Los escritores han buscado en personajes y hechos de otros tiempos una excusa para novelar. ¿Qué tensiones existen entre la verdad y la imaginación?
Rosero: La carroza de Bolívar; Cruz Kronfly: Las cenizas del Libertador; García Márquez: El General en su laberinto./elespectador.com |
Fue en 2008 cuando Nahum Montt publicó Lara, el relato que revivía el
asesinato del dirigente político Rodrigo Lara Bonilla en 1984. Fue por
ese tiempo, también, en que entregó la novela a la familia de Lara
Bonilla para que la leyeran y quizá dieran su opinión; al día siguiente
de la entrega, el hijo menor de Lara, Paulo José, fue a visitarlo. Le
dijo que, en algún sentido, allí estaba todo lo que él había escuchado
de pequeño, todos los fragmentos reunidos de tantas historias que había
venido escuchado desde que tenía dos años, cuando murió su padre.
Sin
embargo, poco antes de terminar la visita, Paulo José Lara detuvo a
Montt y le dijo: “Hay una cosa que no puedo perdonarle”. El escritor,
extrañado, pensó que había cometido algún error. “No puedo perdonarle
—siguió Lara— que haya matado a mi papá en la novela. Usted lo mató”.
Por
esas palabras, Montt —uno de los invitados principales del VI Encuentro
Nacional de Escritores en Calarcá, que finalizó este fin de semana—
reflexionó sobre el papel de la novela histórica. Hoy piensa que, pese a
que está bien investigar y documentarse antes de escribir, la novela no
puede perder la libertad de imaginación, no puede dejar de jugar con
los hechos y sus variantes. El final real fue la muerte de Lara; en la
novela pudo ser otro, quizá una hipótesis sobre qué hubiera sido del
país si Lara siguiera vivo. Son, en últimas, decisiones del autor. Del
mismo modo procedió Miguel Torres en El crimen del siglo, donde Roa
Sierra, el tan mentado asesino de Jorge Eliécer Gaitán, no es más que
una pieza ingenua de una maquinaria más amplia y misteriosa que el
lector desconoce por completo.
Entonces, ¿cómo debe la literatura
retratar la historia de Colombia? Tres escritores —Evelio Rosero, Pablo
Montoya y Fernando Cruz Kronfly— se reunieron en el panel de cierre del
encuentro para discutirlo. Los tres han escrito novelas sobre personajes
históricos; Rosero y Cruz coinciden en Simón Bolívar, que retrataron en
sus obras La carroza de Bolívar y Las cenizas del Libertador. Montoya,
por su parte, realizó un estudio titulado Novela histórica en Colombia,
1988-2008: entre la pompa y el fracaso. ¿Cuál fue su experiencia de
escritura y qué función le otorgan a este tipo de literatura?
Evelio
Rosero (Bogotá, 1958) cuenta que desde muy niño, cuando su familia se
trasladó a Pasto, escuchó historias sobre Bolívar; en susurros, su
familia hablaba de esa figura de un modo extraño, no con el mismo
respeto con que se lo trataba en las clases del colegio. Años después,
en la universidad, encontró una biografía de Bolívar escrita por el
pastuso José Rafael Sañudo: allí estaba la respuesta a esas rivalidades.
El retrato histórico martilló su cabeza hasta la escritura de La
carroza de Bolívar: fue allí donde recordó, entre otras historias, que
Bolívar no era tan querido en Pasto por las masacres que allí cometió,
porque los pastusos no lo dejaron pasar hacia Quito, porque siempre
fue un hombre de ambiciones desmedidas y no olvidó nunca la negativa del
pueblo pastuso, liderado por Agustín Agualongo. La escritura fue, pues,
una experiencia distinta al resto de su obra: Rosero dice que su obra
previa había estado basada en su imaginación, pero en esta ocasión tuvo
que ceñirse a hechos históricas para dar una relativa verosimilitud a su
historia. Lo mismo que hizo Nahum Montt.
Rosero también fue un
poco más allá. No sólo tomó datos documentados (como las fechas de las
batallas, el número de muertos, los enfrentamientos y las cifras
oficiales), sino que también puso por escrito recuerdos que apenas
hacían parte de la tradición oral nariñense, como aquel relato en que
Bolívar deja a una niña pastusa embarazada. Son palabras que han pasado
de generación en generación, tanto como la imagen misma de Bolívar, y
que ahora hacen parte de una tradición escrita. La novela histórica,
entonces, es el vehículo más adecuado para alejarse de la historia
oficial; la novela histórica resalta anécdotas que, de otro modo, se
perderían. Prueba de ello sería El general en su laberinto , de Gabriel
García Márquez, que narra los últimos días de Simón Bolívar en Santa
Marta: más allá de un recuento de su enfermedad, la novela somete al
lector a la vida de un hombre enfermo, lleno de delirios.
De esa
opinión es Fernando Cruz Kronfly (Buga, 1943). Cruz dice que la
literatura le propone un juego distinto a la Historia (así, con
mayúsculas), un relato que se aleja de la supuesta imparcialidad a que
se someten los historiadores. En ese sentido, la novela histórica es
también uno de los modos de la crítica: toda novela histórica bien
construida es un relato ajeno a la verdad establecida. ¿Ha sido crítica
la novela histórica en Colombia? A partir del estudio que realizó, Pablo
Montoya (Barrancabermeja, 1963) dice que pocas novelas han revelado
alguna oposición a los personajes y hechos históricos. En los últimos
años, quizá, las cosas han cambiado: además de la novela de Evelio
Rosero, el periodista Mauricio Vargas publicó en 2009 El mariscal que
vivió de prisa, un retrato cercano de José Antonio Sucre, mucho más allá
de su papel heroico y de su extraña muerte.
Montoya también
resalta un hecho esencial, pero que por momentos se olvida: la novela
histórica, antes que historia, es literatura. De modo que debe
preocuparse por convertirse en una aventura del lenguaje y crear un
entorno propio. Por encontrar la belleza por encima de la verdad
oficial.