La vocación literaria es una mezcla de visión y misión destinada a ordenar el caos de la vida
La vocación constituye una anomalía vital. /elpais.com |
Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación:
por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los
mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que
nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la
conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan
nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la
palabra vocación. Y necesita explicación porque es mencionado,
invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el
interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores,
artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación
filosófica.
1 La vocación se compone de dos momentos: visio y missio
(visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido.
Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra
conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil
piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas—
estuvieran ya colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas
piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa
promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del
absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas
personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen
del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar
con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se
refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro,
se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.
Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de
producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que
se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del
tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un
producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un
sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto
la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la vocación: la missio.
La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente
absorbente, tiránica y rapiñadora. En este sentido, la vocación
constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la
activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en
la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la
exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías.
La juventud predispone a la visión mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la misión
2 Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para
dar plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble
momento de la vocación como un rapto de las Musas. En la Antigüedad se
registran casos de secuestros perpetrados por unas Musas que pueden
llegar a ser posesivas de una manera casi violenta. Sus presas se
sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin límites. “El que es raptado por las Musas (mousóleptos) es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.
El raptado vivencia su secuestro como una llamada a servir a la obra
que se gesta lentamente en su interior, como si estuviera preñado de una
idea o de un nudo embrionario de ellas durante largos años y debiera
consagrar la entera organización de su existencia a la misión de
preparar y asegurar el feliz alumbramiento. A fin de que el objeto se
forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad el raptado
renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo siempre
de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la defensiva
de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa pero
amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender. Para
quien ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras
esta se materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste
valor solo en tanto contribuye a clarificar la visión iluminadora. En el
pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción poética,
pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia la
generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en
nadie. No le queda más remedio que resignarse a una relación solo
mediata con las cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a
través de un cristal, como el presidiario a las visitas en horas
reglamentarias, o que las besa a través de un pañuelo, y todas las
personas, incluso las más queridas, se limitan a posar teatralmente como
haría un modelo ante el pintor que lo retrata. El universo entero en
función de la obra, la cual a su vez contiene la totalidad del universo
entrevisto. De ahí que, para quien conoce la fuerza de la auténtica
vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como
Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han
escrito. No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero
al autor le va la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en
ella a su visión.
Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta
Conviene destacar el hecho de que solo se logra con éxito la
producción del objeto si este adquiere una objetividad independiente del
yo que la produce. La juventud predispone a la visio mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio.
La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de
compromisos característicos de la adolescencia a veces suscitan una
actitud favorable a la aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo
que sugiere el estereotipo romántico, no ayudan en absoluto al duro
trabajo en la obra. Es muy frecuente que la emoción inicialmente sentida
solo pueda objetivarse en obra y recibir la forma que esta requiere una
vez hecha la transición a la madurez, en pleno trasiego y ruidoso
alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una profesión con la que
ganarse la vida. En efecto, solo puede producir algo quien conoce las
reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de los
casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades
técnicas y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con
la deseable autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o
textos no constituye en esto una excepción al resto de los oficios.
Pero es que además, en un plano moral, la confección de una obra solo es
posible para quien consiente en humillar su yo y deja en su interior
espacio para el acto de comunicación inmanente a la naturaleza del arte.
Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es
egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Egocéntrica sí, porque el
raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba demoradamente la
obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez así
ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento
estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y
ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.
3 El objeto elegido para dar forma a la visión
determina el tipo de vocación. Si el objeto es un lienzo, se es un
pintor; si un pentagrama, un compositor; si la piedra, un escultor. Es literaria
aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De
igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de
unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior
de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es
aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo
de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del
que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra
cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto. Con motivo Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade, se autorretrató modestamente como un “arrangeur de syllabes”. Todo literato emula al Adán que en el primer día puso nombre a las cosas (Génesis 2, 20). A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en su poema de Eternidades:
“¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / …Que mi palabra
sea / la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y
la virtud del escritor descansan en las concretas palabras escogidas y
el orden preciso en el que las ha dispuesto para que resulten eficaces
en su designio poético. La literalidad encierra la esencia de lo
literario y por eso el auténtico texto de literatura —el poema, la
novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o parafrasear.
Desde esta perspectiva, la filosofía es solo una especie dentro del género literario. Una filosofía sin visio y sin missio
—sin vocación literaria— puede ser la obra de un profesor de filosofía,
un maestro, un editor, un filólogo, un traductor, un divulgador, todo
ello incluso en grado eminente, pero no propiamente la de un filósofo.
La visión hace nacer en este una emoción abstracta hacia lo contemplado
que bien puede denominarse eros. Poetizar es celebrar esa emoción con versos, relatos o representaciones dramáticas; filosofar
es definir esa misma emoción erótica con conceptos y categorías. En
ambos casos, “una cierta idea del todo” desencadena el proceso
arrollador. La tarea del filósofo consiste en la dura conversión del eros
en concepto y este en palabra y luego en texto sistemático. Entre los
modernos, ha sido Max Scheler quien de modo más convincente, en La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico,
ha argüido acerca de cómo la filosofía se sostiene siempre sobre una
previa emoción erótica. Pero, como se ha dicho, ya los griegos antiguos,
que tendían siempre al antropomorfismo, personificaron el despertar de
este específico deseo amoroso en el secuestro de las Musas, las cuales,
escribe Platón en el Fedro, “se hacen con un alma tierna e
impecable despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de
poesía”. No es casual que para el Sócrates del Fedón la filosofía sea justamente el arte de las Musas por excelencia: megíste mousiké, la llama con orgullo.
La literalidad encierra la esencia de lo literario. Por eso el auténtico poema o novela o ensayo no se dejan parafrasear
4 Lo sentado anteriormente autoriza a seleccionar
del canon algunos ejemplos de vocación literaria sin distinguir entre
literatura y filosofía y dando a literatos y filósofos un tratamiento
indistinto. La visión suele tener en ambos casos el carácter de una
revelación en la que predomina el elemento de la luminosidad. Pero unas
veces la luz proviene de un fuego abrasador, consuntivo, y otras de una
llama cálida, gozosa, vivificadora.
Entre las experiencias abrasivas destaca la de Pascal. Fallecido el
filósofo, un criado halló en el forro de su levita una estrecha tira de
pergamino. Estaba datada el lunes, 23 de noviembre de 1654, “a partir de
las diez y media de la noche aproximadamente hasta cerca de media hora
después de la media noche”. Durante esas dos horas a Pascal le sobrevino
una visión extática que el pergamino manuscrito trata de verbalizar. El
luego llamado Memorial empieza con la palabra “feu”,
el fuego de un Dios bíblico de vivos contrapuesto al Dios fosilizado de
la filosofía y la teología. En el otro extremo se situaría James Joyce.
Durante su último curso en el Belvedere College, 1897-1898, contando 16
años, el prefecto de estudios le sugirió la posibilidad de ingresar en
la Compañía de Jesús. Pocos días después, tuvo lugar la escena recreada
en Retrato del artista adolescente, la ruptura definitiva con
la Iglesia católica y la afirmación de su vocación artística
precipitadas por una suerte de éxtasis inverso: “Su alma se acababa de
levantar de la tumba de su adolescencia, apartado de sí sus vestiduras
mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altivamente en la libertad y el
poder de su alma un ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable,
imperecedero”. La visión asume en Joyce la figura de una hermosa
muchacha a la que contempla en el puerto mirando el mar, con las faldas
arremangadas y moviendo las aguas distraídamente con el pie, encarnación
de aquella “profana perfección de la humanidad” (Yeats). “¡Dios del
cielo! —exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría”.
“Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de
vida. Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel salvaje de la
juventud mortal”.
Hay epifanías que acontecen sentado, otras andando y otras en estado
de espera. Entre las primeras, la de Descartes en la noche del 10 al 11
de noviembre de 1619, a la edad de 23, durante un descanso de la guerra
de los 30 años, en las cercanías del Ulm junto al Danubio: “Y observando
que esta verdad: pienso, luego existo, es tan firme y segura que las
más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de
conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer
principio de la filosofía que andaba buscando”, referirá años más tarde
Descartes en su Discurso del método. Entre sus papeles póstumos
figura una anotación con la fecha trascendental y este comentario a su
lado: “…mientras estaba lleno de entusiasmo y descubría los fundamentos
de una ciencia maravillosa”.
La visión de Rousseau fue, en cambio, de las ambulatorias. Una tarde
de 1749 iba a visitar a su amigo Diderot, preso, y mientras caminaba
leía las bases de un concurso convocado por la Academia de Dijon. De
pronto le envolvió, como un relámpago, lo que él en las Confesiones
bautizó como “la iluminación de Vincennes”. Su conciencia atravesó un
momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban a una velocidad
muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición central
permanecía: el progreso de los pueblos exaltado por su siglo ilustrado
no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe:
aquí se halla la almendra de toda su vasta producción posterior.
Por último, a Proust le sorprendió la visión unitaria del ciclo En busca del tiempo perdido
en la biblioteca del hotel del príncipe de Guermantes mientras esperaba
que terminase el concierto. Allí encadenó tres o cuatro “resurrecciones
de la memoria”, dos losas desajustadas, el tintineo de una cuchara
chocando contra un plato, la tiesura almidonada de una servilleta o el
ruido estridente de una cañería —momentos del presente capaces de evocar
recuerdos del pasado a los que la imaginación halla alguna analogía—,
que produjeron en Proust la sensación felicísima de elevar a un plano
supratemporal el tiempo perdido y por esa vía recuperarlo y rescatarlo
de la muerte. Ese fue su “día más bello” —confiesa en el último tomo de
su obra—, aquel “en el que se alumbraban de pronto no solo los antiguos
tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso
del arte”.
Labor de nómadas
Los aspectos complementarios de la visio —fascinante y terrible al
tiempo— ya se encuentran en dos de los primeros casos de vocación
literaria registrados en la historia de la humanidad. Moisés pastoreaba
el rebaño de su suegro cuando, al llegar al monte Horeb, una zarza
ardiendo le habló y le envió a los hombres con una misión literaria: la
composición de las leyes para el pueblo elegido (Éxodo 3). Por su parte,
Hesíodo, pastor de ovejas, se hallaba apacentando su rebaño al pie del
monte Helicón cuando, según refiere en el arranque de su Teogonía,
se le aproximaron por sorpresa las Musas formando bellos y deliciosos
coros; tras ungirle como poeta entregándole una rama de laurel,
cumplieron los dos rituales de la vocación: le revelaron una visión del
mundo y le encargaron que la difundiera con su canto, infundiéndole para
ello ese dulce don que solo poseen ellas. La escena bíblica destaca el
aspecto llameante de la vocación mientras que la griega realza su gracia
y encantamiento. En ambos casos, a la epifanía sigue la urgencia
literaria de producir un documento que ordene la visión sobrevenida y le
preste una forma perdurable (Teogonía, Pentateuco);
en ambos casos también el favorecido por la visión es sorprendido en
faenas de pastoreo: se diría que es propicia a la vocación esa
existencia nómada y disponible, sin arraigar en ningún sitio fijo y sin
compromiso, errante con sus ovejas.