No quiero ir
a Alejandría
No quiero porque ya estuve allí, en la ciudad-mente, la ciudad-cuerpo, la
ciudad donde el deseo duele. Esa es la que entró en mí a través de la
tetralogía de Lawrence Durrell, y esa urbe de entraña febril, de
dobles intenciones, melancolía y secretos es la única a la que quiero
volver
Alejandría en sepia, según Justine, de Lawrence Durrell./elpais.com |
“Retrocedo paso a paso en el camino del
recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos un lapso tan breve, la ciudad que se sirvió de nosotros como si
fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos
equivocadamente nuestros, la amada Alejandría”, escribe casi al principio
el narrador de Justine, la primera de
las novelas de El cuarteto de Alejandría y quizá la más perturbadora.
Balthazar , Mountolive y Clea son los títulos de los otros tres
tomos y en todos ellos se cuenta más o menos la misma historia, solo que desde
el punto de vista de cada uno de estos personajes. Cada versión desmonta en
parte la anterior, la contradice y la va completando. Lo que parece una historia de oscuras pasiones
entrecruzadas, de emociones y de una ciudad devoradora, va dejando paso a
circunstancias de interés político y religioso, con espionaje, complots, violencia
y dinero en el contexto de la Segunda Guerra mundial y sus antecedentes. Aun así lo que prevalece es el aplastante
designio de una ciudad cosmopolita, viciada, y la fuerza de los personajes.
Yo diría que todos, hasta los más ínfimos secundarios. Y es que Durrell afina
la pluma para delinear cada frase como si fuera un dibujo perfecto.
“En esencia, ¿qué es esa ciudad, la nuestra? ¿Qué resume la palabra Alejandría? Evoco enseguida innumerables calles donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y los mendigos y, entre ambas especies, de todos aquellos que llevan una existencia vicaria”—escribe más adelante.
“Cinco razas, cinco lenguas, una
docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá
de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece
capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por la variedad y
profusión. Es imposible confundir a
Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico
son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí
mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque
ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo – y creo que lo había
leído en alguna parte--, que Alejandría es el más grande lagar del amor;
escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los
que han sido profundamente heridos en su sexo”.
Justine se publicó en 1957 y no tardó en convertirse en un éxito literario. Una atmósfera de oscuro erotismo, nada ajena a la que reflejaban en sus libros Henry Miller y Anaïs Nin, amigos de Durrell. Los otros libros encajaron tan bien entre sí, con igual altura de vuelo, que convirtieron al conjunto en una obra de culto. Como sucede con Casablanca –también anclada en los escenarios inexistentes de la película—, la Alejandría de Durrell no existe.
eguramente es hoy una ciudad llena de atracciones para los turistas, con vestigios asombrosos de su ilustrísimo pasado. Es lo que cuentan muchos viajeros. También me dicen que Alejandría devora sus recuerdos y va irguiendo sobre los viejos barrios esa apariencia de eterna juventud que nunca alcanza. Lo mío son subterfugios, lo reconozco. No podría evitar ir en busca de los lugares que se citan en la novela, tratar de encontrar las calles, los hoteles, los barrios lujosos y los inmundos. Como se hace, a veces en secreto, por los lugares recorridos con un viejo y gran amor. Así es que no creo que viaje a Alejandría, la real. Salvo, claro, que otras páginas o historias me abran nuevas puertas hacia su interior.
Fietta Jarque es autora de la novela Yo me perdono (Alfaguara)
Justine se publicó en 1957 y no tardó en convertirse en un éxito literario. Una atmósfera de oscuro erotismo, nada ajena a la que reflejaban en sus libros Henry Miller y Anaïs Nin, amigos de Durrell. Los otros libros encajaron tan bien entre sí, con igual altura de vuelo, que convirtieron al conjunto en una obra de culto. Como sucede con Casablanca –también anclada en los escenarios inexistentes de la película—, la Alejandría de Durrell no existe.
eguramente es hoy una ciudad llena de atracciones para los turistas, con vestigios asombrosos de su ilustrísimo pasado. Es lo que cuentan muchos viajeros. También me dicen que Alejandría devora sus recuerdos y va irguiendo sobre los viejos barrios esa apariencia de eterna juventud que nunca alcanza. Lo mío son subterfugios, lo reconozco. No podría evitar ir en busca de los lugares que se citan en la novela, tratar de encontrar las calles, los hoteles, los barrios lujosos y los inmundos. Como se hace, a veces en secreto, por los lugares recorridos con un viejo y gran amor. Así es que no creo que viaje a Alejandría, la real. Salvo, claro, que otras páginas o historias me abran nuevas puertas hacia su interior.
Fietta Jarque es autora de la novela Yo me perdono (Alfaguara)