tanto, ¿cómo se aprovecha la mayor cantidad de tiempo? ¿Cómo sigue todo después de El camino de Ida?
-Ahora estoy escribiendo una serie de cuentos con
Croce, el comisario de Blanco nocturno, en que resuelve problemas, no
policiales, sino situaciones que la gente no comprende. Y también tengo
ganas de escribir un ensayo sobre cómo aparecen representados los
escritores en las novelas. Sería bueno poder hacer una sociedad ideal
-en la que figuren Stephen Dedalus, pero también Tomatis o el Jorge
Malabia de Onetti- donde ver cómo se imaginan los conflictos de los
escritores, el modo en que se ganan la vida, cómo son sus relaciones con
el sexo o la comida.
El camino de Ida
Por Ricardo Piglia
En aquel tiempo vivía varias vidas, me movía en
secuencias autónomas: la serie de los amigos, del amor, del alcohol, de
la política, de los perros, de los bares, de las caminatas nocturnas.
Escribía guiones que no se filmaban, traducía múltiples novelas
policiales que parecían ser siempre la misma, redactaba áridos libros de
filosofía (¡o de psicoanálisis!) que firmaban otros. Estaba perdido,
desconectado, hasta que por fin -por azar, de golpe, inesperadamente-
terminé enseñando en los Estados Unidos, involucrado en un
acontecimiento del que quiero dejar un testimonio.
Recibí la propuesta de pasar un semestre como visiting
professor en la elitista y exclusiva Taylor University; les había
fallado un candidato y pensaron en mí porque ya me conocían, me
escribieron, avanzamos, fijamos fecha, pero empecé a dar vueltas, a
postergar: no quería estar seis meses enterrado en un páramo.
Un día, a mediados de diciembre, recibí un correo de
Ida Brown escrito con la sintaxis de los antiguos telegramas urgentes:
Todo dispuesto. Envíe Syllabus. Esperamos su llegada. Hacía mucho calor
esa noche, así que me di una ducha, busqué una cerveza en la heladera y
me senté en el sillón de lona frente a la ventana: afuera la ciudad era
una masa opaca de luces lejanas y sonidos discordantes.
Estaba separado de mi segunda mujer y vivía solo en un
departamento por Almagro que me había prestado un amigo; hacía tanto que
no publicaba que una tarde, a la salida de un cine, una rubia, a la que
yo había abordado con cualquier pretexto, se sorprendió cuando supo
quién era porque pensaba que estaba muerto. ("Oh, me dijeron que te
habías muerto en Barcelona.")
Me defendía trabajando en un libro sobre los años de W.
H. Hudson en la Argentina, pero el asunto no prosperaba; estaba
cansado, la inercia no me dejaba mover y estuve un par de semanas sin
hacer nada, hasta que una mañana Ida me localizó por teléfono. ¿Dónde me
había metido que nadie podía encontrarme? Faltaba un mes para el inicio
de las clases, tenía que viajar ya mismo. Todos me estaban esperando,
exageró.
Le devolví las llaves del departamento a mi amigo, puse
mis cosas en un guardamuebles y me fui. Pasé una semana en Nueva York y
a mediados de enero me trasladé en un tren de la New Jersey Transit al
tranquilo pueblo suburbano donde funcionaba la universidad. Por supuesto
Ida no estaba en la estación cuando llegué, pero mandó a dos
estudiantes a esperarme en el andén con un cartel con mi nombre mal
escrito en letras rojas.
Había nevado y la playa de estacionamiento era un
desierto blanco con los coches hundidos en la bruma helada. Subí al auto
y avanzamos a paso de hombre en medio de la tarde, alumbrados por el
brillo amarillo de las luces altas. Por fin llegamos a la casa en
Markham Road, no muy lejos del campus, que el Housing le había alquilado
para mí a un profesor de filosofía que pasaba su año sabático en
Alemania. Los estudiantes eran Mike y John III (los volvería a encontrar
en mis clases), muy activos y muy silenciosos me ayudaron a bajar las
valijas, me dieron algunas indicaciones prácticas, alzaron la puerta del
garaje para mostrarme el Toyota del profesor Hubert que venía incluido
en el alquiler; me mostraron cómo funcionaba la calefacción y me
anotaron un número de teléfono por si me empezaba a congelar ("en caso
de apuro, llame a Public Safety").
El pueblo era espléndido y parecía fuera del mundo a
sesenta kilómetros de Nueva York. Residencias con amplios jardines
abiertos, ventanales de cristal, calles arboladas, plena calma. Era como
estar en una clínica psiquiátrica de lujo, justo lo que yo necesitaba
en ese tiempo. No había rejas, ni garitas de seguridad, ni murallas en
ningún lugar. Las fortificaciones eran de otra índole. La vida peligrosa
parecía estar fuera de ahí, del otro lado de los bosques y los lagos,
en Trenton, en New Brunswick, en las casas quemadas y los barrios bajos
de New Jersey.
La primera noche me quedé levantado hasta tarde,
investigando los cuartos, observando desde las ventanas el paisaje lunar
de los jardines cercanos. La casa era muy cómoda pero la extraña
sensación de extravío se repetía por el hecho de estar viviendo otra vez
en el lugar de otro. Los cuadros en las paredes, los adornos en la
repisa de la chimenea, la ropa enfundada en cuidadosas bolsas de nailon
me hacían sentir un voyeur más que un intruso. En el estudio del piso de
arriba las paredes estaban cubiertas de libros de filosofía, y al
recorrer la biblioteca pensé que los volúmenes estaban hechos de la
materia densa que siempre me ha permitido aislarme del presente y
escapar de la realidad.
En los muebles de la cocina encontré salsas mexicanas,
especias exóticas, frascos con hongos secos y tomates desecados, latas
de aceite y tarros de mermelada, como si la casa estuviera preparada
para un largo asedio. Comida enlatada y libros de filosofía, ¿qué otra
cosa se podía desear? Me preparé una sopa Campbell de tomate, abrí una
lata de sardinas, tosté pan congelado y destapé una botella de Chenin
blanco.
Después me preparé un café y me acomodé en un sofá en
la sala a mirar televisión. Siempre hago eso cuando llego a otro lugar.
La televisión es igual en todos lados, el único principio de realidad
que persiste más allá de los cambios. En el canal de ESPN los Lakers
vencían a los Celtics, en las News Bill Clinton sonreía con su aire
campechano, un auto se hundía en el mar en un aviso de Honda, en la HBO
estaban dando Possessed de Curtis Bernhardt, una de mis películas
favoritas. Joan Crawford aparecía en medio de la noche en un barrio de
Los Ángeles, sin saber quién era, sin recordar nada de su pasado,
moviéndose por las calles extrañamente iluminadas como si estuviera en
una pecera vacía.
Creo que me adormecí porque me despertó el teléfono.
Era cerca de medianoche. Alguien que conocía mi nombre y me llamaba
profesor con demasiada insistencia, se ofreció a venderme cocaína. Todo
era tan insólito que seguro era cierto. Me sorprendí y corté la
comunicación. Podía ser un chistoso, un imbécil o un agente de la DEA
que estaba controlando la vida privada de los académicos de la Ivy
League.
¿Cómo conocía mi apellido?
Me puso bastante nervioso esa llamada, la verdad. Suelo
tener leves ataques de inquietud. No más que cualquier tipo normal.
Imaginé que alguien me estaba vigilando desde afuera y apagué las luces.
El jardín y la calle estaban en sombra, las hojas de los árboles se
agitaban con el viento; al costado, del otro lado de la cerca de madera,
se veía la casa iluminada de mi vecino y en la sala una mujer pequeña,
en jogging, hacía ejercicios de taichi, lentos y armoniosos, como si
flotara en la noche.
[...]
Había leído varias veces a Hudson a lo largo de mi vida
e incluso en el pasado había visitado la estancia -Los Veinticinco
Ombúes- donde él había nacido. Estaba cerca de mi casa en Adrogué, yo
iba en bicicleta hasta el kilómetro 37 y entraba por la senda de tierra
entre los árboles y llegaba hasta el rancho en medio del campo. Nos
gusta la naturaleza cuando somos muy jóvenes y Hudson -como tantos
escritores que transmiten esas emociones de la infancia- pareció seguir
ahí toda su vida. Muchos años después, en 1918, enfermo durante seis
semanas en una casa cerca del mar, en Inglaterra, tuvo una especie de
larga epifanía que le permitió revivir con una claridad "milagrosa" sus
tempranos días de felicidad en la pampa. Apoyado sobre las almohadas y
provisto de un lápiz y un cartapacio, escribió sin detenerse, en un
estado de afiebrada felicidad, Allá lejos y hace tiempo, su maravillosa
autobiografía. Esa relación entre la enfermedad y el recuerdo tiene algo
de la memoria involuntaria de Proust, pero, como el mismo Hudson
aclaraba, "no era ese estado mental conocido por la mayoría de las
personas, en que un color o un sonido, o, más frecuentemente, el perfume
de alguna flor, asociados con nuestros primeros años, restauran el
pasado súbita y tan vívidamente que casi es una ilusión". Se trataba más
bien de una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y
pudiera ver con claridad los días que había vivido. La prosa que surgió
de esos recuerdos es uno de los momentos más memorables de la literatura
en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos
luminosos de la descolorida literatura argentina.
Quizá escribía así porque el inglés se le mezclaba con
el castellano de su infancia; en los originales de sus escritos aparecen
a menudo dudas y errores que hacen ver la poca familiaridad de Hudson
con el idioma en el que escribía. Uno de sus biógrafos recuerda que a
veces se detenía para buscar una palabra que se le escapaba e
inmediatamente recurría al español para sustituirla y seguir adelante.
Como si la lengua de la infancia estuviera siempre cerca de su
literatura y fuera un fondo donde persistían las voces perdidas.
Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos
suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata.
En 1846 los Hudson dejaron Los Veinticinco Ombúes y
viajaron hasta Chascomús, donde su padre había arrendado una chacra. Las
rutas eran casi intransitables en aquel entonces, y no es difícil
imaginar la dificultad del viaje, que duró tres días. Se pusieron en
marcha a la madrugada de un lunes en una carreta tirada por bueyes,
siguiendo la pobre huella del sendero que iba hacia al sur. Bajo la lona
viajaban los padres y los chicos y unas pocas cosas más porque la ropa y
los perros y la vajilla y los libros iban en una barcaza por el río. El
carro avanzaba lentamente con crujidos y vacilaciones por el medio del
campo buscando el camino de las tropas. Una lámpara se balanceaba en la
cruz de la carreta y enfrente no se veía más que la noche.
Salía de la biblioteca al caer la tarde y volvía
caminando hasta casa por Nassau Street. Muchas veces me sentaba a comer
en el Blue Point, un restaurante de pescado que estaba a medio camino.
Había un mendigo que paraba en la playa de estacionamiento del lugar.
Tenía un cartel que decía: "Soy de Orión" y vestía un impermeable blanco
abotonado hasta el cuello. De lejos parecía un enfermero o un
científico en su laboratorio. A veces me detenía a conversar con él.
Había escrito que era de Orión por si aparecía alguien que también fuera
de Orión. Necesitaba compañía, pero no cualquier compañía. "Sólo
personas de Orión, Monsieur", me dijo. Cree que soy francés y no lo he
desmentido para no cambiar el curso de la conversación. Al rato se
quedaba en silencio y después se recostaba en el alero y se dormía.
En casa ordenaba las notas que había tomado en la
biblioteca y pasaba la noche trabajando. Me hacía un té, escuchaba la
radio, trataba de que no llegara nunca la mañana.
Hudson recordaba con nostalgia el tiempo en que hizo
vida de soldado en la Guardia Nacional y participó en los ejercicios
militares y las maniobras de 1854 cerca del río Colorado en la
Patagonia. "En el servicio militar aprendí mucho con la tropa sobre la
vida del gaucho soldado, sin mujeres ni descanso, y aprendí de los
indios a dormir tendido sobre el lomo del caballo."
A Crystal Age, la novela de Hudson, recreaba esa áspera
ilusión ascética en un mundo situado en un futuro lejano. "La pasión
sexual es el pensamiento central de mi novela", decía Hudson en una
carta, "la idea de que no habrá descanso ni paz perpetua, hasta que se
haya extinguido esa furia. Podemos sostener que mejoramos moral y
espiritualmente, pero encuentro que no hay cambios, ni ninguna merma en
la violencia de la furia sexual que nos aflige. Ardemos hoy con tanta
intensidad como lo hacíamos hace diez mil años. Podemos esperar un
tiempo en el que ya no existan los pobres, pero nunca veremos el fin de
la prostitución."