Richard Ford vuelve con Canadá, epopeya sin lirismo sobre la familia y las segundas oportunidades En la novela reformula algunos de los grandes temas de la tradición literaria de Estados Unidos
El escritor Richard Ford. /Sandrine Roudeix/Opale./elpais.com |
La mañana posterior a la reelección de George W. Bush, Richard Ford
decidió cruzar la frontera en dirección a Canadá. Pero no para
emprender un exilio forzado, como tantos intelectuales neoyorquinos
juraron que harían (y nunca cumplieron), sino para conseguir que le
inyectaran una vacuna contra la gripe, que la sanidad estadounidense no
creyó que mereciera. El protagonista de su última novela, Dell Parsons,
emprende ese camino medio siglo antes, adentrándose en el territorio
vecino por una carretera que no se distingue demasiado de la que ha
dejado al otro lado de la frontera, pero donde hay más casas y graneros y
molinos de viento. Entonces cuenta 15 años y una amiga de su familia le
conduce a Canadá en busca de una segunda oportunidad. Con la primera no
ha tenido suerte: sus padres acaban de ser detenidos por robar un banco
y su hermana se ha dado a la fuga. En esa tierra gélida y desconocida
—que “trata mejor a sus propios indios” y “cuyo dólar misteriosamente
vale más que el nuestro”, como observa Dell—, el protagonista logra
reconstruirse.
Puede que Canadá
(se publica el 4 de septiembre) sea la primera aspirante a gran novela
americana que un estadounidense ubica en el país vecino. “Creí que los
canadienses me concederían una medalla al mérito por semejante proeza,
pero nunca llegó”, ironiza el escritor, recién amanecido y sentado en su
despacho de East Boothbay, en el Estado de Maine. “Me mudé aquí para
poder vivir junto al mar. Antes lo hice en Nueva York, Los Ángeles,
Chicago y Nueva Orleans, pero la vida en la ciudad no me satisfacía,
porque es demasiado ruidosa y uniforme. Sé que es una forma patricia de
ver las cosas, pero así es como me siento. Espero terminar mis días
junto al mar”, explica. Creados a su propia imagen, los personajes de
Ford encarnan a la perfección esa movilidad estadounidense por
antonomasia, que impulsa a cualquier hijo de vecino a marcharse a la
otra punta de su geografía para empezar de cero cuando las cosas se
ponen feas, en una búsqueda incesante de esa felicidad precaria e
inscrita en la constitución federal.
¿Ha mejorado su escritura desde que abandonó la ciudad?
No sé si soy yo quien debería decirlo. En
cualquier caso, no tengo la sensación de trabajar en mejores
condiciones. Cada novela es un nuevo reto, porque intento que me salga
mejor que la anterior. No creo que ningún escritor alcance un altiplano
creativo en el que logre mantenerse durante años. Es la diferencia entre
creerse un profesional y un amateur. Yo me sigo considerando un
aficionado.
Tengo entendido que Canadá surgió de una apuesta con Raymond Carver.
Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo que no seguirías escribiendo si nadie te leyera
Déjeme pensar si eso es cierto [suspira y
reflexiona]. Sí, se podría decir que lo es. Allá por 1986 cruzamos la
frontera para cazar gansos salvajes. Nos encontrábamos en la provincia
de Saskatchewan y decidimos hacer una apuesta para ver quién era capaz
de integrar ese nombre en un relato. Gané yo, pero solo porque Ray murió
antes de poder realizarlo. Esa debió de ser la llama que encendió mi
interés literario por Canadá.
En la novela, el país vecino adquiere los rasgos
de un refugio, tras la tumultuosa experiencia del protagonista en
Montana. ¿Considera que Canadá es un lugar mejor que Estados Unidos?
No creo que sea un lugar mejor, pero sí que se
trata de un muy buen lugar. Es un país completamente distinto pese a
que, a simple vista, parezca casi idéntico. Es un lugar mucho menos
violento que Estados Unidos, más receptivo a la diferencia y al cambio,
donde la importancia de la propiedad privada es mucho menor. Canadá es
un lugar donde los estadounidenses nos sentimos liberados de ciertas
imposiciones de la vida en nuestro país.
La novela explora la vigencia del mito
fundacional estadounidense: la posibilidad de volver a empezar en
cualquier otro lugar. ¿No ha demostrado la historia que se trata de una
falsa ilusión?
Es una cuestión compleja. Los estadounidenses
seguimos creyendo que podemos reinventarnos trasladándonos a cualquier
punto de nuestro vasto continente. El resultado no siempre está a la
altura, pero el mito no resulta falso en sí. Como decía Emerson, el
problema suele ser uno mismo. Puedes cambiar de ciudad y alterar las
vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil. Lo cual
no significa que uno no pueda darse nuevas oportunidades.
En cambio, su admirado F. Scott Fitzgerald aseguró que “las vidas estadounidenses no tienen segundo acto”.
Como tantos otros aforismos sobre la existencia,
el de Fitzgerald no aguanta un escrutinio riguroso. Yo no creo que
tengamos una sola oportunidad en la vida. El problema de Fitzgerald y de
Hemingway
es que se quedaron atascados con el punto de vista que tenían a los 20
años. Yo tengo casi 70, así que he tenido tiempo de revisar mis
opiniones sobre la vida.
Canadá aborda un conflicto recurrente en
su tradición literaria: el que enfrenta a individuo y comunidad,
habitual desde el primer relato auténticamente estadounidense, Rip van Winkle, de Washington Irving. Su protagonista era un colono que, harto de la vida en común, escapaba al bosque.
Es una tensión central en nuestra tradición
literaria y también en la vida diaria, así que no me parece extraño que
sea uno de los temas más importantes de mi obra. El día de la independencia
trataba de este asunto. Al final del libro, Frank Bascombe observaba el
desfile del 4 de julio a distancia, hasta que se daba cuenta de que
quería unirse a él. La mejor solución siempre será unirse al desfile,
vincularse a la comunidad. No se debe confundir independencia con
aislamiento.
En su nuevo libro este sentimiento de pertenencia
tiene matices. Dell acaba haciendo las paces con su país, pero desde el
otro lado de la frontera. ¿No es su punto de vista más crítico de lo
habitual?
Tiene razón. El sentimiento de afiliación es
menor. La solución para Dell acaba siendo reconstruirse en otro lugar.
Es casi como si le empujaran al otro lado de la frontera. Nunca me he
atrevido a decirlo, porque nadie me había hecho esta reflexión, pero
puede que este libro no contenga un discurso muy positivo sobre mi país.
Aunque tampoco quiero excederme, porque yo amo a Estados Unidos. Se
trata de un gran país. Es solo que atraviesa un mal momento.
Puedes cambiar de ciudad y alterar las vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil
¿Cuál sería su diagnóstico sobre la situación actual?
Podría empezar diciendo que tenemos un presidente
formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo
significativo.
En 2009 escribió una tribuna sobre Obama en Libération,
en la que decía: “No debemos dejarnos llevar por una decepción cínica
cuando revele que es humano. Él siempre ha dicho que lo era. Somos
nosotros quienes lo hemos erigido en salvador”. ¿Lo sigue pensando?
Sí. Creo que, cada vez que se celebran
elecciones, nuestra función es mandar al mejor hombre posible a la Casa
Blanca. Y Obama lo era. Después estamos obligados a convivir con sus
decisiones durante cuatro años, tanto si nos gustan como si no. Lo
importante es escoger a una persona buena, inteligente y responsable. No
me gusta que no haya salido de la guerra o que promueva la vigilancia
de ciudadanos inocentes, pero también ha hecho cosas muy positivas, como
la reforma de la cobertura médica.
¿Qué opina de Bradley Manning y Edward Snowden? ¿Los considera héroes?
Mi punto de vista es complejo. Por una parte, me
parece normal que sean juzgados, puesto que se han saltado la ley.
Snowden tendría que volver a Estados Unidos y enfrentarse al juicio.
Pero, por la otra, creo que tendría que ser absuelto, porque en el fondo
nos ha hecho un gran servicio a todos.
¿Hasta qué punto le inspira la actualidad? Hace
unos años dijo que le parecía “prematuro” escribir sobre el 11 de
septiembre. ¿Necesita distancia respecto a la historia para poder
novelarla?
No estoy seguro. En este momento escribo cuatro
relatos breves sobre Bascombe tras el paso del huracán Sandy, que
ocurrió en octubre pasado. Algunas veces, la actualidad logra
inspirarme. El problema del 11-S es que supuso una pérdida demasiado
profunda. No tenía nada que decir aparte de lo que resultaba obvio, así
que no sentí que pudiera escribir una novela al respecto.
El conflicto entre el hombre y una naturaleza
salvaje e indomable es otro tema clásicamente estadounidense. Superar un
atentado terrorista, en un país que nunca había vivido un ataque
exterior, excepto Pearl Harbor, no lo es. ¿Tiene que ver con eso?
No puedo negarlo. Existe una reacción ancestral
en nuestra manera de responder a una catástrofe natural. En ella,
aparece algo indefectiblemente humano que me interesa mucho. En cambio,
no soy capaz de entender cómo aceptamos algo tan espantoso como el 11-S,
que fue una catástrofe totalmente antinatural.
A un nivel general, ¿qué problemas detecta cuando observa su cultura?
Detecto un gran narcisismo. Nadie tiene ningún
sentido de la responsabilidad por nada que no sea uno mismo. De todas
formas, mi punto de vista es el de un hombre viejo. Si le hubiera hecho
la misma pregunta a un anciano en 1910, seguro que la respuesta sería la
misma.
Tal vez no. El individualismo, acentuado por el modelo económico, es más pronunciado hoy que hace un siglo.
Es verdad. Existe el sentimiento de que la vida
se ha vuelto ingobernable. Todos aquellos que no tienen la capacidad
intelectual de afrontar esta perspectiva se refugian en sus asuntos
privados. El resultado acaba siendo cada vez más individualismo, cuando
lo que necesitaríamos es más sentido de comunidad y más esfuerzo por el
interés general.
¿Existe un sentimiento de culpa en el hecho de pertenecer a una cultura tan poderosa, incluso en términos industriales?
No me he sentido culpable en la vida. Lo que no
significa que no sea sensible a este asunto. Uno nace donde nace por
accidente. Y esa aleatoriedad no me confiere responsabilidad ni culpa,
aunque tal vez sí la voluntad de hacer algo útil con mi vida, ya que he
tenido esta suerte. Escribo novelas con la esperanza de que tengan un
efecto. Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo
que no seguirías escribiendo si nadie te leyera. Existe una conexión
entre el escritor y la moral pública.
Tenemos un presidente formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo significativo
¿La moral cuenta para usted?
En este contexto cuenta mucho. Al leer una
novela, uno puede observar el resultado de un comportamiento y corregir
el suyo propio en la vida real, aprendiendo algo sobre la naturaleza
humana que antes tal vez desconocía. Pero bueno, puede que todo esto
solo sean pequeñeces…
Si llegan a tener efecto, no lo son.
El problema es que la mayoría de mis
conciudadanos —y no pretendo situarme por encima de ellos, sino
describir lo que observo a mi alrededor— no se permite el lujo de
hacerse este tipo de preguntas. ¿Qué puedo hacer para mejorar la vida de
los que me rodean? ¿Qué puedo aprender sobre mi relación con el resto
del mundo? Esas son las cosas que nos invita a preguntarnos una novela.
Sus personajes suelen ser solitarios que no
logran adaptarse a las formas convencionales de organización social. Se
encuentran desarraigados y a la deriva. ¿Tal vez porque usted se sintió
así al nacer en el sur, un lugar que nunca le gustó demasiado?
Algo de eso hay. Siempre sentí una discrepancia
fundamental, una desconexión profunda con esa tierra. Sentí un vacío que
tenía que rellenar para conseguir que mi vida fuera plena.
¿Es cierto que una vez dijo que odiaba a los niños?
Lo dije con afán provocador, aunque es cierto que
no disfruto de su compañía. No me importa que me acusen de misántropo;
puedo vivir con eso. Prefiero dedicar mi vida a algo útil que desviar mi
atención hacia un pobre inocente que ha venido al mundo contra su
voluntad. ¿No cree que existe un motivo por el que los niños llegan a
este mundo llorando?
La primera mitad de Canadá puede leerse
como el monólogo de un paciente tumbado en el diván. ¿Recorre Dell los
recuerdos de su infancia para ordenar su existencia e intentar aprender
algo de ella, casi como en un psicoanálisis?
No sé si es una novela psicoanalítica, pero está
claro que es analítica. Está contada por un hombre que se acerca al
final de su vida —y soy experto en el tema, porque estoy llegando al
término de la mía— y decide relatarse su propia historia. Es una forma
de demostrarse a sí mismo que, pese a la disparidad de sus vivencias, su
existencia ha resultado coherente.
¿Se trata de dotarse de un relato personal para
configurar una identidad propia y luego poder celebrarla, como diría
Walt Whitman?
De nuevo, si existe celebración alguna, tenemos
que escribirla en minúsculas. Se trata de un proceso de aceptación de
uno mismo que siempre ha existido. Lo que hicieron Freud y Jung no fue
más que institucionalizar algo que los humanos ya desarrollaban de
manera natural.
El libro empieza en 1960, cuando su padre murió;
sus progenitores también eran de confesiones diferentes, y usted mismo
participó en pequeños robos en su Misisipi natal. ¿Qué porcentaje de
autobiografía contiene Canadá?
Soy culpable de todo eso, pero cuando me hablan
de autobiografía me resisto ligeramente, no quiero que se subestime mi
imaginación. Es decir, tiene toda la razón: crecí con un padre ausente y
sé lo que es robar, pero mi madre no era judía y tampoco crecí en
Montana. Los detalles autobiográficos son minúsculos.
¿No encierra este libro una voluntad de entender mejor su propia historia?
Desconfío del verbo entender. Siempre empiezo mis
clases en Columbia preguntando a mis estudiantes qué significa
entender. Suelen responder que es algo así como encontrar una aguja en
un pajar. En mi opinión, esa aguja no existe y buscarla supone una
pérdida de tiempo.
Lo dice al final del libro, cuando escribe que “la vida se nos entrega vacía y el sentido oculto casi no existe”.
Eso es de Ortega y Gasset. La vida nos es arrojada y la existencia se convierte en una experiencia poética.
Otra constante en su obra es la reflexión sobre
la masculinidad. Sus protagonistas fueron educados con un modelo de
varón a la antigua que ha dejado de ser útil y tienen que encontrar
nuevas maneras de convertirse en hombres
Se trata de algo tan integrado en mí que ni
siquiera soy consciente de ello. Me educó una madre muy fuerte y he
vivido con la misma mujer durante los últimos 50 años. La masculinidad
de John Wayne
nunca fue un modelo para mí. Crecí en un mundo donde las mujeres eran
mis iguales. Mis protagonistas suelen ser hombres, pero se podría
cambiar el género de cualquiera de ellos y el resultado no sería
demasiado diferente.
¿Hasta qué punto resulta determinante su dislexia para entenderle como persona y como escritor?
Si no fuera disléxico, no sé si sería el mismo
tipo de novelista. A consecuencia de mi lentitud en la escritura y la
lectura, mis libros son más pacientes y profundos que acelerados y
superficiales. La dislexia te obliga a escuchar con atención a los demás
si quieres entender algo. Esto hoy resulta de lo más exótico, porque en
la mayoría de conversaciones no se comparte información. No hay empatía
ni compasión, ni tampoco entendimiento posible. Las conversaciones de
hoy consisten en un grupo de personas haciendo cola, esperando su turno
para hablar.